Por Óscar Contardo/Periodista
Las protestas y tomas feministas en la Universidad Católica enfrentan, creo yo, un conflicto muchísimo mayor que la reforma de 1967, porque en este caso se trata de cuestionar la identidad misma de la institución.
Si algo se puede afirmar sobre la Pontificia Universidad Católica es que no llama a engaños. Nadie podría confundirse. Partiendo por el nombre, por el inmenso Cristo vigilante de su Casa Central, por la estatua de monseñor Errázuriz en su frontis, por la de Juan Pablo II en su interior, por los vitrales, las vírgenes en los patios, las cruces en sus salas, la impronta del gremialismo en su historia, el legado de los Chicago Boys en su gestión y la extraña costumbre de decirles novatos a los mechones.
La PUC no se viste de gato, sino salta y corre como una liebre, describiendo muy bien su ruta, su pertenencia social en la historia de Chile, anunciando su misión y el poder con el que cuenta para llevarla a cabo; así lo hizo recientemente cuando frente a una ley específica logró cuadrar a todos sus académicos tras las palabras de un rector que dijo que allí se pensaba solo “a” y no “b”. ¿Hubo una revuelta académica que nos indicara que los que pensaban “b” estaban descontentos? No, que yo sepa. Aun más, la institución logró que se creara una ficción legal llamada “conciencia institucional” que la eximiría de cumplir la ley.
Nadie podría entonces sentirse confundido dentro de sus facultades, a menos que tenga como fetiche aquel episodio de la historia que culminó con un cartel que rezaba “Chileno: El Mercurio miente” y que algunos exalumnos rebeldes suelen reivindicar como un cambio en el eje de rotación de la Tierra. ¿Alguien dejó de leer ese diario a la semana siguiente? ¿Colapsó su influencia en la sociedad chilena? A la vuelta de seis años, aquel cartel era una anécdota épica, pero anécdota al fin y al cabo. La institución siguió su ruta originaria sin mayores contratiempos y con viento de cola gracias al régimen. ¿Pasará lo mismo con la ola feminista?
Cuando vi las imágenes del grupo de mujeres en el patio de la Casa Central de la Católica junto a la estatua de Juan Pablo II, recordé un seminario de ética periodística organizado en 1993. Llevaba por título “Los valores de los 90”. El seminario hacía eco de la idea de que nuestro país estaba sufriendo una crisis moral, un diagnóstico instalado un par de años antes por el arzobispo de Santiago. Entre las señales de esa crisis se contaban algunos programas periodísticos de televisión que trataban asuntos como la sexualidad humana. Durante el encuentro, un destacado académico de la Universidad Católica, titular de la cátedra de Ética en Periodismo, advirtió que muchos reporteros “consideran como algo natural y no repudiable -y así lo insinúan y lo proclaman con hábiles manipulaciones- el aborto, la homosexualidad y el lesbianismo, la eutanasia, el divorcio y el adulterio, el consumo de drogas (…), la objeción de conciencia al servicio militar obligatorio, el indulto a terroristas, la ecología enemiga de la industrialización y el desarrollo económico”. Ese era un discurso institucionalmente aceptado. Nadie lo contradijo, ningún profesor criticó sus declaraciones.
Las protestas y tomas feministas en la Universidad Católica enfrentan, creo yo, un conflicto muchísimo mayor que la reforma de 1967, porque en este caso se trata de cuestionar la identidad misma de la institución, sus bases, todo eso que sabemos que representa, las razones por las que muchos nunca hubiéramos estudiado allí, porque estábamos conscientes de que no se le podían pedir peras al olmo. Si una institución tiene un discurso tan vigoroso en contra de lo que pienso y soy, ¿por qué estudiar allí? Lo que están haciendo las jóvenes feministas es derribar esa prevención, ir en contra del pragmatismo, uno de los pilares de la cultura de la PUC.
Lograr un protocolo institucional para evitar y castigar el acoso y el abuso contra las mujeres no parece una meta descabellada. Ninguna autoridad estaría por rechazarla o cuestionarla. Pero una agenda feminista aspira a mucho más que eso. Es en ese espacio, en el desborde que representa una mujer encapuchada y descamisada, saltando junto a la figura del Papa, donde radica lo fascinante del movimiento en esta universidad en particular, porque para la Iglesia Católica la sexualidad es un tema sin matices y los estudios de género son una “ideología” amenazante. ¿Cómo conciliar entonces las reivindicaciones feministas en el corazón del catolicismo más conservador? ¿Cuál puede ser el diálogo sin un lenguaje común? ¿Cómo las mismas autoridades que hace un año enfrentaron a un gobierno por una ley ahora van a deshacer el camino frente a las demandas del feminismo universitario?
La ola feminista en la Universidad Católica puede ser parte de un cambio mucho mayor que aún no alcanzamos a percibir o acabar como aquel cartel de 1967, un pergamino de rebeldía aplastado por el peso de la tradición y la historia.
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