Por Mladen Yopo
No basta con solo recuperar los valores democráticos frente a esta nueva barbarie, sino, más aún, elaborar materialmente propuestas sociales y políticas para reinsertar a las capas excluidas o precarizadas: empleos, seguridad profesional, esperanza colectiva. Pero también, y tomando las palabras de Manuel Luis Rodríguez, dejar de considerar a esta derecha extrema un actor político respetable, con el mismo valor y credenciales de los demás actores democráticos del sistema político. Actores como Kast y su Partido Republicano, entre otros, no sostienen los estándares democráticos y, por lo mismo, no hay que lavar su imagen otorgándoles credenciales que no merecen (no tolerar la intolerancia, diría Karl Popper).
Cuando se escucha que el candidato del Partido Republicano, J.A. Kast, sigue diciendo que el “11 de septiembre de 1973, Chile escogió la libertad y el país que tenemos»; que el secretario general de su partido, Antonio Barchiesi, reafirma sus dichos de que “no creía” que Miguel Krassnoff cometió violaciones a los DD.HH., al decir que “los tribunales se pueden equivocar”; que su candidato al Senado, Rojo Edwards, exprese la posibilidad de una amnistía para los condenados de Punta Peuco; o que en su programa de gobierno, “Atrévete Chile”, se consagre un autoritarismo punitivo (militarización de La Araucanía), con restricción y/o retroceso de la libertad y de los derechos ciudadanos, un programa que abandona convenios y organismos internacionales (OIT, Consejo de DD.HH de la ONU), uno que reduce el Estado y el gasto público, y promete la venta de empresas estatales (reafirmando un neoliberalismo puro, con reducción y eliminación de regulaciones), uno que fomenta la participación en una Coordinación Internacional Antiradicales de Izquierda o que recibe el apoyo de una red global homofóbica y antiderechos de la mujer que ayudó a los triunfos de Bolsonaro y Trump, entre las muchas propuestas y discursos controvertidos, es natural que se nos aparezcan los oscuros tiempos de la dictadura, a la vez de ponernos al frente de la paradoja de la tolerancia de Karl Popper (no tolerar la intolerancia).
Sea fascismo, neofascismo, nacional-populismo o populismo autoritario, no es un hecho exclusivo de Chile y más bien reafirma una tendencia mundial, donde las sociedades contemporáneas han visto en las últimas décadas al auge de una derecha extrema (nacional-populista-autoritaria) distinta al conservadurismo tradicional, un espacio/corriente política que cuestiona el orden democrático y los valores heredados de la Ilustración y la Revolución Francesa.
Así, por ejemplo, constatamos que los miembros del movimiento antivacunas italiano (en la misma línea de Bolsonaro, hoy acusado de genocidio y ecocidio), acompañados social e ideológicamente por los partidos de ultraderecha (Forza Nuova, La Liga, Hermanos de Italia, etc.), volvieron a tomarse el centro de Roma para protestar contra la obligación de disponer del certificado de vacunación para poder desplazarse y realizar actividades públicas en medio de una pandemia “indómita”. Esta vez, sin embargo, miles de participantes se acercaron violentamente al Palacio Chigi (sede del gobierno de Italia) y a la sede de CGIL, el principal sindicato del país. Este hecho, que despertó en Italia la condena institucional y de la mayoría de la ciudadanía (se pidió la ilegalización de movimientos que asumen esa ideología, contemplada en la Constitución), no fue muy distinto en organización militar y violencia a la situación vivida en el Capitolio/Washington, el 6 de enero de este año, con el asalto de las fuerzas “trumpistas”. El secretario general del sindicato atacado (CGIL), Maurizio Landini, dijo que “es un ataque a la democracia… Que nadie piense que Italia volverá a los años de fascismo”.
