La codicia toca la puerta de la política o cuando se atraviesa la frontera de la confianza ciudadana

Por Mª Fernanda Villegas

En un artículo anterior reflexioné sobre la codicia y como esta pulsión ha sido y es motor de fracturas sociales. En ese texto referí a conductas individuales y colectivas, de ciudadanos y de elites empresariales. Pero el tema tiene otra arista no abordada en esa ocasión, referida a cuando la codicia y las acciones asociadas a ella tocan la puerta de la política y fruto de ello se cooptan para intereses privados sectores relevantes de las elites políticas potenciando el desarrollo aislado, ocasional o sistemático de prácticas reñidas con la ética, con la ley, por cierto con los intereses de la comunidad e incluso con las propias doctrinas partidarias. Para confirmar lo dicho revisé los textos fundantes de algunas orgánicas partidarias legalmente constituidas. La UDI  en su declaración de principios “reclama el ejercicio honesto, austero y responsable de las funciones públicas y de gobierno. Más allá del poder que éstas confieren, el ejercicio de la autoridad se enaltece cuando se encarna como atributo moral al servicio y causas y patrióticas”. En el caso del PDC “Propugna un sistema social basado en la fraternidad y dotado de instituciones que aseguren y encarnen con vigencia real los derechos de la persona. En estas instituciones, los derechos serán ejercidos solidariamente, sin que los valores comunes resulten en la práctica sacrificados a intereses particulares”. Por su parte, para el Partido Socialista  la aspiración de lograr la igualdad y la libertad de todos los seres humanos lleva explícitamente a “rechazar los comportamientos egoístas y excluyentes que la lógica del sistema capitalista impone a los seres humanos”. En el caso del PPD su declaración fundante les recuerda a sus militantes que “La realización de los sueños propios debe enmarcarse en el sentido de comunidad y país”.  En la misma línea, Renovación Nacional en el artículo 10 referido a  los principios de Participación, transparencia y probidad  indica: “La probidad asegura la actuación funcionaria de todas las autoridades del Estado orientada siempre a la cautela del interés superior, en el marco de una gestión ajustada al orden jurídico inspirada en un actuar razonable e imparcial alejada de todo conflicto de interés y caracterizada por una efectiva rendición de cuentas a la ciudadanía”, Finalmente en esta somera muestra el Partido Radical  socialdemócrata  centra todo su quehacer a partir de la definición filosófica de “propugnar la construcción de una sociedad democrática, solidaria, fraternal, integrada, pacífica, eficiente y profundamente humanista, que permita alcanzar los más altos valores sociales, políticos, económicos y de participación a que aspira todo ser humano”. En la realidad, los casos de faltas a la probidad conocidos y que están siendo investigados  desmienten las intenciones expresadas.

Inescrupulosas compañías han visto en la fragilidad del sujeto moral (en su libertad y responsabilidad respecto de sus actos), apoyado por cierto, en la debilidad o mala calidad de las normas sobre financiamiento de la política y en la incapacidad o indolencia de los mecanismos de control, un espacio para resquebrajar transversalmente  las convicciones de actores políticos. En estas circunstancias se produce un adecuado sustrato para que a cambio de tomar postura activa en favor de intereses corporativos o hacer vista gorda y guardar riguroso silencio en distintas materias, se reciban prebendas y aportes privados en calidad de financiamiento destinado a campañas y/ o en ocasiones a llenar  arcas personales disfrazadas de extrañas formas.(Aunque cabe notar que los aportes o pagos han sido de distintos montos según corresponda al grado de influencia, la cercanía ideológica con el capitalismo e incluso las simpatías personales desarrolladas )

Aunque simpatizo con la ira que provocan estos hechos en la ciudadanía, no comparto  la categórica afirmación de que esto sea generalizado o que sean todos los políticos- como gusta de afirmar la mayoría de las personas con las que he abordado el tema. Esa generalización no es efectiva, no es justa y no es útil para enfrentar y alterar la realidad que se denuncia.  Lo que es indesmentible  a partir los  casos más conocidos por la opinión pública, que en este tipo de situaciones han involucrado a personeros de todos colores y de diversas tiendas  y aunque las investigaciones en curso son procesos que, por sí mismos no implican necesariamente la culpabilidad de los investigados o imputados,  es un  dato inequívoco de que esto huele muy mal y es por ello  que la sociedad chilena, sin más dilación, sin esperar la acción de tribunales emitió su veredicto de culpabilidad  a la clase política.

