Chile está en un momento crucial de su vida institucional. La manifiesta asincronía en el funcionamiento de muchas de las instituciones superiores del Estado y la extrema judicialización de la política ponen una nota interrogante sobre el curso de los acontecimientos.
No son pocos los sectores para quienes la solución lógica es la elaboración y aprobación de una Nueva Constitución que dé origen a los acuerdos y mecanismos políticos necesarios para construir una nueva etapa del desarrollo institucional de la República. El punto central de esta corriente apunta a la legitimidad política, además de la regulación armoniosa de la vida del país. Otros, en cambio, opinan que lo que se precisa es un acuerdo político transversal que domestique a las fuerzas centrífugas de la sociedad, aprovechando la experiencia consociativa acumulada en 25 años de democracia, a través de reformas a la Constitución existente (o una nueva Constitución que tenga como punto de partida a la actual Carta Magna).
Al debatir sobre Constitución o reformas constitucionales, los modos de la convocatoria y el impulso no son elementos secundarios. El segundo Gobierno de Michelle Bachelet tomó partido por una Nueva Constitución. Apoyada en el aumento de la presión ciudadana hacia una sociedad de derechos sociales garantizados –especialmente educación y salud– adelantó su voluntad en ese sentido y puso el tema en la agenda oficial de la política, aunque en el actual contexto el mismo parece haber perdido presión.
La percepción mayoritaria de la elite política –incluidos amplios sectores del mismo Gobierno– parece ser que tenemos un sistema que aún funciona y que lo constitucional no es una prioridad, por lo que bastaría con ajustes a lo existente. Menos aún pensar en una forma extrema de cambio, como sería una asamblea constituyente. Según las encuestas de opinión, una parte mayoritaria de la ciudadanía hoy se inclina por una nueva Carta Fundamental.
Con todo, bastó una crisis política imprevista, producida por una sobrecarga de corrupción e ineficiencia al interior del sistema político, para que en pocos meses cambiara la textura política del escenario y la opinión de sectores importantes de la elite. No hubo de por medio ni crisis social ni una grave de carácter económico o de gobernabilidad. Solo escándalos de corrupción y una forma judicializada de enfrentarlos, lo que desplomó la idea de tener un buen sistema constitucional funcionando, con debidos contrapesos y controles, además de una adecuada carga de derechos.
La crisis de confianza que golpea a la elite genera la interrogante acerca de cómo se impulsa el proceso de la Nueva Constitución, particularmente por su impacto en el funcionamiento del Congreso, que es el organismo que ostenta el principio rector de la representación política. A ello se debe agregar la baja credibilidad de los partidos políticos golpeados por temas de corrupción. El hecho de que algunos de los más altos dirigentes –varios conspicuos sostenedores de la tesis opositora a una nueva Constitución– estén vinculados como actores en las tramas de corrupción que investiga la justicia, ejerce un peso adicional en la crisis de representación.
Este escenario ha hecho más viable la posibilidad de una asamblea constituyente como el mecanismo que construya el proceso. Si ella solo era percibida por sus opositores para ambientes de crisis, cosa que no se justificaba en la experiencia chilena, hoy aparece como una solución no descartable, dada la situación política que vive el país.
Es necesario señalar que tal visión de instrumento de crisis es poco profunda, pues desdeña o no percibe su potencia en una sociedad estable y con adecuados niveles de consenso político. Uno de los temas fundamentales del constitucionalismo norteamericano es que una sociedad madura, autocentrada y democrática, puede hacer una ingeniería constitucional mucho más promisoria y cabal que una sociedad en estado de convulsión, en la cual todo el pacto político se encuentra roto, y la búsqueda del modelo constitucional más que un acto de fundación es uno de sobrevivencia o de ejercicio de dominación de unos sobre los otros.
Con todo, hoy parece una discusión inútil, dados los niveles de desaprobación ciudadana que presenta el Parlamento, los partidos políticos y el Gobierno, y la percepción de ilegitimidad que ronda a las instituciones políticas.
La Constitución es un documento unitario, que no puede ser leído o interpretado por partes, sino de manera integral y que, por lo tanto, no solo debe expresar una validez jurídica formal sino también debe poseer el atributo de legitimidad social. De lo contrario, al ser ilegítima no sería eficaz y carecería de validez como Carta Magna, pues los problemas y conflictos entrarían al camino oblicuo de la mera interpretación instrumental.
En tanto norma, la Constitución es un conjunto de principios y valores de orientación de todo el sistema social, conjuntamente con la especificación de los derechos y libertades de los individuos. En segundo lugar, ella contiene o crea la organización política y territorial del Estado expresándolo en partes que hacen posible el desarrollo de su hábitat natural y la instalación de su Gobierno. En tercer lugar, la Constitución contiene la estructura y competencias del Gobierno y aquellas de los poderes que conviven en el Estado, estructuras generalmente conocidas como Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Y, en cuarto lugar, expresa una sincronía institucional o una hermenéutica a través del arte de los procedimientos de balance y control, para que la sociedad y el ejercicio del poder político fluyan de manera sana, particularmente a través de los organismos nuevos, cuya creación vaya de la mano de las exigencias que la modernidad hace al Estado y su juridicidad.
Una Constitución, entonces, no es solo –como se enseñaba en las viejas escuelas de derecho– una parte dogmática y una parte orgánica, separables entre sí. En una sociedad moderna, con un Estado y una democracia avanzados, complejos y veloces en su devenir, de tendencias globalizadas, la Constitución es un todo sistémico que contiene la viabilidad de una sociedad autónoma y de sus procesos sociales y políticos. Todo de manera simultánea y compleja.
Este es el nodo donde debe resolverse el carácter de Chile como un Estado social, con la ampliación y optimización del catálogo de derechos fundamentales, el reconocimiento de nuevos derechos económicos, sociales y culturales y el afianzamiento de su identidad y tradición jurídica. Es ahí donde se debe resolver el estatus de los pueblos indígenas, la eventual introducción de un Defensor del Ciudadano, o la primacía del derecho internacional común y convencional en el campo de los derechos humanos.
Por lo mismo, y dado el cuadro de incertidumbre política, urge clarificar el rol del pueblo, el Soberano, en las decisiones políticas que se van a adoptar, para determinar cómo y quién impulsa y conduce este proceso de cambio constitucional.
La determinación del Gobierno de iniciar el proceso constitucional mediante la creación de un Consejo de Observadores Ciudadanos debe ser valorada positivamente, pues rompe esa especie de empate teórico establecido entre partidarios y contrarios a un cambio de Constitución. Si bien su papel es solo de promoción y educación ciudadana, el organismo debe ser considerado como un instrumento coadyuvante de la voluntad Presidencial –sin mayor trascendencia orgánica sobre el proceso constituyente mismo–. Al menos demuestra que es posible avanzar en la formalización política del proceso, aunque sea de manera unilateral y sin que exista el consenso político expreso de todos los sectores que precisa la activación del poder constituyente.
La determinación práctica de cómo se activa el poder constituyente sigue siendo el meollo actual del proceso constituyente, más allá de las voluntades individuales o las pretensiones de los poderes constituidos sobre un escenario de legalidad forzosa. Ello, porque los procesos constituyentes tienen un poder y carácter de origen en todos sus actos.
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