Por Paula Escobar.
Está la grande- dice uno de los ya famosos audiorrelatos del Cachagua-Gate. La joven va contando quiénes y cómo se han contagiado de coronavirus en distintas fiestas en torno al Año Nuevo en Zapallar y Cachagua. Ella exhibe una capacidad de rastreo asombrosa, que se explica no solo por sus posibles talentos para la trazabilidad sanitaria, sino por una endogamia social intensa: todos se conocen con todos.
Un video muestra una casa enorme, con espectacular jardín y vista al mar, donde los jóvenes bailan fascinados; felices y pegados, cero distancia social. El ambiente es de “aquí no ha pasado nada”: ni pandemia, ni dolor, ni miedo, ni muerte. En estos “carretes brígidos” cachagüinos había hasta 200 personas, sin mascarilla, pero sobre todo sin el más mínimo sentido de respeto a la ley, de responsabilidad o de ética, pues el daño y la consecuencia de su conducta afectan literalmente a todos.
Jóvenes frívolos -y cortos de luces- ha habido siempre, y en todos los barrios, balnearios o clases sociales, me dirán. Es verdad y mi ánimo no es estereotipar. ¿Pero quienes tienen más, y pertenecen al 5% más rico (¿o al 1%?), no debieran exigirse más, ya que justamente cuentan con privilegios que el 95% de sus compatriotas no? La desigualdad es un grave problema y global, que además ha aumentado por el Covid, y que ha puesto en el centro del debate este tema, antiguo por lo demás: ¿Puede el grupo más próspero y privilegiado vivir su vida sin que le importe la vida que lleva el resto? ¿Es ético, e incluso sustentable para una sociedad, vivir así? Esto es especialmente esencial en Chile, donde la meritocracia no es la tónica predominante; no lo ha sido ni lo es. Aunque hay mejoras, la cuna sigue pesando demasiado a la hora de definir las posibilidades de vida de cada cual. No es, desde luego, el único factor; sin embargo, las diferencias de niveles de ingresos y acceso a bienes y servicios no se explican por los talentos y los logros personales, o el trabajo duro, pues se parte de bases demasiado diferentes. Más que la inteligencia o el esfuerzo, pesa el barrio de nacimiento, la escolaridad de los padres, el colegio y un sinnúmero de otras vallas que se van poniendo en el camino, incluidas las redes de contactos, especialmente en círculos donde se ufanan porque “todos se ubican” (y trazan).
La desigualdad amenaza la democracia, como explica el profesor Timothy Snyder -experto en democracia y tiranía-, pues hace que la movilidad social sea muy difícil y porque impide tener “una conversación nacional” entre todos. Con diferencias de ingresos tan marcadas, muchos de quienes encabezan la pirámide de riqueza van, consciente o inconscientemente, separándose del resto, dejando de ver sus vidas y frustraciones, y menos las “desigualdades que se hacen insoportables”, como dice Gilles Lipovetsky. Viven en su propio mundo, con el PIB de Noruega y la calidad de servicios de Estados Unidos. Sus problemas son “de primer mundo”, y así quedan inmunes a lo que pasa a su alrededor, especialmente si consideramos la segregación urbana y social chilena. Es fácil -autopistas concesionadas mediante- no ver nunca la realidad del 95% de Chile, si se vive, trabaja y socializa en las “tres comunas” donde justamente ganó el Rechazo a la nueva Constitución. Son filtros mentales que hacen percibir la propia y próspera realidad más amplia de lo que es. No ven la excepcionalidad que es estar en el 5% o el 1% de mayores ingresos, un grupo que hasta en los países africanos vive espléndidamente bien.
El Presidente sin mascarilla en Cachagua y la primera dama en Miami son síntoma de eso también. Son faltas inexplicables de criterio y de sensibilidad el estar en una playa paradisíaca del Pacífico o el Caribe mientras otros deben encerrar obligatoriamente a sus niños los fines de semana, con calores infernales y en departamentos minúsculos.