Por Gabriel Boric y Camila Miranda
Al iniciar su mandato, el gobierno de Bachelet tenía un amplio respaldo ciudadano para llevar adelante la reforma educacional.
La estrategia definida desde La Moneda fue comenzar por la educación escolar, y en ella, por la eliminación del lucro, la selección y el copago. Pero este diseño político, a la larga, no fue capaz de ganar el respaldo de la gran mayoría ciudadana que había levantado la bandera de la reforma educacional. Pretendió unir fuerzas en función de lo que se rechazaba, pero no planteó con claridad lo que se aspiraba a construir; la falta de horizonte fue confesada por la propia Presidenta recientemente al declarar que su “primer sentido fue comenzar por la educación pública”. Peor aún, este inicio facilitó el reagrupamiento de los opositores a todo cambio democrático. La educación pública fue la gran ausente de la reforma en el 2014, a pesar de que el movimiento social e incluso el programa de gobierno la definían como “pilar”.
Sin clarificar si la reforma construirá una nueva educación pública como eje central y preponderante en matrícula en el país, el debate se volvió confuso. Los poderes fácticos recuperaron terreno y, ante ello, la receta del gobierno fue más y más ambigüedad sobre el carácter subsidiario de la política educativa. Se dijo que sí, que fortalecería lo público, pero también que sí, que fortalecería lo privado.
Hoy el escenario es delicado. Con poca claridad, con menos legitimidad social y con la crítica de buena parte de los actores del mundo educacional, los proyectos del gobierno se aprestan a una negociación en el Senado en el momento de menor atención social del año.
Dos relatos se instalan para explicar el problema: de un lado, que se trata de un plan concertado del gobierno por manipular las consignas del movimiento social y, así, profundizar y perfeccionar el mercado educativo; y de otro, que Eyzaguirre no ha sido capaz de explicar bien la desmercantilización de la educación –incomprendida por los estudiantes–, facilitando la resistencia de los poderes fácticos.
En la búsqueda de salidas “viables” para convencer a los privados de sus nuevas regulaciones, y tras la eficacia de su defensa al interior del propio gobierno, pasamos del fin al lucro al CAE inmobiliario; del fin a la selección a la “selección no discriminatoria”; y a que el fin del copago implique un traspaso de recursos públicos a los privados –en un diseño neoliberal sobre la base de vouchers– inédito a nivel internacional.
Ninguna de estas explicaciones es correcta. En esta columna proponemos una interpretación de por qué llegamos donde estamos hoy. La intención es contribuir al debate público sobre educación, con la esperanza puesta en recuperar el carácter transformador de la reforma por la que tantos años llevamos luchando.
Nadie duda de las buenas intenciones que pueda haber en el Ministerio de Educación. Lo que ocurre es que, mientras los cambios no se planteen alterar el carácter subsidiario del Estado y, con él, la primacía de la propiedad privada sobre la pública, toda regulación o financiamiento estatal para solucionar el problema se transforma, en la experiencia chilena, en su agravante.
La historia del copago, del CAE, de la Ley de Acreditación, de la Ley SEP y de las modificaciones al Simce, es justamente esta historia. Con el tiempo, tales instrumentos y subsidios han expandido el sector privado dependiente de recursos fiscales, con el consiguiente empequeñecimiento y crisis de la educación pública. Se forman ATEs, Acreditadoras, se crean Agencias y organismos fiscalizadores. Gracias al CAE y otras medidas, ingresan terceros –en especial los bancos– al negocio educativo; de sus contactos y redes se sedimenta un poder que lentamente coloniza las instituciones públicas, y que redefine la educación a su conveniencia.
De la educación privada lucrativa dependen espacios de trabajo y de socialización para millones de chilenos. Al mismo tiempo que este entramado de mercado profundiza la desigualdad y entrega una educación de bajos desempeños en promedio, con cada reforma crece y se naturaliza en desmedro de la educación pública. Se hace más difícil de cambiar. Los principales beneficiados de este tejido social de mercado –que no son sus “clientes” sino sus dueños– transforman cada reclamo social por más justicia y menos mercado en más subsidios a ellos mismos. Cada avance del Estado es también un avance del mercado y, por tanto, un retroceso de lo público. El CAE, promovido inicialmente como mayor presencia pública en la educación, es el cenit de esta tendencia. El país conoce sus efectos.
