Por Camilo Escalona, Presidente del Instituto Igualdad
El tema de este artículo, cuando se analiza sólo desde la “automatización” cae, voluntaria o involuntariamente, en una enumeración exagerada de los aspectos favorables que contiene el proceso de robotización en la producción a gran escala y en los servicios, que ya se denomina “la cuarta revolución industrial”.
Entonces, fatalmente, lo que debiera ser lo principal, el interés por los actores fundamentales del proceso productivo, los trabajadores, queda en el olvido o en un lugar subalterno de las preocupaciones. Así, se instala la paradoja: las máquinas son el centro, el punto ordenador y las personas se convierten en lo accesorio.
En concreto, se impone el atractivo que significa la acción autónoma de esta generación de máquinas inteligentes que se desplazan por si mismas y que prescinden de operador@s, reduciendo drásticamente el número de contrataciones; así, esos nuevos instrumentos tecnológicos y productivos pasan a ser el centro y motivo de la acción del capital, aumentando aún más la distancia de las corporaciones empresariales hacia las necesidades de la población y de los trabajadores.
Estos instrumentos de producción demandan una alta inversión y mueven en grado importante la circulación de capital en el sistema financiero, así mejorará la rentabilidad de las mega corporaciones del sistema global, de modo que los tecnócratas podrán decir que hay más crecimiento, pero en los hechos concretos habrá menos empleos, más abusos e inseguridad laboral.
Así está demostrado en Chile, dónde datos recientes confirman que, año a año, el aumento del empleo es considerablemente inferior al crecimiento económico y aunque se intente culpar a los inmigrantes es muy notorio que el gobierno no tiene respuesta estratégica a la altura de este desafío del país.
La robotización modifica unilateralmente las condiciones laborales en desmedro de los trabajadores, convierte a un cajero en vigilante o a un chofer en reponedor de productos, en consecuencia, conduce a una modificación de los contratos que el consorcio intenta presentar como un “favor” que evita la cesantía, incorporando la polifuncionalidad o multitrabajo sin hacerse cargo del cambio contractual para ahorrar a costa de los propios trabajadores afectados en el proceso productivo.
Por tanto, no es casual que cada robot traiga más temores y desigualdad, agravando la dispersión social, porque una vez que son desplazados de sus ocupaciones, son miles los trabajadores cesantes que deben sobrevivir de manera precaria, sea vendiendo ropa usada, confites baratos o tragando amarguras en el ostracismo laboral en el que se ven obligados a subsistir.
Por lo demás, las máquinas inteligentes no requieren seguridad social, no padecen dolencias broncopulmonares crónicas con la contaminación, no se embarazan ni cuentan con sindicato, no tienen estrés a la hora de pagar estudios universitarios o deudas agobiantes. El robot tendrá gastos de mantenimiento, reposición de piezas y de energía, y por cierto, serán menos molestos que las necesidades tan humanas de los trabajadores. En caso de quiebra algún valor tendrán en el mercado de artefactos usados.
Por eso, se explica el gusto empresarial por tales artilugios que les significan tantas ventajas, especialmente, disminuir el número de contrataciones, pero no vaya a ocurrir, paradójicamente, que la tecnología avance tanto que haga innecesarias las firmas o asociaciones superfluas que controlan la propiedad de esos consorcios.
La mayor parte de los cesantes creados por la robotizacion no alcanzará seguridad social adecuada y tendrá que recurrir a la Pensión Básica Solidaria cuando acceda a la incierta etapa de adulto mayor.
Entonces, cuando escuche interesados y unilaterales elogios al crecimiento económico, esa persona sentirá que esa autocomplacencia le resulta violentas e incluso odiosa.
Este proceso de automatización forzosa, aparentemente “neutral”, “apolítico”, que los grandes consorcios financieros y empresariales tratan de sustraer del debate público para encasillarlo en el ámbito exclusivamente “privado”, entre trabajador y controlador, conlleva un impacto político de efecto impredecible para el régimen democrático, socavando su estabilidad.
En efecto, se juega el sentido mismo de la gobernabilidad democrática, si ésta deviene en un tipo de convivencia incapaz de anular o regular los efectos sociales más dolorosos de la robotización, consagrándose la instalación de un destino de cesantía o de empleo precario para la clase trabajadora; a la postre, el abismo que separa la política de la economía será irreparable.
En el caso que así ocurra se consolidará la idea que la democracia es un sistema político impotente frente a las fuerzas coaligadas del empresariado que maximizan recursos y aumentan la explotación, así se corroe en su médula la legitimidad del sistema democrático, como un régimen político válido, capaz de asumir y representar el bien común.
Este conflicto esencial del actual desarrollo humano se presentó con intensidad en la reciente demanda laboral contra Walmart.
Esta movilización sindical que llegó a la huelga legal se transformó en la más importante lucha en defensa de las condiciones laborales del presente y del futuro de los trabajadores en nuestro país.
Así se constató el dilema en torno al carácter que adquirirá esté proceso, se trata de si la automatización de la producción, en especial, en el sector de servicios, seguirá adelante excluyendo y expulsando a decenas de miles de trabajadores, haciendo aún más precarias sus condiciones de vida o, por el contrario, si el movimiento sindical logrará que demandas laborales esenciales sean incorporadas y se asegure la estabilidad laboral, la calidad de los empleos y el pago de salarios justos.
Por eso, el movimiento sindical vive un momento clave: si será reconocido como interlocutor válido en este proceso o si será ignorado y sus demandas, lisa y llanamente, ninguneadas, como muchos quisieran en el sector empresarial.
Por eso, los y las trabajadores de Walmart, al luchar por sus propios intereses, también lo hicieron por los intereses del conjunto de los que viven de su fuerza de trabajo. Es una lucha por el futuro.
Para los dirigentes sindicales y sus bases no es una lucha fácil y deberán emplearse a fondo, cuidar la unidad y superar maniobras e incomprensiones; pero es la brega por los Derechos que legítimamente corresponden a los trabajadores en un país democrático.
Una cosa sí es clara: ningún grupo financiero podrá prescindir de los trabajadores y las nuevas formas de trabajo no pueden ser impuestas, a troche y moche. Por eso, el papel del sindicalismo en una sociedad democrática es y seguirá siendo esencial.
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