Pobres avances, claros retrocesos y enormes riesgos consideran los autores de esta columna para CIPER que incluye la propuesta de nueva Constitución en lo referente a educación básica y superior, la cual consideran alejada de las necesidades del siglo XXI: «En realidad, es posible afirmar que la principal motivación de quienes escribieron esta propuesta fue construir una noción expansiva y sesgada de la libertad de enseñanza».
La propuesta constitucional que se someterá a plebiscito ciudadano el 17 de diciembre considera dos artículos sobre educación: uno sobre el derecho a la educación y otro referido a la libertad de enseñanza (núm. 23 y 24 del texto, respectivamente). A continuación explicamos por qué creemos que el Consejo a cargo de la redacción del texto perdió la oportunidad de avanzar hacia una educación para el siglo XXI, y de qué modo sus definiciones representan un retroceso y un enorme riesgo para la educación en nuestro país [1].
1. NO AVANZAMOS HACIA EL ESTADO SOCIAL DE DERECHO EN EDUCACIÓN
La razón por la que en Chile se inició y persistió en el proceso de cambio constitucional fue mejorar la garantía y promoción de los derechos sociales. En educación, esa esperanza no se concretó. Las sociedades más desarrolladas han comprendido que en educación se juegan asuntos esenciales para la vida en común, la justicia, la competitividad y la integración social; por esto, se reconoce la existencia de un enorme «interés público» en ella, que se expresa en amplios compromisos y atribuciones para el estado y sus instituciones. Pero no es esto lo que inspira la propuesta constitucional.
En lo fundamental, la norma propuesta no avanza en asuntos relevantes, ampliamente discutidos durante todo el proceso constituyente. Así, la definición de los fines y principios de la educación es muy pobre y no está acorde a los avances del siglo XXI. El derecho a la educación es definido igual que en la actualidad, sin incluir asuntos clave como la educación a lo largo de la vida, la educación terciaria ni la educación no formal, solo por nombrar algunos. La norma tampoco consagra principios que permitan orientar la educación, tales como la justicia y la no discriminación, fundamentales para garantizar un verdadero derecho social.
El principal avance de esta propuesta es reconocer el deber del Estado en proveer educación pública y financiar sus establecimientos de todos los niveles, aunque —incomprensiblemente— en educación Superior esto queda solo como una posibilidad (no una obligación), y este reconocimiento de la educación pública queda debilitado con varias normas que refuerzan en cambio la noción de un estado claramente subsidiario, conformando un híbrido más o menos equivalente a la situación actual. Por ejemplo, se lleva a nivel constitucional el financiamiento vía voucher para la educación Básica y Media —lo que es típico de los sistemas de mercado y privatización educacional—, y se limitan los fines de política pública de dicho financiamiento, señalando que éste no debe «condicionar la libertad de enseñanza» (cuestión que puede colisionar con el avance de la normativa en nuestro país que obliga a usar los recursos entregados por el Estado de forma regulada para contribuir a fines públicos).
Finalmente, en términos institucionales, esta norma debilita la acción del Estado en educación y, en general, la conformación de un «sistema educacional» coherente, que englobe la diversidad de instituciones educativas reconociendo el inmenso interés común presente en el campo educacional. En concreto, la norma no configura un sistema educacional que integre instituciones públicas y privadas, ni que articule los diferentes niveles educativos. En cambio, repite la fórmula actual para el reconocimiento oficial de las instituciones y requisitos mínimos para los diferentes niveles, restringiendo estos últimos solo a «conocimientos esenciales», demostrando así una visión minimalista —y, hay que decirlo, bastante atrasada— de la Educación. Además, como explicamos en la sección siguiente, debilita la política educacional, generando una inédita desregulación del currículum (lo que esperamos que los niños y jóvenes aprendan), sin tampoco avanzar en el mejoramiento de los requisitos a las instituciones para recibir financiamiento público (como no tener fines de lucro, ser gratuitas y no ser discriminatorias en la admisión).
2. HIPERTROFIA DE LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA (RETROCESO AL SIGLO XVIII)
Mientras la propuesta constitucional se queda corta en garantizar un derecho a la Educación a la altura del siglo XXI, desarrolla hasta la exageración retórica la noción de libertad de enseñanza. Un botón de muestra: el texto repite ¡cuatro veces! que «los padres pueden elegir la educación de sus hijos», cuestión que por lo demás existe históricamente en nuestro país y está consagrada en la Constitución vigente. En realidad, es posible afirmar que la principal motivación de quienes escribieron esta propuesta fue construir una noción expansiva y sesgada de la libertad de enseñanza.
