Por Manuel Riesco, economista
La Tercera Revolución de la Chaucha ha convencido al país y al mundo que la cosa va en serio. El Presidente había caído presa de paranoia y declarado la guerra a su pueblo alzado. Al cabo de una semana y con un millón de ciudadanas y ciudadanos a puertas de La Moneda, entró en razón y declaró la paz, no sin antes dejar una estela de violencia y muertes. Sin embargo, tanto el mandatario como el sistema político todavía no atinan ni de lejos a comprender la naturaleza, magnitud y significado histórico del estallido, ni el camino para encauzarlo. Ya se ha modificado radicalmente la correlación de fuerzas entre la élite y el pueblo, que a cada tanto restablece un sano equilibrio mediante estallidos como éste. Los de arriba deben reconocerlo y asumirlo, respetar a su pueblo y atender las demandas de sus organizaciones. Éstas se han consolidado con rapidez asombrosa, con Unidad Social en la cúpula y Cabildos en la base. Son el único interlocutor válido. Nadie más puede hacerlo. Es con ellos que el gobierno y el sistema político en su conjunto tendrán que sentarse a negociar y acoger su sensato Petitorio. El país y los negocios no aguantan paralizados mucho más tiempo, en cambio la movilización del pueblo se puede prolongar por meses y aún años, como sabemos. Si el sistema político no hace lo que tiene que hacer, se extenderá la consigna “Que se vayan todos”.
La Tercera Revolución de la Chaucha completa dos semanas con el país prácticamente paralizado, lo que es inédito en estos estallidos. Para detenerla intentaron primero el camino de la represión. Declararon la guerra al pueblo, sacaron al ejército a la calle, a desgano, con el general jefe de plaza declarando era un hombre feliz que no peleaba ninguna guerra, con estado de emergencia y toque de queda. Fue del todo ineficaz, aunque balearon decenas de personas las protestas recrudecieron. El tiro salió por la culata y hoy están procesados ante el parlamento y la justicia chilena e internacional por los crímenes cometidos.
Luego el Presidente pareció entrar en razón. Tras la histórica marcha con que culminó su primera semana, pidió perdón, levantó el toque de queda y estado de emergencia y realizó cambio de gabinete. Hasta ahí no más llegó. Los nuevos ministros carecen de convicción y experiencia y se mantuvieron tozudamente las carteras más conflictivas, con responsabilidad directa en acicatear a los primeros protestantes. Las medidas de la “agenda social” inmediata anunciadas son del todo insuficientes, e incluyen algunos contrabandos regresivos como el seguro catastrófico de medicamentos que pagan los trabajadores con alza de cotizaciones y beneficiará a proveedores privados. Varias medidas se presentaron como indicaciones a regresivos proyectos en curso, como el de reforma de pensiones, que junto al tributario no han sido retirados como se ha demandado con insistencia.
Hay voces más razonables. El Poder Judicial por intermedio de su vocero dio su beneplácito al cambio de constitución y la asamblea constituyente. Los presidentes de la Cámara y el Senado decidieron iniciar por su cuenta un proceso constituyente. Quizás lo más significativo son las reiteradas declaraciones del mayor empresario del país, que subió a $500 mil el sueldo mínimo a sus empleados y llamó a resolver los problemas de transporte, pensiones, educación, y otros que agobian al pueblo. Propuso asimismo un impuesto a la riqueza dirigido al uno por ciento más rico. Se hizo el cucho con los recursos naturales, eso sí, puesto que es el único empresario chileno que asoma cabeza en la gran minería, por demás entregada a transnacionales por los ágiles lobbistas de la Concertación. Varios parlamentarios de gobierno, incluyendo un precandidato presidencial, se han manifestado dispuestos a discutir reformas mayores. Hasta el momento, nada de esto se ha traducido en cambios de la política gubernamental.
En la oposición las cosas han mejorado sustancialmente pero todavía de modo insuficiente. Los lobbistas del sistema financiero, encabezados por ex ministros y altos funcionarios de gobiernos de Concertación y Nueva Mayoría, continúan su frenético trabajo para intentar salvar al menos en parte el brutal aumento de impuestos a los trabajadores y escandalosa rebaja de los mismos a los más ricos, que constituyen la esencia de los proyectos de reforma de pensiones y tributaria que el gobierno se niega a retirar.
El espectáculo más patético lo protagonizaron mil tecnócratas, casi todos exfuncionarios de todos los gobiernos post dictatoriales, incluyendo varios ministros de Hacienda, que en los primeros días del alzamiento corrieron a firmar una carta en que, sin reconocer responsabilidad alguna en los hechos, pedían al gobierno mano dura contra el pueblo y exigían que el eventual debate de soluciones posterior al restablecimiento del orden se restringiese al interior de las desprestigiadas instituciones post dictatoriales. Algunos de los mismos firmantes, unidos a otros exfuncionarios y parlamentarios más identificados con los gobiernos de la ex presidenta Bachelet, y encabezados por el cogollito más allegado a la exmandataria, concurrieron con otra carta a La Moneda en medio de los baleos contra el pueblo, ondeando bandera y vestimentas blanca, a dar su respaldo al Presidente.