Con cierta frecuencia se tiende a habla de “neofascistas” para caracterizar a este tipo de formaciones políticas (como la Liga de Matteo Salvini o de Kast y su Partido Republicano), porque contienen en su praxis (pero con una envoltura democrática) ingredientes pertenecientes a la esencia fascista tradicional: es decir, aquella que planteaba la vigencia de un Estado totalitario regido por la falta total de libertades individuales, políticas, de organización y pensamiento, pero también de un sistema en el que la democracia,tal como se ejerce desde la Revolución Francesa, queda subsumida bajo mecanismos de representatividad solo afines a la corporación gobernante.
Sami Nair explica este fenómeno, en el caso europeo, diciendo que la UE se construyó sobre una identidad incierta al experimentar “una tensión conflictiva” en los cimientos originales porque, aunque asentados en la democracia, están basados en intereses económicos sin un anclaje de pertenencia política común. Señala que esta tensión se reabrió con la crisis de 2008, la que puso “en evidencia tanto el déficit democrático respecto a la gobernabilidad del conjunto europeo como a la desagregación social sufrida por capas enteras de las sociedades”. Tras la superación de la crisis, que Nair llama “austericida”, el terreno social se hizo más favorable para el desarrollo de movimientos nacionalistas de ultraderecha que se oponen al proceso de integración europeo en nombre de identidades étnicas, políticas, culturales y confesionales, apelando a la defensa de la “nación asediada” y teniendo como bandera la exclusión xenófoba en su doble dimensión racista/clasista de ciudadanos del tercer y cuarto mundos.
Al fragor de esta ola radical conservadora mundial que han sufrido incluso países altamente democráticos como Nueva Zelanda (Jacinda Ardern tuvo que abandonar una conferencia de prensa tras ser interrumpida por activista antivacuna) y con el afán de mantener su liderazgo histórico, incluso los partidos de la derecha tradicional se han empezado someter a la retórica nacionalista y al uso demagógico (criminalizador) de la figura del inmigrante, el nuevo chivo expiatorio. Ahí está, por ejemplo, el Partido Republicano de EE.UU., que en su mayoría se va al trumpismo. Nair señala que “en Europa del Este, este auge nacionalista es aún más virulento: junto al resentimiento contra el viejo enemigo ruso, se añade la sospecha de avasallamiento por parte de los países occidentales, considerados por la derecha extrema como nuevos opresores. Aunque los países del Este estén lejos de constituir un ente común y engloben también a fuerzas democráticas pro-europeas, la nota dominante la marcan las fuerzas reaccionarias que no quieren renunciar a los recursos económico-financieros europeos, pero pretenden defender otra idea de Europa, esa blanca y cristiana”.
En esta perspectiva, es claro que la extrema derecha relaciona los efectos disgregadores de la austeridad, la construcción europea y los extranjeros, generando una crisis de confianza en el sistema europeo. En este doble carácter, dice Samir Nair, aparentemente contradictorio, de anti/pro-europeo, se configura la nueva identidad del fascismo en las dos Europas. Anti, al rechazar con virulencia todo reparto de soberanía para profundizar la integración intereuropea y finalmente dotar a sus instituciones de potencia política; pro europeo, porque sueña construir una Europa en la que la etnia, la raza, la religión, sean criterios de discriminación entre los ciudadanos y en el resto del mundo. En el Parlamento europeo, la alianza entre los movimientos neofascistas reposa sobre este último vínculo segregador (es la Coordinación Internacional Antiradicales de Izquierda de Kast o de Trump y Bolsonaro).
No olvidemos el caso de “Open Arms” de 2019, donde Matteo Salvini, como Primer Ministro, se negó por más de 20 días a que unos 150 inmigrantes africanos pisaran suelo italiano al ser rescatados por la ONG española: Salvini tiempo después dijo que “yo haría lo mismo si volviese atrás. Sostengo que respeté la ley, salvé vidas y respeté los DD.HH.” (hoy está juzgado por delito de secuestro). No es casualidad que medidas de fuerza como “Open Arms”, el Muro de Trump o la zanja de Kast, retrotraigan el análisis para tratar temas complejos al fascismo tradicional de los años treinta, ese de carácter totalitario y nacionalista, fundado por Benito Mussolini después de la Primera Guerra, ese donde el conjunto de ideologías y prácticas buscaba colocar a la nación –definida en términos exclusivos biológicos, culturales y/o históricos– por encima de todas las demás fuentes de lealtad/valor, y tener una comunidad nacional movilizada en pro de ello, pero claro que hoy adaptado a la actualidad política y económica. Al final, es esa cara que Roger Griffin afirma que “es un género de la ideología política cuya esencia mística, en sus diversas variantes, es una forma palingenésica de ultranacionalismo populista”.