Los principales intereses empresariales y culturales vinculados a la educación han comprendido hace tiempo que la derecha política es ineficiente; apuestan en realidad a un lento proceso de cooptación y colonización sobre estas redes, que luego penetra a los partidos, ministerios y agencias de la hoy Nueva Mayoría. No necesitan llegar a la corrupción explícita, ni tampoco se trata de una conspiración centralmente dirigida. Es una densa red de presiones inconexas, y a veces hasta contradictorias, cuyo poder puede orientar o paralizar al mismo gobierno, echando mano a cualquier discurso, sea liberal, conservador, progresista o democrático.
Este proceso, como ha quedado demostrado, no ocurre sólo con la educación. Es un síntoma del déficit democrático de un Estado colonizado hace décadas por intereses empresariales y conservadores, y de una política que se descompone al mismo tiempo que se separa de la sociedad. Con sus lenguajes para entendidos y frases vacías, este juego se naturaliza en nuestras conciencias como la única política posible.
Las movilizaciones de 2006 rompieron con esta inercia. La sociedad tocó la puerta de la secuestrada política. Pero el enjambre de intereses privados se recompuso, presionando sobre la política y los técnicos hasta conseguir el acuerdo de “manos levantadas”. La fuerza de la sociedad fue desperdiciada, la política no entendió que debía apoyarse en ella y, peor aun, la desarticuló activamente. Pero luego, ensimismada, fue aplastada por el peso de los intereses privados. Del reclamo contra el lucro y por la educación pública recibimos más lucro y nos quedamos con menos educación pública aún, a pesar de las intenciones. No fue una conspiración ni un simple engaño, fue el resultado del complejo juego de fuerzas de los distintos intereses en disputa.
La ilegitimidad de esa reforma llevó a 2011. Millones de chilenos abrieron entonces otra oportunidad de cambio. Esa oportunidad sigue abierta. Pero la conducción del gobierno –y en particular del ministro Eyzaguirre– no ha sido capaz de expresar en positivo esta fuerza, sino que más bien ha recompuesto, quizá sin proponérselo, la inercia anterior al movimiento. La decisión política de no buscar un amplio acuerdo social está teniendo como consecuencia no la “racionalización” del debate, sino su secuestro –insistimos, no necesariamente buscado– por los poderes fácticos. Sin sociedad, el gobierno se debilita. Esto explica la evolución del debate sobre el proyecto de lucro, copago y selección.
Del fin al lucro al CAE inmobiliario
El fin al lucro fue uno de los ejes más destacados del proyecto. El objetivo de que los sostenedores sean propietarios –o bien la propiedad de los inmuebles sea pública– es correcto. No obstante, por errores en los mecanismos y las características descritas del debate, este principio hoy se desdibuja. La Iglesia ha conseguido un reservado acuerdo con el gobierno, pues, como se sabe, la educación subvencionada es una estructura importante de su financiamiento. Pero el problema es mayor aún. Se deja abierta la puerta a lucro de facto mediante las remuneraciones autoatribuidas de los sostenedores y a través de arriendos (el mecanismo usado en las universidades para retirar ganancias). Al inicio se dijo que se consideraría sólo el avalúo fiscal. Pero en cuestión de semanas el debate se mueve al valor comercial, so pena de las dificultades de su determinación. Y aún puede superarlo.
Para minimizar el impacto del criticado arriendo, el gobierno propone la autocompra con crédito bancario garantizado por recursos públicos. Como dijo la Presidenta de la FECh, se trata de un verdadero “CAE inmobiliario”. Desde el gobierno y sus técnicos se responde que las tasas bancarias serán bajas. Pero lo mismo se decía del CAE; de nuevo, nadie duda de las buenas intenciones, sino de su capacidad política de resistir el lobby de los bancos, sobre todo cuando se declara por la prensa que sin ellos el procedimiento es imposible. Fue este lobby, y no el diseño inicial, lo que terminó en el “sobrecosto” del CAE, y en la pérdida de millones de pesos para el erario público.
No hay argumentos para que el Estado tenga que pagar lo que –en teoría– dejarán de ganar los establecimientos con fines de lucro. Sin embargo, el Gobierno propone complejas fórmulas para asegurar un retiro íntegro de la inversión. Tensa la reforma como no lo hace para atender a las demandas de los profesores, siendo sus intereses más relevantes para la educación y la calidad.