Otros opositores, entre los cuales destacan algunos que por años se han mostrado extremadamente cautos y dispuestos a encabezar algunas de las acciones más repudiadas de los gobiernos posdictadura, parecen haber vuelto a sus ardores revolucionarios juveniles y hacen propuestas algo estridentes y pasadas “pa’ la punta” como entonces. Felizmente en circunstancias como las actuales no hacen mucho daño, excepto restarles aún más autoridad.
El cretinismo político que por décadas ha hecho presa de las otrora fuerzas antidictatoriales resulta duro de sacudir, aún enfrentados a un estallido popular de dimensiones inmensas. Como se sabe, dicha calificación no es un insulto sino uno de los conceptos esenciales de la ciencia política clásica. Significa negar, olvidar, o no tomar en cuenta debidamente estos grandes ciclos de actividad política del pueblo al definir sus estrategias, tácticas y consignas políticas. Ello se aplica no sólo a los momentos en que aquellos van en ascenso o alcanzan sus clímax, como sucede en este momento en Chile, sino también cuando inevitablemente bajan en intensidad y reducen su fuerza.
Durante el alza de la movilización, y especialmente en su clímax, el peor error es retacar las consignas. Tirar pa’ la cola como se dice. En dichos momentos hay que pasar a la ofensiva general y adelantar las consignas a lo que es necesario para resolver los problemas de fondo, aunque en lo inmediato no se cuente con la fuerza requerida para ello. Como enseña la literatura clásica, durante los estallidos se avanza en días lo que en condiciones de calma chicha demora años, en meses lo que en décadas. Cuando se trata de Revoluciones hechas y derechas, en años se avanza lo que en siglos. Al revés, cuando el ciclo de movilización ha pasado su clímax e inevitablemente inicia su descenso, se hace necesario pasar a la defensiva general, apuntando las consignas a la consolidación y defensa de lo logrado. Ello se hace necesario en ese momento aunque signifique vencer la natural resistencia de los partidarios de más ardor combativo.
Las fuerzas progresistas y revolucionarias del sistema político chileno tienen una riquísima experiencia al respecto, con aciertos extraordinarios y errores trágicos. Desplegaron brillantemente la ofensiva durante el alza de la Revolución Chilena, que se extendió desde mediados de la década de 1960 hasta 1973, cuando el campesinado se incorporó masivamente al alzamiento en curso. Por el contrario, no lograron imponer el paso a la defensiva cuando, tras años de lucha incesante, la movilización popular empezó a manifestar signos de cansancio tras las elecciones de marzo de 1973. La tristemente famosa consigna de “avanzar sin transar” quedó grabada a fuego en toda una generación de dirigentes políticos como un error de terribles consecuencias. Quizás ello ha incidido en el comportamiento de exagerada cautela que algunos han exhibido desde fines de la década pasada, cuando el movimiento de los pingüinos y luego de universitarios demostraron sin lugar a dudas que la movilización del pueblo había recuperado un curso ascendente.
Algo parecido sucedió en las gigantescas y heroicas protestas populares años 1980, cuando los partidos opositores a la dictadura desplegaron con enorme valor, responsabilidad y sagacidad la ofensiva que, dadas las circunstancias, debió incorporar por primera vez en la historia chilena el despliegue de una fuerza popular armada. Sin embargo, nuevamente, en quienes conducían hasta ese momento las protestas no se logró imponer a tiempo el giro requerido, tras aceptar la dictadura la apertura de una vía de salida mediante un plebiscito. Ello aisló a dichas fuerzas, les significó perder la conducción del movimiento y ayudó a que la salida fuese más conservadora.
El arte de graduar las consignas es asunto muy serio. Nunca debe tomarse a la ligera, sino analizar cada cambio en las mismas en toda su profundidad, considerando todas sus implicancias. Deben adecuarse no sólo a la tendencia de largo plazo del ciclo de movilización popular, sino a sus constantes oscilaciones, alzas y bajas cotidianas, a través de las cuales se asienta su trayectoria. Dichas oscilaciones pueden hacer necesario cambiar las consignas en el curso de un mes, de una semana o de una jornada, pero jamás con frívola irresponsabilidad.
Estas consideraciones no sólo son válidas para las fuerzas progresistas y revolucionarias, sino para el sistema político democrático en su conjunto. A lo largo del pasado siglo éste mostró la flexibilidad y experiencia requerida para canalizar estallidos populares que se sucedieron a cada década, en promedio, logrando conformar las amplias alianzas requeridas para hacer las reformas que en cada momento resultaban necesarias y posibles gracias a la enorme energía de la movilización popular desplegada.
