Por Mónica Maureira, periodista y Paula Sáez, psicóloga
Una mirada rasante de lo golpeado que ha estado el país en estos días revela una realidad aparentemente inmutable: en Chile las mujeres siguen siendo de segunda clase. Ya es usual que para cada catástrofe las voces expertas y algunas autoridades salpiquen de críticas a un sistema nacional de emergencia que se califica como desactualizado. La magnitud de la tragedia enceguece y la acción de diversos actores políticos, incluyendo los medios de comunicación, hacen de la imprecisión, a veces negligente, una presa fácil.
Qué se sabe de la situación de las mujeres en cada albergue instalado post lluvias y aludes en el norte de Chile; qué se supo de ellas después de cada terremoto, de sus condiciones de vida, de la ausencia o precariedad de sus viviendas, del impacto del hacinamiento, sin acceso a agua, bienes básicos y servicios higiénicos. Poco o nada. Porque las informaciones que se publican, los análisis que se hacen y las acciones públicas que se erigen en el desastre no tienen sexo ni género.
Tras el tsunami del sudeste asiático de diciembre de 2004, que mató a más de 220 mil personas, murieron cuatro veces más mujeres que hombres tras el maremoto que afectó a Indonesia, Sri Lanka e India. Murieron porque estaban en sus casas en tareas domésticas, murieron porque privilegiaron rescatar a sus hijos e hijas, murieron porque no sabían nadar, murieron porque fracasaron en el arte de trepar árboles, murieron presas de los estereotipos de género. Las sobrevivientes siguieron discriminadas en los albergues, donde la violencia en su contra se tradujo en malos tratos y abusos sexuales (Oxfam, 2004).
La descripción de una catástrofe se agudiza cuando se lee desde las diferencias entre los sexos y el género, cuando ellas se plasman en condiciones de precariedad, pobreza y aislamiento. La cobertura de las lluvias y aludes en el norte ya cumplen una semana. Poco pueden hacer los medios y las autoridades para mitigar el drama, porque la tragedia está ahí, impertérrita. Pero la noche del viernes 27 de marzo, algo pasó: una nota emitida en el informativo central de TVN informó sobre cómo la localidad de San Antonio quedó sepultada bajo el lodo. A medida que avanzó el informe, un trabajador denunció en cámara la desaparición de un container con mujeres que “trabajaban” en la “empresa”; todas aparentemente “encerradas” en el contendor.
“Hay más mujeres desaparecidas que hombres” dijo el trabajador, desesperado. La información no entró en detalles del nombre de la empresa ni de su propiedad, no reparó en la gravedad de las condiciones de trabajo, “de esclavitud”, que habrían condenado a un número indeterminado de mujeres a la muerte. En las redes sociales se instaló una suerte de horror ante la falta de mayores antecedentes y rigor informativo. “Hay más mujeres desaparecidas que hombres” resuena. Es muy probable que así sea.
Esta “noticia” rememora inevitablemente el 25 de marzo de 1911, cuando más de 140 mujeres murieron encerradas en la fábrica de camisas Triangle Shirtwaist (Nueva York) producto del incendio que se generó por las condiciones inhumanas en las que trabajaban. Hoy la incertidumbre se instala y no se sabe dónde están las mujeres “del container” o de los “módulos habitados como dormitorios”. Lo único que asoma con cierta claridad son las denuncias sobre malas condiciones de trabajo, agravadas por un entorno que ha naturalizado la ausencia de derechos a costa de la dignidad de las mujeres.
Vía Twitter se identificó a Frutícola Atacama como responsable del “encierro”, sus representantes han negado la versión de los trabajadores, planteando que las mujeres no habrían estado encerradas en el “módulo”. El candado habría sido instalado en una reja que separa las dependencias e instalaciones entre hombres y mujeres, dijo Horacio Parra gerente de la empresa. Separación que, en palabras de una de las trabajadoras entrevistadas, era “por seguridad, por si algún compañero curado se quería sobrepasar”. Una suerte de cinturón de castidad propio de la modernidad.
Dejar bajo llave a las mujeres para proteger la integridad de sus vidas y cuerpos es algo que debe escandalizar a la opinión pública y a la ciudadanía. No debería haber duda. Porque se supone que en la actualidad hay múltiples estrategias y alternativas para proteger a las mujeres del abuso sexual y mecanismos para hacer cumplir la ley en el caso contrario. “Encerrar con llave” es una medida que va en contra de toda lógica de seguridad. De esto se trata cuando se hace referencia a estar condenada por los siglos, los signos y los estereotipos de género, y por su naturalización aferrada a la discriminación, subordinación y la violencia que no da tregua.
La denuncia de la desaparición de mujeres del “módulo dormitorio” aún se está investigando. Pero aparentemente no habría duda sobre las condiciones laborales precarias, la condición de pobreza de esas trabajadoras y la omisión de una mirada de género en esta tragedia. No se puede obviar que son las mujeres, generalmente en condiciones de vulnerabilidad, las que suelen acceder a estos trabajos poco dignos, en contextos donde no se reconocen sus derechos. No sólo los laborales.
Este “caso” debe ser investigado y juzgado según corresponda. También debe permitir reditar una antigua y permanente discusión sobre los derechos de las mujeres, exigir ser más conscientes de las condiciones todavía inhumanas en las que viven muchos chilenos y chilenas, que los condena a ser las víctimas más expuestas a cualquier catástrofe. Con mayor fuerza obliga a los actores políticos y medios de comunicación a incluir –de una vez por todas- una mirada de género en sus informaciones y análisis porque siempre puede ser cierto que existan “más mujeres desaparecidas que hombres”.
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