Augusto Pinochet construyó una carrera basada en una extrema obsecuencia con cualquiera que tuviera poder.
Así lo hizo con los mismos “señores políticos”, especialmente de izquierda, a los que luego demonizaría. Así se comportó con el Presidente Allende. Y con su superior, el general Carlos Prats. Cuando Prats asumió como ministro de Interior de Allende, Pinochet le regaló una banda presidencial.
De servil pasó a traidor. Apenas se tomó el poder, fue especialmente cruel contra aquellos que habían confiado en él, como queriendo borrar las huellas de su servilismo. A su mentor, Carlos Prats, lo mandó a asesinar, junto a su esposa, Sofía Cuthbert.
“Estadista” llamó a Pinochet esta semana el consejero electo Luis Silva.
¿Estadista? No. Traidor.
Militares y sacerdotes. Estudiantes y campesinos. Artistas y diplomáticos. La lista de ejecutados por la dictadura de Pinochet se lee como un compendio del horror extendido sobre la sociedad chilena, con el Estado convertido en una máquina de represión y muerte, al servicio del ansia de poder de un solo hombre.
Silva pidió no “simplificar o reducir” su gobierno a las violaciones a los derechos humanos, sino “hacer una lectura más ponderada”, para tener una “compresión equilibrada de nuestra historia”.
Lo que hace Silva no es negacionismo, sino algo más sibilino: relativismo.
“Pondera”. “Equilibra”. Construye una balanza donde pone, en un platillo, los hombres torturados, las mujeres violadas, las embarazadas asesinadas, los cuerpos enterrados en secreto y desenterrados para lanzarlos al mar, la represión y la pérdida de libertades básicas.
Y en el otro platillo, la gestión de un gobierno.
Silva proclama que su modelo es Jesús, y que hace política desde la definición de “cristiano” y “pro-vida”. Pero su visión “equilibrada” es el más abyecto relativismo moral, que rebaja las vidas y el sufrimiento humano a ser apenas instrumentos; un factor más de la ecuación, un costo lamentable, pero que a lo mejor puede valer la pena si el otro platillo de la balanza está suficientemente cargado. ¿Cuántas torturas se pagan con una carretera? ¿Cuántos cuerpos desaparecidos se compensan con un millón de dólares en inversión?
¿Estadista? No. Asesino.
Pinochet se presentó como un luchador contra el terrorismo, pero fue el peor terrorista de la historia de Chile. Usando el terrorismo de Estado para expandir el pavor, su dictadura torturó a 28.459 chilenos, ejecutó a 2.125 e hizo desaparecer a otros 1.102.
Fue, además, un terrorista internacional. El puño de la DINA no sólo atacó en Buenos Aires, asesinando al general Carlos Prats y su esposa. También se expandió a Roma, atentando contra el exministro Bernardo Leighton y su esposa, Ana Fresno. Y a Washington, ultimando al excanciller Orlando Letelier y su secretaria, Ronni Moffitt.
Silva confesó “un dejo de admiración” por este terrorista. Para un demócrata, en cambio, convertir al Estado en una máquina criminal no es un factor más en la balanza. Es una zanja moral infranqueable.
¿Estadista? No. Terrorista.
La justicia acreditó, en el Caso Riggs, que Pinochet lideró por años una trama para desviar dinero público hacia su patrimonio personal.
En la “balanza”, algunos quieren equilibrar la corrupción con un supuesto milagro económico. Ello no solo es inmoral, sino también falso. Las cifras prueban que la dictadura fue económicamente mediocre y socialmente desastrosa.
Durante la dictadura, la economía creció 2,9% anual, menos que en los gobiernos de Alessandri y Frei Montalva, y mucho menos que en la época del verdadero “milagro”, el 7,1% de crecimiento promedio que se dio entre 1990 y 1998. La dictadura tuvo una inflación anual desatada (79,9% de promedio) y un desempleo de 13,3% (18,0% si se descuentan el PEM y el POJH).
El costo social fue monstruoso. El gasto público en educación cayó del 3,8% al 2,5% del PIB, y la inversión en salud descendió a apenas 2% del PIB. Se disparó la desigualdad, y la dictadura entregó a Chile con 68% de pobreza.
No, no fue un “hombre de Estado”. Fue un dictador corrupto que se enriqueció mientras la mayoría de los chilenos vivían en la miseria, y que ocultó el dinero robado, bajo alias como “Daniel López”, en 125 cuentas bancarias. El botín personal de su saqueo se ha estimado en más de 17 millones de dólares.
¿Estadista? No. Ladrón.
Ajeno a cualquier concepto de responsabilidad del mando o de honor militar, Pinochet cargó todas las culpas sobre sus subordinados.
No tuvo ninguna dignidad. Simuló estar enfermo y, literalmente, se hizo el loco: fingió demencia para zafar de la justicia. Él mismo resumió su legado histórico al ser interrogado por el ministro Víctor Montiglio. “No tuve idea”. “No entiendo la pregunta”. “No me acuerdo”. “Estoy perdido, porque no entiendo nada”. “No sé si sería así”.
“Dios hace las cosas”, filosofó. Y cerró con su joya, la frase que describe de cuerpo entero su moral: “No me acuerdo, pero no es cierto. No es cierto, y si fue cierto, no me acuerdo”.
Así murió. Como vivió, sin jamás tener la decencia de asumir la responsabilidad por sus actos. Culpando siempre a otros por sus crímenes.
¿Estadista? No. Cobarde.
Recordar esto no es un asunto del pasado. Es un tema más actual que nunca. Porque define a un demócrata: aquel que tiene fronteras básicas que se compromete a jamás traspasar.
La traición, el asesinato, el terrorismo, el robo y la cobardía no son pesos en una balanza. Son principios intransables. Ayer, hoy, mañana y siempre.
Fuente: La Tercera