Sólo en dos ocasiones el sistema democrático no estuvo a la altura de las circunstancias y fue desplazado por militares, felizmente progresistas en 1924 y trágicamente contrarrevolucionarios en 1973. Parece oportuno que el sistema político democrático chileno tenga presente hoy las palabras del Presidente Arturo Alessandri Palma al promulgar la Constitución de 1925, que consolidó la solución a la crisis política de entonces: “No tiene excepción en la historia la ley que conduce a los pueblos a la hecatombe cuando retardan reformas necesarias”.
La Tercera Revolución de la Chaucha se ha desplegado de manera francamente maravillosa. Así la perciben los pueblos de Chile. Asimismo los pueblos del mundo, que han apreciado su importancia, la identifican con su respeto y admiración por la gesta encabezada por Salvador Allende y le manifiestan su apoyo de modo impresionante y conmovedor. También quiénes por años han venido observando el alza en la lucha popular y aprecian debidamente el papel histórico insustituible de sus irrupciones masivas, las que proporcionan la inmensa energía requerida para realizar transformaciones progresistas mayores que la sociedad y el país requieren para su continuado desarrollo.
La bien notable capacidad de organización del pueblo de Chile se ha manifestado una vez más en forma extraordinaria En sólo dos semanas ha conformado un estado mayor que ha asumido su conducción: todas las mayores organizaciones de trabajadores, estudiantes y sociales en general, se han cohesionado en Unidad Social, que ha resumido en su Petitorio las principales reformas que atienden sus demandas y que objetivamente el país requiere realizar, para completar su transformación en una nación moderna de verdad. Al mismo tiempo, el pueblo ha generado el esbozo una organización política en la base, congregándose al igual que los patriotas en la Independencia en Cabildos que han tenido lugar en los espacios más insospechados, como el realizado por los socios del popular club de fútbol Colo-Colo.
El alzamiento popular avanza anotando triunfos diarios. Con amplitud, arrojo y creatividad extraordinaria, el pueblo expresa lo mejor de sí. Su valentía y decisión de combate, evidenciada quizás mejor que nadie por tres comuneros mapuche que enfrentaron con éxito y a combo limpio a una escuadra completa de fuerzas especiales de carabineros. Lo más lindo sin duda es el reencuentro del pueblo con sus artistas, simbolizado en la canción de Víctor Jara que ha convertido en el himno de su alzamiento. Quizás su logro más visible hasta el momento es que ha logrado demostrar que el Chile de los hijos de Pinochet no merece recibir citas mundiales tan relevantes como la APEC y COP25.
El logro más importante hasta el momento de la Tercera Revolución de la Chaucha, sin duda es que ya ha impuesto, así lo hacen los pueblos mediante estos estallidos periódicos, un portentoso rebalance de poder entre los actores sociales principales.
Por una parte la élite, hegemonizada hasta ahora por los vástagos de la decadente oligarquía agraria tradicional chilena que hace mucho perdió su legitimidad histórica y desde la contrarrevolución del traidor Pinochet sólo ha vivido su revanchista canto de cisne histórico. Han logrado conservar su poder primero mediante la fuerza bruta aplicada con mano ajena y luego por una democracia tutelada en la cual, como escribió Stefan Zweig refiriéndose al período más despreciable de la Revolución Francesa, el Directorio, “el dinero se adueñó de la política.
Dicha hegemonía se sostiene hasta hoy en la renta devengada de su apropiación de los recursos naturales que pertenecen al pueblo y la nación, y la monopolización de todos los demás mercados, el abuso de los trabajadores a quiénes superexplotan birlando más de un tercio de sus salarios mediante recortes destinados al ahorro forzoso, cobros educacionales y pago de intereses usurarios, y el ahogamiento de los auténticos empresarios capitalistas medianos y pequeños que bullen por doquier. Son menos del uno por ciento de la población y se apropian ganancias y rentas por más del 55 por ciento del PIB.
Por otra parte el pueblo, conformado hoy por catorce millones de dignos y altivos trabajadoras y trabajadores, casi toda la población mayor de 16 años. Tres millones sobreviven con pensiones de hambre, dos tercios de ellas son mujeres. Once millones se encuentran en plena actividad, la mitad son mujeres, dos tercios son menores de 46 años y un 42 por ciento no ha cumplido 36 años de edad. Entran y salen constantemente de seis millones de empleos asalariados precarios y en el intertanto trabajan a honorarios o por su cuenta, o están cesantes. En jornadas extenuantes, ellas y ellos producen toda la riqueza del país medida en el PIB, pero menos de un tercio de ésta termina en sus salarios, de los cuales les recortan un tercio por añadidura.
Retrocesos históricos como el experimentado por Chile desde la contrarrevolución de 1973 no son una rareza histórica. La propia Revolución Francesa de 1789 no se consolidó ni fue reconocida como la madre que parió la Francia moderna sino hasta después que la revolución de 1830 puso fin a la restauración borbónica. Está por verse si el alzamiento en curso alcanzará dicha dimensión y significado en la historia de Chile. Lo que a estas alturas está más que claro es que ha dado un paso gigantesco en esa dirección.