Manuel Luis Rodríguez expresa que “los admiradores de Hitler de los años 30 y 40 del siglo pasado, se sumergieron derrotados después de 1945 y aparecieron en las escuelas militares y en los bordes lumpen de la sociedad. En los años 30, los camisas pardas desfilaban por las calles de Santiago y muy pocos se alarmaban, salvo los militantes socialistas y comunistas que sabían las atrocidades de los campos de concentración en Europa”. Enrique Riobó y Marcelo Sánchez expresan, por otro lado, que “es posible establecer que el nazismo ha sido recibido de diversas maneras dentro de Chile, y en la mayoría de los casos estos vínculos implican la promoción de ideas eugénicas, racistas, autoritarias y deshumanizadoras de uno o más grupos humanos… De ahí también que los intentos que se han desplegado, en los últimos días y semanas, por blanquear a algunos de los jerarcas y participantes de dicho régimen sean tan inquietantes» (léase semblanzas de El Mercurio a Hermann Göring y, antes, de los Krassnoff). Finalizan expresando que “la cuestión fundamental no parece ya estar necesariamente en el pasado, clausurada en su rol de reliquia de museo, sino más bien en las formas que puede tomar el futuro, como advirtió el ensayista Carl Amery, al preguntar si Hitler no podría ser visto también como un precursor del siglo XXI, y que dicha conciencia debe ponernos en alerta”.
En esta línea, la taxonomía del politólogo holandés Cas Mudde señala que el neofascismo ha tenido una serie de “oleadas” para llegar a la fisonomía de hoy. Nace al final de la II Guerra (primera ola de la ultraderecha 1945-1955), y se caracterizó por la existencia de pequeños grupos que se mantuvieron en la derrota leales a la causa fascista desde la marginalidad social. La segunda ola (1955-1980) impuso un populismo de derecha cuya principal línea fue el poujadismo (Pierre Poujade) y su tendencia corporativista/reaccionaria desde la marginalidad de la escena política occidental. En una tercera ola (1980-2000), los partidos europeos de la derecha radical populistas entraron en los parlamentos con un crecimiento aún limitado y, por lo mismo, continuaron relegados en los márgenes del sistema. Pero ya durante la cuarta ola (2000 a la fecha), estos partidos radicales populistas de derecha dejaron de ser marginales y asumieron el triple concepto de Mudde (nativismo, autoritarismo y populismo), por lo que el resto de partidos del arco político, desde comunistas a conservadores, se han visto obligados a redefinir sus programas y estrategias para hacer frente al enorme desafío que estos representan para la democracia y la libertad (siguiendo el modelo trumpista, Kast ya ha empezado a hablar de fraude).
El “eterno retorno”
Manuel Buñuel, sin embargo, dice que las diferencias entre esta extrema derecha de hoy y el fascismo son más amplias de lo que la estética pudiera mostrarnos. Agrega que “la mística cultural de la extrema derecha o de la derecha autoritaria es la religión frente al vitalismo o irracionalismo fascista, que se alejaba de las concepciones religiosas sobre el ser humano. De ahí que las respuestas teóricas que han dado por lo general los teóricos derechistas sean reaccionarias o tradicionalistas frente a la respuesta revolucionaria del fascismo (no en términos marxistas) que propugna una ideología que es una religión laica”. Por lo mismo, señala que es un error tal simplificación (el de tratar a la derecha extrema de hoy como fascista o neofascista), porque evita comprender la verdadera novedad de estos fenómenos y del peligro que entrañan, cual es “que la democracia puede convertirse en una forma de represión con el consentimiento popular… cuando una mayoría de la población (votante) elige democráticamente a líderes nacionalistas, racistas, antisemitas”, llenos de homofobias y otras intoxicaciones de sociedad actual.