Desde lo público, desde lo que la ciudadanía observa, seis partidos tocados, en mayor o menor medida  por los procesos investigados por la justicia, corresponden a  los que dominan hoy el poder legislativo, con una representación de 102 diputados de los 120 diputados y 35 senadores de  38 senadores. Entonces, aunque no fuere generalizado no cabe duda de que  esto es un problema real, de magnitud y que afecta al conjunto de la institucionalidad democrática  exhibiendo el  deterioro de la  práctica política hoy en día.

Los partidos políticos se han visto  complicados en  el modo de abordar y manejar la situación: la casuística y el trato individual ha sido una norma de uso y la tentación de la defensa corporativa ha mostrado su rostro a momentos. La pregunta sobre quienes están involucrados o hasta donde, ronda como incómoda interrogante en varios partidos políticos. Es que la dimensión y profundidad de la herida aún no se conoce.

Como el problema toca la debilidad del andamiaje institucional democrático sería esperable que la vía legislativa y la generación de una  buena norma que regulara el financiamiento de la política y el mejoramiento del  sistema de control vigente hacia un mecanismo transparente y expedito, fuese suficiente para salvar ilesos de la coyuntura. Ese camino se recorre en parte completando el conjunto de las iniciativas de la denominada Agenda de Transparencia – incluido el debut y puesta en marcha eficiente de la recientemente  promulgadas Ley sobre Fortalecimiento y Transparencia de la Democracia y la Ley que fortalece y democratiza los Partidos Políticos.

Sin embargo, me temo que dicha línea de acción por valiosa y eficaz que  llegue a resultar, no será suficiente para superar  la crítica social, la despolitización de ese 70% chilenos y chilenas que no se sienten interpretados, el abstencionismo creciente de la juventud, la falta de representación y la participación política.

Es que esta situación caló más adentro. La codicia  atravesó las fronteras,  se introdujo en los modos de vidas y en las prácticas de algunos miembros de la denominada clase política  y eso es percibido por la ciudadanía. Conocemos casos donde se reemplazó el trabajo loable y comprometido de compañeros, camaradas, correligionarios, militantes, adherentes que voluntariamente respaldaban la tarea de un(a) parlamentario(a) e incluso honestos profesionales de apoyo  que acompañaban las tareas territoriales, por una corte de vasallos, con capacidades críticas bastante reducidas cumpliendo roles de promoción y defensoría en los feudos de sus mandantes, adscribiendo irreductiblemente a alguno de estos señores, más que a ideas o intereses locales o nacionales.

Unos asumen estilos de vidas que solo son posibles de sostener eternizándose en responsabilidades públicas con niveles de ingresos fuera de mercados laborales normales. Otros construyen redes y emprendimientos privados a gran escala a partir de información privilegiada  y están los casos de especialistas y profesionales técnicos de alto vuelo que resuelven inapropiadamente conflictos de interés en el paso de lo público  lo privado.

En fin, una gama de prácticas autoreproductivas que no resultan esperable de quien abraza la causa del bien común  y que claramente denota lo dificultoso que resulta para algunos distinguir entre la dignidad del cargo y la opulencia y el descaro, entre el servirse y el servicio, olvidando u omitiendo que para la acción pública, especialmente en el Estado en cualquiera de sus poderes y niveles, la probidad  constituye un imperativo  y no una opción.

En fin, por la contumacia de algunos episodios, deduzco que esto se reitera porque se confía que el electorado – aunque cada vez más envejecido y disminuido a partir del voto voluntario, volverá a favorecer a más o menos a los mismos, apoyados en profusa publicidad y marketing, en  tristes episodios de descalificación a veces y en pocas ideas otras.

Lo que fuera un signo bastante generalizado y reconocido de la actividad política chilena, en sus modos y medios: su austeridad,  ha cedido espacio a falta a la probidad, a la opacidad y al tráfico de influencias afectando fuertemente la credibilidad ciudadana, la coherencia y adhesiones partidarias. Y como en otras áreas de la realidad también es válido aquí el axioma que “por unos  pagan todos”.

