Por Héctor Soto, periodista y abogado
Nada nuevo bajo el sol: esta semana, con la prolongación del paro de los profesores y el rechazo de la oferta que el gobierno les había hecho para que volvieran a clases, se escribió otro capítulo más de la historia del hundimiento de la educación pública chilena. Más empantanado en una paradoja o enfrentado a un callejón sin salida, el sector está acorralado desde hace años en una trampa. Cuando no son los alumnos, son los profesores los que paralizan las actividades. El motivo está siempre relacionado, directa o indirectamente, con más o con menos retórica, con la necesidad de mejorar la calidad de la educación pública. Y el resultado es siempre al revés: el sector no repunta y año en año sigue perdiendo alumnos, confianza y prestigio. Las tomas, los paros, los días sin clases, pueden servir para muchas cosas -para templar liderazgos gremiales, para lograr bonos extraordinarios, para pavimentar futuras carreras parlamentarias, para conseguir incrementos salariales no menores, para destruir instalaciones de liceos y colegios, para construir una épica emocional potente en torno a las marchas que empiezan con dignidad cívica y terminan con bombas molotov-, pero para lo que no sirven es para que los alumnos aprendan más y tengan mejor rendimiento en la pruebas Simce, en las pruebas Pisa o en la PSU. De eso no hay vuelta.
Sin embargo, en ningún otro sector los paros son más recurrentes que en la educación pública. Se diría que es difícil calificar entre la dirigencia del gremio de los profesores sin tener antes en el pecho huelgas de un mes o dos por lo bajo. Como es fácil que estos movimientos se salgan de control, también se han convertido en una moledora de carne para los supuestos liderazgos gremiales. El vértigo de los paros es inagotable. Otro tanto ocurre a nivel de centros de alumnos de la educación media y en los centros y federaciones de estudiantes universitarios. Y ocurre casi siempre ante la indolencia de una mayoría moderada pero informe que transfiere su poder de decisión a los pocos que van a las asambleas, que participan del pasacalles, que levantan la mano y deciden la toma o la huelga. Curiosa fórmula, aunque muy extendida en el mundo subdesarrollado. Del mismo modo que no hay mucha lógica en el paciente que para exigir mejor atención médica se infiera heridas con un cuchillo en el cuerpo, tampoco la hay en quien ex profeso daña o desprestigia lo que supuestamente quiere mejorar.
Sin embargo, los paros en Chile están completamente legitimados, al punto que la distinción entre paros legales o ilegales carece ya de todo sentido, incluso para los tribunales de justicia. Cadem señalaba hace poco que el movimiento de los profesores tenía tasas de apoyo que rondaban el 70% de la ciudadanía. A la gente le hace sentido que los maestros, para conseguir ventajas que son adjetivas o marginales en el mejor de los casos, y rebajándose muchas veces a espectáculos de circo pobre en las calles, dejen a los estudiantes de la educación pública durante cinco o seis semanas sin clases. Más mal que bien, eso es lo que siente el país. Sin duda que es grave. Pero es. Lo curioso, sin embargo, es que esa misma gente no se pierde a la hora de elegir, si es que puede hacerlo, y de hecho los últimos años, en una proporción creciente, ha estado trasladando a sus hijos desde los colegios municipales a los de la educación subvencionada, porque sabe que ahí al menos podría existir mayor disciplina y hay menos paros.
Las autoridades han dicho que en los últimos cuatro años el gremio de los profesores obtuvo incrementos salariales del orden del 30% real, logro difícil de encontrar en estos tiempos en cualquier otra profesión, y que luego de sucesivos descuelgues ya era pequeña la fracción de los docentes que seguía en paro. Pero ninguno de estos datos reporta un verdadero consuelo, porque, efectivamente, los profesores estaban mal pagados y porque la huelga ha afectado a varios establecimientos públicos que eran y ojalá sigan siendo el orgullo del sector.
Si a eso se une el portazo que esta semana la Cámara de Diputados le dio al proyecto de Admisión Justa -y que en nombre de la inclusión se traducirá en pérdida de relevancia y deterioro de la calidad de la educación impartida por los llamados liceos de excelencia-, la verdad es que desde afuera del sistema educacional no hay muchas razones para mirarlo ni con confianza ni con optimismo.
Desde dentro de la sala de clases, a raíz de la reforma curricular que el Ministerio de Educación le compró al gobierno anterior, el cuadro del sector es incluso más preocupante. Porque lo que viene podría ser de terror.
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