Por Óscar Contardo/ Periodista
Lo verdaderamente novedoso es el modo en que el invierno congeló la principal, por no decir única, promesa de campaña. Las últimas cifras de desempleo no cumplen con las expectativas sembradas. Tampoco contribuye al entusiasmo con el que Sebastián Piñera asumió su segundo mandato en marzo el cierre de empresas en San Antonio, Linares y Curicó.
En la última campaña presidencial, Sebastián Piñera no prometió mucho. A diferencia de 2009, esta vez solo instaló una plataforma sobre el gobierno exhausto de Michelle Bachelet y elevó una bandera de derecha clara y firme, sin siquiera intentar ampliar sus ofertas más allá del compromiso económico: habría más trabajo, habría más dinero, el crecimiento sostenido significaría mayores oportunidades. La fantasía de terror gótico tropical de Chilezuela quedaría atrás, perdida en el fracaso de las reformas mal ejecutadas. Punto y aparte.
Durante su larga precampaña, Piñera tuvo dos voceras que rechazaban con insistencia cualquier proyecto que se ajustara a las nuevas demandas sociales. Ambas repudiaban cualquier propuesta que alterara una milésima sus preconcepciones sobre lo que debía ser una familia y las expectativas de autonomía de los ciudadanos. Dios, patria y propiedad parecían susurrar cada vez que finalizaban las conferencias de prensa. Incluso, los gritos de “Viva Pinochet” durante la noche de proclamación del candidato en la Quinta Normal fueron tolerados por ese mundo de derecha liberal que repudia la dictadura. La campaña no dejó espacio para que nadie se engañara, ni presentó banderas menores que eventualmente pudieran servir para encantar otras sensibilidades. Esta vez no había sugerencias de que tal vez, si las condiciones ambientales eran las adecuadas, harían una locura como apoyar la legislación sobre uniones civiles entre personas del mismo sexo, menos aún sobre aborto libre. El expresidente y nuevamente candidato, esta vez no prometió nada de eso y ganó con holgura en una elección que convocó menos de la mitad del electorado. Cabe recordar, eso sí, que su contrincante no era exactamente un obstáculo duro de remontar.
Quienes miraron el triunfo de Piñera a la distancia, ese amplio mundo que no concurrió a las urnas, solo se encogió de hombros. Era lo único que se podía hacer con parte de la oposición sumida en una crisis de identidad y la otra tratando de levantar un edificio sobre arena movediza.
En esas circunstancias, el panorama para el nuevo gobierno parecía fácil si se cumplía la gran promesa de campaña: crecimiento, trabajo, dinero. ¿Qué podía salir mal? Era lo que sabían hacer.
El equipo de gobierno que presentó en el verano tenía en común el rasgo de carácter de quienes conocen al dedillo los mecanismos que, ajustados de manera eficiente, producen los efectos deseados. Una seguridad férrea en sí mismos y en su percepción del modo en que las cosas funcionan con eficiencia. Muchos hombres y algunas mujeres educados en la seguridad de quien nunca se hace preguntas porque ya tiene la colección completa de respuestas. Nada muy distinto de su primer gobierno, con un matiz: esta vez hubo conciencia de que lo mejor era evitar las hipérboles discursivas –nadie habló de “gobierno de excelencia”- y presentar a ministros y subsecretarios con mayor recato en sus habilidades. No eran las personas más preparadas de la galaxia, y si lo eran, mejor no comentarlo públicamente.
El panorama no deparaba sorpresas ni en las virtudes ni en los errores que cometerían. Serían los tropiezos propios de personas que ven en el Estado un ente sospechoso y no perciben la diferencia entre una conversación en el living de su casa y una declaración pública como representantes de un gobierno. Una especie de déficit endémico de ese sector político, que se refuerza gracias al cultivo intensivo de la burbuja espacio-temporal definida por la familia de origen, el barrio, el colegio -jamás liceo- y la universidad. Cualquier cosa distinta no es un desafío para conocer, sino un asunto desdeñable y raro que debe ser pasado por alto o soslayado. Lo adecuado y bueno es solamente lo conocido y reconocido. Pero a estas alturas esa cultura no constituye una novedad, por muy brutales que resulten las declaraciones que broten de ella.
Lo verdaderamente novedoso es el modo en que el invierno congeló la principal, por no decir única, promesa de campaña. Las últimas cifras de desempleo no cumplen con las expectativas sembradas.
Tampoco contribuye al entusiasmo con el que Sebastián Piñera asumió su segundo mandato en marzo el cierre de empresas en San Antonio, Linares y Curicó. Menos aún los informes de las calificadoras de riesgo que han indicado que, a diferencia de lo que aseguraban las actuales autoridades, el “deterioro” de las cuentas fiscales del país había comenzado durante la primera administración de Piñera y no durante el segundo gobierno de Bachelet. El frío termina por helar las perspectivas cuando los informes de organismos internacionales como la Ocde advierten que los desafíos que tiene Chile para lograr el desarrollo tienen que ver con asuntos como la desigualdad de ingreso y una economía aun concentrada en extraer materia prima; un modelo en donde ni la innovación ni la creatividad tienen un lugar preponderante. Sobre esos puntos no se escuchan declaraciones, ni se difunden certezas.
Cuando el nuevo gobierno asumió, lo hizo prometiendo un futuro de dos administraciones. La derecha se tardaría ocho años en llevarnos al desarrollo. Cuatro meses después, ese horizonte luce lejano. Tras el anuncio del cierre de la planta de Iansa en Linares, que dejará a cuatro mil personas sin empleo, el Presidente Piñera sostuvo que “para que nazca un árbol nuevo, tiene que morir uno viejo”. Esa frase fue la respuesta que le dio a una provincia donde su candidatura logró más del 60% de los votos. La pregunta ahora es cuántos árboles más van a morir, cuánto se tardará la agonía y cuántos años tomará ver crecer los nuevos brotes, si es que un incendio no acaba arrasando el bosque.
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