Piñera es la peor carta de la elite nacional, lo más probable es que con él se agudicen las contradicciones, como diría un “viejo cuadro”, y así como ocurrió en el 2011 la protesta crezca como reguero de pólvora.
Los ámbitos simbólicos recrearían la vieja sensación de la derecha como tema antagónico, y reunirían los escenarios semióticos de la izquierda, las voluntades históricas con sujetos colectivos muy distintos que se interceptan en la estructural exclusión.
El movimientismo exaltaría todo despliegue ante tamaña representación empresarial, el icono constituye contenido, ese es el problema central de Piñera, más que su capacidad técnica como maquinaría política, su límite histórico-político en el área de las representaciones nacionales hace insoslayable su adscripción a un alto grado de conflictividad, a una agudización por medio del símbolo. Su gobernabilidad se vería frágil, incluso aunque contara con respaldo de la DC (lo que puede ser un pecado mortal para esta colectividad). Los malestares encontrarían el espacio necesario para un marco multitudinario de la ciudadanía expresando su sentir en la calle.
La fractura consecuente pudiese abrir espacios muy interesantes a proyectos con identidad democrática con fuerte sentido social. La articulación de lo popular como modelo simbólico podría recobrar fuerza si las alternativas políticas fueran capaces de proponer modelos culturales y políticos, es decir, una propuesta hegemónica más contundente.
Piñera es la prepotencia técnica de los chicos listos, herederos de los boys; el piñerismo es la representación terrenal de un tipo social de la elite que ha crecido en el lucro y en los negocios, que ha abierto un modelo neoliberal a ultranza. Su gran inteligencia dista a pasos agigantados de su elocuencia, siempre parece de nervios muy fruncidos y frases ideadas en el laboratorio del marketing político. Es muy paquete, y ahí su lado nerd nos habla de una inteligencia bastante formal. Es inestabilidad social pura, no recomendable para el orden de las cosas, y el orden siempre debe imponerse más allá de las vicisitudes, es lo que constata Foucault.
Guillier es un invitado nuevo de credibilidad en sectores medios. Su garantía es lo novedoso de su figura, el tipo tiene estampa, le falta mucho despliegue y calle, no va de estadista por la vida, se queda en un actor importante. Gana más su rating que su discurso, y eso lo puede matar como una pelota que adquiere gran altura y se desinfla. Su estatura simbólica no da para pelear contra Lagos, sus capacidades como articulador aún están en etapa parvularia comparadas con las del monstruo Ricardo I.
Sí, porque Lagos –digámoslo– es monstruo de la articulación política. A pesar de que su figura se asocia a todos los males de la política, es quien va a prometer redimirla, salvarla: los que hemos pecado, salvaremos la política. Cómo: ahora pescándolo a usted, incorporándolo como la semiótica del producto que se transforma en el consumidor, y vive su vida. Será redentor, debe tener una épica de redención.
Habrá malestar auténtico y justificado en sectores sociales, pero los vistos buenos del poder no operan gratuitamente. No se entra aquí al establishment de La Moneda desde la pellejería de los movimientos sociales, esto no es Brasil. Aquí hay que cumplir con credenciales, más allá de lo quiera el “populacho”. Serás aceptado solo en la medida que muestres buen comportamiento, una performance ad hoc.
Lagos es alumno certificado, aventajado con honores, y esta credencial abre el eje de las posibilidades verosímiles.
La unidad se dará en torno al símbolo, en ausencia de una discusión de proyectos políticos, y el símbolo asegurará la unidad desde credenciales de articulación suficientes.
Se pude legitimar el sistema con una votación muy excluyente y esto no es un problema de fondo aún, la escénica puede ocurrir en los espacios ya ocupados, los de la máquina de Kafka que funciona irremediablemente. Puede que las instituciones estén desacreditadas, pero, no estando en un escenario revolucionario, son las instituciones que existen y todo parece decir que serán las que seguirán siendo el barómetro del decurso de los fierros históricos, y así, como en la canción.
Tendremos una “nueva mejoría” que puede ser el clon rediseñado, sus tensiones pueden encontrar cauce en la máxima histórica de que “los gobiernos de mayoría aseguran gobernabilidad”, un arco amplio de alianzas ante una crisis institucional, redimir un poco la idea de “un gobierno nacional”, y un “nuevo trato”, evidentemente. La semiótica aún aguantará, porque la forma es el contenido, pero la proyectualidad de la política como gran relato encontrará ecos de animita.
La foto de Lagos desdibuja en un primer momento la hegemonía protestante de los movimientos sociales, puede intentar construir la figura de un nuevo pacto y construir, asimismo, un espacio gravitacional ahí, que es donde se van a dirigir las apuestas. Después los desgastes evidentes pueden abrir distancias y golpes de mesa, pero en un principio es posible que gane el espacio del gran negociador, y Lagos puede desplegar esa capacidad simbólica.
Las reformas y el crecimiento serán el espacio de contenido de “hacer las cosas bien”, técnicamente bien, solo que ahora con el consumidor adentro, más adentro que nunca, convencidos de que concesiones deben hacerse para mantener la maquinaria y su lógica. Es inevitable que existan avances, pero sin cuestionar la lógica del neoliberalismo. La tecnología discursiva de las concesiones públicas hará una reofensiva política, como forma de mejoramiento y eficiencia, ahora quizás con aseguramientos jurídicos presentables.
Este segundo Lagos puede ser la radicalidad gradualista de un neoliberalismo decidido a transar con rostro humano. De una u otra forma, la elite sabe que la crisis de credibilidad puede cristalizar una fractura mayor.
Una renovación en la renovación, un efecto epistémico conductual que intentará reconstituir un pacto sin sociedad, y ese es su límite político. Y la oportunidad de la política.
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