Por Germán Silva Cuadra, Director del Centro de Estudios y Análisis de la Comunicación Estratégica (CEACE), Universidad Mayor
Lo dijimos la semana pasada. En la serie de confesiones que hizo el ministro Mañalich cabían dos opciones: se estaba “inmolando” por el Presidente o quería que lo sacaran del Gabinete. Y la respuesta fue mucho más rápido de lo pensado. Tres días después, y de manera sorpresiva, Piñera citaba a todos sus ministros para anunciar un cambio. Pese al poco espacio que transcurrió entre que se conoció el trascendido y la ceremonia en La Moneda, las especulaciones fueron muchas. ¿Para qué en este momento? ¿Qué quiere proyectar el Mandatario? La fórmula –similar a la del 18/0, cuando en plena crisis se hizo un ajuste importante– despertó sospechas por dos razones: los evidentes roces internos en el oficialismo, representados en el reclamo de Desbordes por el hecho de que Monckeberg no quedó en la mesa del Acuerdo Nacional y, por supuesto, debido a la expectativa de cambio en Salud, luego que el propio Mañalich reconociera los errores de la estrategia seguida.
Pero lo cierto es que el cuarto cambio de gabinete, en poco más de dos años, dejó más dudas que respuestas.
Primero, fue sin gusto a nada. Enroques –“las sillas musicales”–, sin rostros nuevos y con solo un damnificado, Sebastián Sichel, que hasta ese día era el mejor evaluado de los ministros en las encuestas (aunque con un buen premio de consuelo). Desbordes se salió con la suya –al fin–, en la UDI quedaron molestos, y la explicación que trató de instalar el Gobierno no pareció convincente. Eso de que querían reforzar el acuerdo sonó raro, ya que en la mesa estaban los tres ministros Blumel, Briones y Sichel, lo que constituía una buena garantía. Del argumento “para enfrentar las elecciones”, mejor ni hablar. Porque, sin duda, este cambio acotado, con aire de “show”, tenía un objetivo: respaldar a Mañalich en su momento más crítico.
Tal como lo señalé, en este mismo espacio, Jaime Mañalich ha hecho dupla con el Presidente en el manejo de la pandemia. Se han reforzado mutuamente, se han avalado las decisiones –muchas de ellas cuestionadas incluso por algunos ministros, como Karla Rubilar–. También han usado las mismas frases erróneas y confusas, como la “vuelta a la normalidad”. Sin ir más lejos, el ministro insistió hace solo un par de semanas en ese concepto, pese a que ya fue desechado por La Moneda. Mañalich se dio el lujo hasta de cuestionar el cierre de los colegios –polemizando esta vez con el titular de Educación– y jamás el Primer Mandatario le ha quitado el piso.
Mañalich tuvo el acierto de plantearle a Piñera una estrategia comunicacional que le ayudaría a subir en las encuestas de manera rápida en la primera etapa de la pandemia. Exitismo, comparaciones odiosas con otros países, autocomplacencia e, incluso, delirio de plantear que Chile había descubierto la fórmula para derrotar al virus más rápidamente.
Pero la apuesta implicaba subir rápido para guardar una cuenta de ahorro que se necesitará después, la fase dramática. Y aunque los resultados no fueron los esperados –un pobre 25% de respaldo–, Mañalich puso en ejecución la segunda parte: responsabilizarse en primera persona de los evidentes errores estratégicos –“yo no me di cuenta… yo confié en esos modelos”–, absolviendo al Mandatario. Eso merecía un reconocimiento público, como ocurrió con el minicambio de gabinete.
El problema en Chile es que faltó humildad frente a la población. Se buscó crear un ambiente de triunfo adelantado, cayendo en una soberbia y aprovechamiento político que se representó en la torpe selfie del Jefe de Estado en el monumento a Baquedano o en promesas difíciles de cumplir. Si el Gobierno, y en particular Sebastián Piñera, hubieran tenido el mismo tono de súplica para alcanzar un acuerdo debido a la catástrofe sanitaria, social y económica que se aproxima, en Chile habría pasado lo que en otros países del continente, que lograron unirse en torno a los presidentes, sin que la gente filtrara su apoyo en función del color político de los gobernantes
Y, claro, el autor intelectual de esa estrategia comunicacional, sin duda, fue Jaime Mañalich. Creo que el ministro tiene claro que lo que viene es muy complejo. Ya se derribaron todos los pronósticos del comienzo –el tiempo de la soberbia– como respecto a cuándo llegaría el peak, el tipo de conducta de la curva, la apuesta por la meseta a fines de abril e, incluso, el número de contagiados.
Hoy es el momento de una actitud de humildad. Aquí ya no hay nada que aplaudir, tampoco alcanzamos un récord Guinness y, menos, habrá Premio Nobel para el titular de Salud. No desmerezco el tremendo esfuerzo personal –e incluso el riesgo de salud– que está haciendo. Sin embargo, hay que valorar la lealtad a toda prueba de Mañalich con el Presidente. No muchos políticos, de todos los sectores, deben estar dispuestos a inmolarse.
Para cerrar, un breve comentario a los actores secundarios de este acotado cambio de gabinete. Sin duda que Mario Desbordes y RN fueron los grandes ganadores. El presidente de la colectividad había criticado duramente, los días previos, la exclusión de su partido en la mesa que busca un Acuerdo Nacional. Y logró su objetivo. Me parece que el diputado ha sido un gran promotor de los pactos, como el del 15 de noviembre, en el momento más álgido de la crisis social –que quedó entre paréntesis–, y lo demostró nuevamente. Y el gran perdedor, lejos, Sichel. No solo salió de La Moneda, sino que el fin de semana, el propio Desbordes, dejó un signo de interrogación enorme al señalar que había mucha gente que aplaudió el cambio.
En todo caso, por lejos, el más contento con la ceremonia del jueves fue Jaime Mañalich. Una buena vuelta de mano de Piñera.