Por otra parte, sabiéndose los políticos con cada vez menor influencia real, aspiran entonces a la administración de un poder disminuido, situado en el campo simbólico, normativo y de control pero en un mundo donde impera la filosofía de la despolitización, de la desregulación hasta el  exceso y el “capital de flotación libre y despolitizado” al decir de Zygmun Bauman. Así se va resolviendo la asimétrica contienda poder político versus poder económico en favor de este último.

La codicia va lentamente condicionando la conducta política de ciertos incumbentes y aquellos que buscan escapar de estas lógicas sufren toda suerte de problemas, desde que son fagocitados en una triste carrera desigual, sucumben en el intento o conviven en la vereda de la marginalidad y del digno testimonio, pero que carece de la eficacia inherente a la acción política.

No es casual encontrarnos  con hechos infames, como los casos Penta y Soquimich, donde se habrían tocado las puertas de personeros de un amplio arco político.  Los intereses de unos pocos se sirven de mejor modo si se denosta y denigra más allá de un político u otro, de un partido u otro, a la política en general y con mayúscula. El apoliticismo es el mejor fertilizante de una sociedad con bajo nivel de control, desinterés por lo colectivo, comunitario o social haciéndose más fecunda la acción individual y debilitando la representación de los intereses especialmente de los más desprotegidos o  menos integrados que constituyen silentes mayorías.

Un estudio de la UC Silva Henríquez – como  muchos otros de igual tenor- mostraba el 2015 que tres de cada cuatro personas cree que existe un alto nivel de corrupción en el país y explícitamente 41 % consideró como un acto corrupto que un político reciba donaciones de empresas más allá de la ley. Ese mismo año  el diario norteamericano New York Time analizando la región y los temas de corrupción y política escribió “por mucho tiempo se pensó que Chile estaba por encima de estas agitaciones, dada su reputación como uno de los países menos corruptos de la región. Pero una serie de escándalos impresionantes han agitado el sistema político, generando dudas sobre un país que ha sido el predilecto de las instituciones financieras internacionales»

Para los que nos reconocemos en la política, en sus filas militantes, los que no renegamos, para los que creemos que la política es una herramienta civilizada para generar cambios sociales, de construcción de poder transformador, es un imperativo atacar causas y no sólo efectos. En eso colaboraría mucho, a fin de reconcursar ante la ciudadanía, el no amparar bajo circunstancia alguna este tipo de prácticas, ponerle coto a la conducta cínica de personeros que en privado reconocen los peligros en que nos encontramos pero que en términos concretos encogen sus hombros ante la realidad. A veces mucho ruido, declaraciones altisonantes y pocas acciones consistentes como correlato son un fuerte empujón al abismo de la apatía. Recordemos a estos efectos la  frase atribuida a Platón, “el precio de desentenderse de la política es ser gobernados por los peores hombres”.

A empujones de filtraciones y demandas sociales inorgánicas, el marco jurídico de la acción política  pareciera haber iniciado las adecuaciones necesarias, pero para todos estos síntomas las practicas internas de los partidos políticos, la autorregulación, la ética pública, el incorporar accountability , la integración horizontal y transversal intencionada de las mujeres a las orgánicas, una mística remozada y adecuada al nuevo siglo pero anclada en una valiosa y a veces dura historia, la formación cívica, la reflexión crítica militante y la democracia transparente son herramientas no reemplazables para abordar  las  desafíos actuales de la política.

A olvidar que el peor enemigo de las organizaciones de representación política y social,  es la obsolescencia. Ser parte de una  minoría con timbre, sede y autoridades  que no influyen en realidad e incapaces de conectarse con su tiempo y con las aspiraciones populares.

No hay marcos jurídicos, individuos iluminados, redes sociales, sitios web o twitter en la era digital, que reemplacen el encuentro humano y el sentirse parte activa de una causa dignificante. Hay miles de jóvenes, mujeres, trabajadores, ciudadanos abrazando nobles causas transformadoras a lo largo del país que la política debiese reflejar, aspirando a mayor justicia social  y esperando tener eco a sus motivaciones. Si los partidos políticos no lo hacen, serán nocivas prácticas para las democracias como el populismo,  el que terminará ocupando el espacio de representación político-social cedido partir de abrir las puertas a la codicia de unos cuantos  y habiendo dejado afuera  sueños colectivos de un país que sigue en el tercer mundo esperando el desarrollo.

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