Claro que Buñuel tiene una versión purista, pero se olvida de que Hitler participó en el sistema electoral, sacando más de 13 millones de votos en segunda vuelta de las elecciones de 1932, lo que lo impulso en su ascenso a canciller, o que los regímenes fascistas de Italia, Alemania y España entraron en una relación cooperativa con la religión, una relación enmarcada en una dinámica de conveniencia política en rechazo a una visión secular de la política y la sociedad. Más allá de las particularidades de estos radicalismos en términos geográficos o de las necesarias discusiones teóricas, Stuart Hall llamó a este fenómeno, a las “nuevas caras de la extrema derecha” (y sus liderazgos), como “populismo autoritario”, para caracterizar a los Bolsonaro, Trump, Vox, Le Pen, J.A. Kast, Matteo Salvini, Javier Milei, el Partido Nacional Democrático Alemán (NPD), Amanecer Dorado en Grecia o Jobbik en Hungría, entre otros.
Lo notable del enfoque de Hall fue su capacidad de retener simultáneamente lo nuevo y lo viejo, las continuidades de los fascismos clásicos con las innovaciones o rupturas de este fenómeno (“posfascismo”, de acuerdo a Enzo Traverso). Aquí hay algo de la teoría del ciclo histórico de Giambattista Vico, reformulada en el espiral de la dialéctica histórica en Carlos Marx (no siempre como farsa o tragedia) y marxistas británicos, y posteriormente en Friedrich Nietzsche bajo el nombre de “eterno retorno, y que serviría para ejemplificar las similitudes que se pueden encontrar entre épocas históricas. Según estas corrientes de pensamiento, la historia es cíclica y todos los períodos y acontecimientos tienden a repetirse, con sus particularidades pero también con muchas similitudes. Es decir, sin perjuicio de sus diferencias culturales, nacionales y políticas, ciertas características históricas se encuentran, mutatis mutandis, en todos los movimientos de extrema derecha actuales.
Hall usó el concepto de “populismos autoritarios” para caracterizar la coyuntura de fines de los 70 que no es muy distinta a la hoy, cuando la crisis condujo a los polos de izquierda y derecha a sobrepasar un punto muerto, ese momento de equilibrio inestable y de crisis de hegemonías, donde las fuerzas políticas se reagrupan: por un lado, quienes están a favor de profundizar la vida democrática y expandir la lucha popular-democrática (como el momento constituyente que vive Chile) y, por otro, una clase dominante que enfrenta la tarea de preservar la integridad de un Estado conservador como clase aseguradora del sistema y de las estructuras de poder.
Esta coyuntura transformadora les exige a las derechas una estrategia de renovación y de reagrupación para producir un nuevo equilibrio/restauración en el campo estratégico de la democracia y, por lo mismo, perseguirían una política de democracia populista acompañada de un autoritarismo solapado (pero creciente), con un consenso popular pasivo (en nombre del pueblo, la gente, la fe pública, la patria o lo que sea, pero sin ellos). Es el escenario, entonces, el que ha impuesto una innovación en el tipo de régimen perseguido por estos movimientos.