Ideológicamente, el texto constitucional expresa una versión comunitarista e incluso doméstica de la libertad de enseñanza, reforzando la idea de que la educación de las nuevas generaciones es un asunto privado, de las familias, no de interés común de la sociedad. El «derecho preferente» de los padres de educar a los hijos se expande desde el hogar y la comunidad religiosa hacia la escuela y las instituciones educativas. Por ejemplo, se enfatiza que las familias tienen derecho a «instituir proyectos educativos», y que la libertad de enseñanza existe para que las familias puedan educar a sus hijos conforme a sus convicciones; incluso, se afirma que son éstas, las familias, las que determinarán preferentemente el interés superior de los niños, desconociendo que la mayor cantidad de violencia y abusos hacia los niños sucede precisamente en los hogares.
De hecho, cuando se establece el deber de educar a los hijos, la primera mención es a «educarles por sí mismos», y solo secundariamente en un establecimiento educacional. Esta inspiración «doméstica» de la libertad de enseñanza se comprende mejor cuando se recuerda que la primera norma que los representantes del Partido Republicano propusieron obligaba al Estado a financiar la educación de los niños en las casas, y que su líder, José Antonio Kast, ha enfatizado reiteradamente el avance que significa que las familias puedan educar directamente a sus hijos.
Resulta difícil comprender qué diagnóstico de la Educación tienen quienes ponen tanto énfasis en estas ideas que debilitan la educación institucional y la retrotraen al hogar. Por cierto, lo que las familias chilenas quieren y los niños necesitan son buenos jardines, buenas escuelas y buenos liceos; no educarse en la casa. Después del sufrimiento de la pandemia, pretender reemplazar la escuela por la casa parece un mal chiste.
En términos institucionales, la propuesta constitucional refuerza la privatización educacional, al obligar al Estado a financiar a instituciones privadas y, al mismo tiempo, limitar sus regulaciones. El caso extremo de esta propuesta —perturbadora, por su inusitado detallismo— es que se limita al Estado a normar solo la mitad del currículum y de las horas de la jornada escolar, dejando plena libertad a los proveedores privados para definir la otra mitad de lo que se enseñará en las salas de clase. Esto, además de ser francamente impropio al convertir un texto constitucional casi en un decreto curricular del Mineduc, de aprobarse generará una fuerte incertidumbre en el sistema escolar fruto de una «innovación» que nadie sabe cómo se aplicará. Por cierto, y aunque no lo dice explícitamente, la lectura integral del texto sugiere que esa mitad de currículum «privatizado» tendrá que ser igualmente financiada por el Estado.
3. SE ABREN LAS COMPUERTAS PARA LA DISCRIMINACIÓN DE NIÑOS Y FAMILIAS
Un último aspecto especialmente preocupante de la propuesta constitucional, y que es consecuencia del modo sesgado en que esta comprende la «libertad de enseñanza», es el hecho de que reabre el riesgo de permitir —e, incluso, legitimar— las prácticas de discriminación contra niños, jóvenes y familias que dolorosa y masivamente se han visto en Chile, y que con tanta dificultad se han ido regulando, prohibiendo y fiscalizando. Esto ocurre porque en la norma sobre libertad de «pensamiento, conciencia y religión» (art. 13 de la propuesta) se establece como derecho la objeción de conciencia, que puede ser invocada por personas jurídicas, incluyendo instituciones educacionales, para, por ejemplo, negarse a cumplir una norma de admisión para niños cuyos padres profesen una religión que no sea la preferida por el dueño de un establecimiento.
Esta superioridad de las instituciones por sobre los niños y sus familias es luego reforzada al señalar que «los proyectos educativos y las comunidades educativas» tienen derecho a «conservar su integridad e identidad», y que, tal como antes se señaló, incluso cuando reciben recursos públicos podrían apelar a su «libertad de enseñanza» para negarse a cumplir normas que busquen la inclusión y la no discriminación; por ejemplo, de niños con necesidades educativas especiales, dificultades escolares, hijos de padres separados, hijos de madres solteras, o que puedan ser excluidos debido a su orientación sexual o sus creencias religiosas. Como cualquiera que conozca someramente la realidad educacional chilena sabe, ninguno de estos ejemplos es meramente retórico: se trata de prácticas excluyentes que en el pasado reciente han sido masivas y persistentes en el tiempo, y que han sido defendidas como legítimas precisamente apelando a la autonomía de los proveedores privados y a su interés por conservar la integridad de «su» proyecto educativo, aun a costa de discriminar a las familias que lo eligieron. Es decir, superponiendo la libertad de enseñanza del propietario de un establecimiento por sobre la libertad de enseñanza de las familias y el derecho de los niños, niñas y jóvenes a no ser discriminados.
En definitiva. La propuesta constitucional expresa en su dimensión educacional una visión de mundo muy parcial, que está lejos de las buenas experiencias internacionales y que, sobre todo, está lejos de lo que el sistema educacional chileno necesita: mejores instituciones orientadas al bien común y capacidades para alcanzar una educación de calidad integral e inclusiva. La Constitución debería ser un piso firme para esa tarea, pero la pobreza, retrocesos y riesgos de este texto hacen que ese piso pueda volverse aun mucho más frágil.