Por Vicente Undurraga/ Editor y crítico literario.
Descontados los lomos de toro, no se ve otra institución occidental que esté tan por los suelos como la iglesia católica. La desconfianza llegó para quedarse: lo que al neoliberalismo desatado fue la crisis subprime, a la iglesia lo ha sido el explosivo destape en el siglo XXI de la pederastia no como un conjunto de aberrantes excepciones alojadas en su seno, sino como la leche agria que esencialmente emana de sus entrañas corroídas, de su seno de vieja abusadora.
La expulsión de Precht –un caso más elocuente aún que el de malvados a secas como Karadima– debería ser sólo la primera; como dijo Andrea Lagos, autora de Precht. Los pecados del vicario, “ya la Iglesia, en medio de la crisis, no está para medias tintas”. La curia las vio negras y sacó las tarjetas rojas, pero su severidad no convence porque llega cuando no le quedaba otra, cuando ya las intentonas por fondearlo todo fallaron estrepitosamente. Desde 2000, los denunciados de la iglesia chilena por delitos de tipo sexual superan los 220, una auténtica jauría.
Sin duda el celibato forzado, esa manifiesta contra-naturaleza, es el principal flanco por donde el diablo mete la cola. El resto corre por cortesía de la autoridad encubridora: la arista cardenalicia. Moraleja: no hay que dejar al gato cuidando la carnicería –es infinito el daño por no querer ver.
Fui hasta los 15 a un colegio con sacerdotes y no fui abusado. Dicho así puede sonar brutal o banal, pero no es baladí visto lo que sucede en las tinieblas pastorales. Me salvé, en otras palabras, pero recuerdo nítidamente la aversión que algunos experimentábamos ante esas figuras anacrónicas. La confesión era un trámite que interrumpía el recreo o salvaba de una clase latera; en esos rangos se jugaba la valoración que le dábamos (varios, no todos) a una rutina acartonada que consistía en repetir avemarías y padrenuestros tras hacer confesiones menores, como haber robado kegoles en el kiosco, lo cual era cierto, o andar pensando en masturbarse, lo cual más que cierto era el afán en que se nos iba la vida.
Recuerdo un anciano cura francés (le calculábamos 200 años) llamado Simón, pero conocido como Tufón por la halitosis nuclear que prodigaba en el confesionario. Para ir del colegio a la capilla había que atravesar en diagonal la cancha, cosa que él gustaba hacer en los recreos: la interrupción futbolística adquiría el estatuto de un atentado a la felicidad, cundía la indignación y se reanudaba el partido cuando a Tufón aún le quedaban algunos metros. En una de esas, recuerdo, le llegó un pelotazo que lo lanzó literalmente al córner.
Lo más odioso que me tocó fueron, lejos, las clases de Religión en séptimo con Gonzalo Duarte, único cura que ostentaba sotana y que luego sería obispo castrense (años 90) y también de Valparaíso. En sus tediosas clases le daba con la masturbación, contra cuya práctica nos prevenía una y otra vez, pidiendo que levantasen la mano quienes la sabían resistir para premiarlos con un bombón Coquet que sacaba de una bolsa mientras se paseaba por los puestos. A ti sí, a ti no. Algunos compañeros de feble fe canalizaban el descontento lanzándole baba a la sotana cuando se volteaba al pizarrón. A eso se reducía el credo. Años después fue acusado de abuso por ex seminaristas, pero sobreseído. Hoy se lo investiga por encubrimientos.
Me imagino para cuántos chilenos mirar su pasado infantil vinculado a instituciones religiosas será retrotraerse a una pesadilla donde los malos eran los supuestos buenos. Se dirá que exagero, pero no tanto (hay muchas excepciones… que confirman la regla). Ese fue el caldo de cultivo para un Rimsky Rojas, un cura Tato, una sor Paula… Mucho se ha escrito sobre la doble cara de la iglesia, que en Chile tuvo valentía y claridad cristiana a la hora de cuadrarse con las víctimas y no con los victimarios de la dictadura. El problema será siempre lo otro, que no es el lado B o el sello oscuro de una cara luminosa, sino lo principal, lo monstruoso, lo inaceptable: la proliferación del abuso por parte de una red de hombres despojados de sexualidad e imbuidos de poder y ascendente sobre menores de edad.
Por ley u ordenanza, botillerías y locales con venta de cigarros no pueden estar a menos de cien metros de los establecimientos escolares. Quizás haya que enfocar así el celibato. Es demasiado impetuosa esa fuerza humana llamada deseo como para confiar en su taponeo, pues deviene espanto.
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