Nair dice que “este es un neofascismo integral”, cuya estructura ideológica no ha variado significativamente al desplazar al enemigo del judío y comunista al inmigrante y a los reformadores inclusivos (movimientos sociales, feministas, ecologistas, animalistas, diversidad de género, etc.), sosteniendo una concepción pura de la nación (biológica, cultural o histórica) explícita o latente y un rechazo visceral al mestizaje y/o a la evolución de los usos culturales (de ahí su homofobia y antifeminismo). En el terreno político, consideran el “pueblo” una entidad orgánica, homogénea y opuesta a la división en clases sociales (uno que pierde su identidad racional ante el delirio multitudinario) y opuesto a las élites, englobando en esta última categoría a los políticos y a todo aquello que suene a saber “experto” (no al capital). Un pueblo que deslegitima la representación política (“todos los políticos están podridos”), mientras obedece ciegamente a líderes demagógicos omnipotentes (el líder resuelve todos los problemas, y si no lo hace, es culpa de otros). En sus programas confluyen vertientes del Estado social autoritario con una suerte de “corporativismo” pequeño-burgués para atraer a las capas más pobres en el marco de un capitalismo de mercado.
Entre los líderes de partidos fascistas o nacional-populistas, exterroristas y representantes del mundo antivacunas, se ha generado una alianza, un cóctel social y político explosivo, un punto de inflexión en la relación del Estado con estos grupos. Los partidos neofascistas, como Forza Nuova o CasaPound (se autodenominan fascistas del tercer milenio), han encontrado en los ambientes negacionistas y antivacunas el músculo (inserción) social del que carecían en los últimos tiempos (hasta la cuarta Ola de Mudde), a pesar de haber logrado representación en varias alcaldías italianas: Rachele Mussolini, la nieta del dictador y miembro de Hermanos de Italia, por ejemplo, ha sido la candidata más votada en las últimas elecciones en Roma.
El Ejecutivo italiano, por primera vez, se ha planteado la ilegalización de formaciones de este tipo a través de un decreto (ya se uso vía sentencia judicial para dos partidos de este tipo: Ordine Nuovo y Avanguardia nazionale) recurriendo a la ley Scelba de 1952 y que se remite a la disposición 12 de la Constitución, que prohíbe la reconstrucción del Partido Fascista. Esta se puede aplicar cuando una formación persigue finalidades antidemocráticas propias del partido fascista, “usando o amenazando con violencia como método político, o realiza manifestaciones exteriores de carácter fascista”. Desde ya la Fiscalía de Roma ordenó a la policía el bloqueo de la web de Forza Nuova, pero en el Parlamento no hay consenso para mayores medidas de fuerza por el bloqueo de la derecha (la Liga, Hermanos de Italia y Forza Italia) en este régimen parlamentario y con un Primer Ministro de estabilidad relativa.
En esta dirección, y como lo plantea Omar García, el neofascismo no es un fenómeno estático y se manifiesta en diversas etapas: como escuela de pensamiento, movimientos sociales, partidos políticos y regímenes políticos. Sin una ideología propia, el fascismo en el período entreguerras fue un fenómeno pragmático que evolucionó según sus circunstancias, por tal motivo el neofascismo debe abordarse bajo esta misma dinámica, es decir, desde sus orígenes como movimiento hasta su última manifestación como régimen. Es claro que el neofascismo esta presente como una opción política en el mercado electoral (los Trump, Bolsonaro o Kast) y su presencia en los parlamentos ha crecido en los últimos años, como lo atestigua el caso griego de Amanecer Dorado.
Por lo mismo y frente a esta gravísima situación, es imprescindible que las fuerzas democráticas tomen las riendas desde la raíz, integral y ampliamente (mundialmente hablando). Asumiendo las palabras de Nair, generar “una respuesta coordinada y política. No basta con solo recuperar los valores democráticos frente a esta nueva barbarie, sino, más aún, elaborar materialmente propuestas sociales y políticas para reinsertar a las capas excluidas o precarizadas: empleos, seguridad profesional, esperanza colectiva. Pero también, y tomando las palabras de Manuel Luis Rodríguez, dejar de considerar a esta derecha extrema un actor político respetable, con el mismo valor y credenciales de los demás actores democráticos del sistema político. Actores como Kast y su Partido Republicano, entre otros, no sostienen los estándares democráticos y, por lo mismo, no hay que lavar su imagen otorgándoles credenciales que no merecen (no tolerar la intolerancia, diría Karl Popper).
Fuente: El Mostrador