Vacas gordas, sindicatos flacos

Por Jose Luis Ugarte/ Profesor de Derecho Laboral UDP

El dueño de “Las Vacas Gordas” sin quererlo –por supuesto– ha resumido en pocas y nada elegantes palabras el problema laboral en Chile en plena calle:

 

Primero, “quédense callados”, después “están todos despedidos” y, al final, “acá nunca más van a volver”. Y un bonus track: “Son unos rotos sin plata”. ¿El problema? Los trabajadores querían discutir su situación laboral, particularmente la ilegalidad del no pago de las horas extraordinarias.

En todo caso, se agradece la sinceridad y la falta de elegancia de este “emprendedor”.

Y es que la situación de los trabajadores en Chile no tiene nada de elegante. El áspero monólogo del “emprendedor” en cuestión ha resumido en pocas palabras el “problema” del trabajo en Chile: la ausencia total de equilibrio entre las partes de la relación de trabajo, particularmente falta de poder de los trabajadores para enfrentar las arbitrariedades del “emprendedor” de turno.

Vemos este problema con un par de ideas.

Primero, la claridad total que tiene el dueño del local de lo que significa ser dueño. Esto es, del entendimiento brutal de que el derecho de propiedad significa un poder arbitrario y autoritario para decidir todo lo que pasa, ya no solo con los muebles del recinto, sino que –y ahí el problema– con los trabajadores.

Nada tiene que discutir o dialogar con los trabajadores. No va a discutir “con rotos sin plata”. O los colaboradores, como se dice hoy siúticamente.

Sabe perfectamente que en nuestra legislación laboral el dueño puede efectivamente comportarse como “dueño de fundo”: si lo molestan mucho o poco –como exigir el pago de horas extras– puede despedirlos a todos por “necesidades de la empresa”.

Una causal que se agregó en Chile en lo que, se dijo en su momento –la primera ley de la democracia 19.010 de 1990 del Gobierno de Aylwin–, era un cambio de época en relación con la dictadura: se pasaba del libre despido a la estabilidad en el trabajo. Hoy parece un mal chiste. Nadie en su sano juicio puede sostener tamaño despropósito: en Chile las necesidades de la empresa son la pura y discrecional voluntad del empleador de despedir –¿a todo esto estará entre las reformas laborales prometidas por Bachelet la eliminación de las necesidades de la empresa?–.

Segundo, explica que el problema laboral de los trabajadores en Chile no es económico –los bajos salarios– sino fundamentalmente político: la falta total de poder para evitar las arbitrariedades del “dueño de fundo”.

En efecto, a pesar de lo que suele sostenerse por la elite empresarial en Chile, los trabajadores carecen de poder para discutir sus condiciones de trabajo en general, no particularmente el nivel de los salarios. Incluso, para pactar con los sindicatos, en caso de ser necesario, acuerdos que le permitieran a la empresa un entorno más flexible. Como ocurre en los países desarrollados y con sindicatos robustos. Y es que el poder de los trabajadores se resume en tres “malas palabras” para nuestro empresariado: sindicatos, negociación colectiva y huelga.

Esto es especialmente relevante en estos días. Ante cualquier atisbo de reforma laboral, los sectores empresariales comienzan a presionar con una extorsión perfecta a los trabajadores: si cambian las reglas del Código del Trabajo –“el tesoro” que les dejó José Piñera– se detiene el crecimiento y, por ende, el empleo. Especialmente las reformas que apunten a robustecer los derechos colectivos de los trabajadores: subir el nivel de la negociación colectiva sobre la empresa y eliminar el reemplazo en la huelga.

O sea, reformas para no tener sindicatos “flaquitos”.

¿El miedo que lo explica todo y que casi nunca se dice en público?

Los trabajadores con poder serían un muchachito irresponsable con un arma peligrosa. Es el dogma no reconocido que desde el retorno a la democracia ha pesado como losa de concreto sobre las aspiraciones –y de las promesas de la propia Concertación– para hacer cambios al Plan Laboral de Piñera.

Esta versión ha sido comprada con alegría en el entorno de la Concertación. De ahí que en sus cuatro gobiernos anteriores no hubiera ni atisbo de una reforma laboral de verdad, y que quedara como frase de oro la de uno de sus más ilustres ministros de Hacienda: “Los chilenos deben cuidar la pega”, decía sin arrugarse Andrés Velasco en sus días de apogeo.

¿No habrán entendido los trabajadores de “Las Vacas Gordas” el consejo de Velasco e irresponsablemente han decidido lanzarse en demandas sin pie ni cabeza? ¿No se habrán dado cuenta que al pedir discutir su situación laboral –incluyendo el pago de horas extras ya trabajadas– ponen en riesgo el empleo?

En fin, la solución final al caso de “Las Vacas Gordas” es, en todo caso, una muestra del teatro del absurdo al que están sometidos los trabajadores chilenos: una mediación de la Inspección del Trabajo.

Como en los 90. El Estado, ante la impotencia de sus trabajadores, decide bajar del Olimpo y asistirlos como un tercero imparcial que no ve aquí un problema político de equilibrio entre las partes, sino tan solo un problema de legalidad y de malentendido entre el emprendedor y sus colaboradores.

Dicho de otra forma, como los trabajadores no tienen poder, ni tampoco estamos dispuestos a entregárselo, entonces por un rato –y solo por un rato– el Estado mediador decide poner a conversar a las partes. Solo faltaría que después le llamen “diálogo social” y ya tenemos el guion para una película del gran Charles.

En fin, al menos no llamaron a la Iglesia para que hiciera de mediador, como tantas veces lo vimos en estos años. Ese es un avance que se agradece.

 

Fuente: El Mostrador

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