Lobos y ovejas

Por Daniel Matamala/ Periodista

“En estado de shock” se declaró la defensora de la Niñez, Patricia Muñoz, tras leer el manual del Arzobispado de Santiago para prevenir abusos sexuales. Una palabra (“abuso”) que el documento de nueve páginas jamás menciona, prefiriendo eufemismos como “hechos dolorosos” y “señales equívocas”.

Delitos como tocar los genitales de un niño o besarlo en la boca son descritos como “muestras de afecto” que “deben ser evitadas”.

La Iglesia Católica también instruye no fotografiar a niños desnudos o en la ducha, porque son “conductas que pueden ser malinterpretadas”.

Estas orientaciones entrarán en vigencia el 29 de abril de 2019. Si todo sale bien, entonces, en siete meses más podremos respirar tranquilos: los sacerdotes estarán advertidos contra “expresar afecto y cercanía” tocando los genitales a nuestros niños, y tendrán más cuidado en no fotografiarlos desnudos, porque, ya se sabe, nunca falta el maledicente que pueda malinterpretar un acto como ese.

El arzobispado ya eliminó el manual de su sitio web para “corregir ciertos contenidos”, pero el documento es una muestra más de la laxitud y el estado de negación que aún persisten en la jerarquía sobre por qué la Iglesia Católica se convirtió en el escenario perfecto para la pedofilia.

Partiendo por el celibato. La Comisión Real que investigó la pederastia en Australia recomendó eliminar esa “idea inalcanzable que hace que se viva una doble vida y contribuye a una cultura del secreto y la hipocresía”, haciendo que “se minimice el abuso sexual como un lapsus moral perdonable”.

En Chile, la experta en Iglesia Católica Ana María Yévenes habla de la “infantilización” en que son formados curas y monjas. Se reprime su normal desarrollo sexual, y con esa carga insoportable se les instala en el paraíso de un depredador.

Un ambiente en que tienen acceso íntimo a niños, bajo la confianza o el abandono de sus tutores, en una cultura comprensiva hacia el abuso, con estrictas normas de secreto de obediencia y con una herramienta todopoderosa en sus manos: Dios.

Niños indefensos, desprovistos de conocimientos sobre cómo proteger su cuerpo, por la oposición de la misma iglesia a la educación sexual.

Niños que son adiestrados para ser “ovejas”, un rebaño a ser conducido por su “pastor”, nada menos que el mediador entre ellos y Dios, con la increíble facultad de perdonar los pecados. Como muestran incontables testimonios, este cóctel de ignorancia y sumisión da al abusador un poder incontrarrestable para ejercer terror sicológico, haciendo “pecar” a sus víctimas para luego absolverlas, en una trampa asfixiante de culpa y vergüenza.

Nada de esto es un problema religioso ni moral. No se trata de que entre los sacerdotes haya más buenas o malas personas que en cualquier otro oficio. Es un asunto de diseño institucional. De una organización construida en torno a la jerarquía ciega y la obediencia de “ovejas” hacia “pastores”, que brinda a lobos depredadores un incólume disfraz de pastor.

Sumemos a ello una red de protección aun mayor a la propia Iglesia. Los casos de Cristián Precht y Fernando Karadima, impunes por décadas gracias a sus vínculos con distintos sectores de la élite, son prueba de ello. Si hasta el fiscal nacional Sabas Chahuán recibió en audiencia al empresario Eliodoro Matte para que este intercediera por Karadima.

Treinta años después de las primeras denuncias, el protegido de Matte ha sido expulsado del sacerdocio por Jorge Bergoglio. Fue necesario un dominó improbable de acontecimientos (el crucial, la desastrosa visita del Papa a Chile) para que un depredador sexual en serie pudiera al fin ser despojado de su traje de pastor.

Castidad, poderes divinos, obediencia ciega, jerarquía absoluta. Reglas que no encajan en una sociedad moderna. Como muestra cualquier encuesta, cualquier parroquia y cualquier seminario, la deserción de las “ovejas” es masiva.

Es que el disfraz de pastor cayó, dejando a los lobos al descubierto.

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