El lucro de los bancos no es, como dice M. Waissbluth, la “única opción”. Si un privado no quiere dejar de lucrar, sea directamente o a través de arriendos, el Estado tiene todo el derecho de expropiar el inmueble, cederlo en comodato o bien transformar la escuela en una de carácter público, entregando su administración a la comunidad. Este mecanismo fue propuesto por las indicaciones del Centro de Estudios de la FECh (CEFECh) al proyecto, pero se declaró inadmisible con los votos de la Nueva Mayoría.
Algunos descartan la expropiación por sus altos costos. Pero prefieren involucrar a los bancos. Si los recursos que ha desembolsado el Estado por el CAE hubiesen sido entregados a la educación pública, se podría haber financiado educación gratuita a miles de estudiantes. El problema de fondo no es el costo, es el sometimiento, bajo el Estado subsidiario, del interés público al interés privado. Atrapada la reforma en sus estrechos marcos, la presión de los poderes fácticos por mejores condiciones hace el resto. Y sin que el Ministerio se lo haya propuesto directamente, surge otro nicho rentista de acumulación sobre la base de recursos públicos.
En las últimas semanas, además, senadores de la Nueva Mayoría han propuesto modificar los requisitos jurídicos exigibles a los sostenedores de menor tamaño, creando un sistema ad hoc y estableciendo con ello nuevas diferenciaciones entre escuelas que nada tienen que ver con proyectos educativos.
La gratuidad por voucher universal: perfeccionar la competencia
Naturalmente el fin del copago es una medida positiva y necesaria. Pero este camino a la gratuidad consagra el sistema de vouchers. El diseño institucional entre los colegios sigue siendo competitivo, y los recursos siguen entregándose legalmente a estudiantes y no a instituciones. Estos son los pilares de la reforma de la dictadura.
El proyecto, de todos modos, tiene algunos elementos positivos: pone restricciones a la creación de nuevos establecimientos que reciban subvención, intentando –débilmente– que los recursos fiscales no estén a merced de una nueva expansión del mercado; y además, trata de dirigir el uso de la subvención al cumplimiento de ciertos fines educativos. Pero en la medida que se mantiene el diseño fundamental del mercado escolar, estos aspectos se desdibujan. Además, los poderes fácticos han concentrado aquí una de sus mayores presiones. Cediendo a ellos, el gobierno relativizó estos puntos en la presentación de sus propias indicaciones, y es imposible predecir qué sucederá en el debate de enero en el Senado.
Las medidas del Ministerio contemplan a su vez incrementos relevantes de recursos y ampliaciones de la población focalizada en la Ley SEP. Es decir, se blinda la cuestionada normativa, expandiendo el ineficiente “mercado de la calidad” basado en ATEs y el Simce (a la sazón, la fuente de recursos de muchos de los técnicos especialistas en educación).
Tal como en el caso del lucro, había otras posibilidades. Una propuesta seria, naturalmente, debía compatibilizar la construcción de una educación pública como eje central del sistema con la realidad concreta de nuestra educación altamente privatizada y mercantilizada. Como lo demostraron las indicaciones presentadas por el CEFECh, es perfectamente posible acabar con el copago promoviendo una lógica de pacto entre los proyectos educativos particulares y el Estado. Esto hubiese permitido educacionalizar el debate, distinguiendo entre instituciones por lo que enseñan y no por lo que cobran. Tales indicaciones también fueron declaradas inadmisibles.
El perfeccionamiento de la selección: las “excepciones” y la respuesta de clase
En la medida que consideramos la educación un derecho social universal, no caben mecanismos selectivos en ninguna institución reconocida por el Estado. Su fin es, por cierto, positivo. Pero el proyecto del gobierno no acaba con ella en todo el sistema ni en todos los aspectos. Además, su fórmula concreta no aborda las complejidades del asunto y desconoce lo enraizado de la cultura selectiva en nuestra educación, rasgo incluso anterior a la reforma de la dictadura.
La medida concreta excluye a los particulares pagados –los colegios del 7% más rico de la población– y permite que establecimientos “emblemáticos” puedan seguir seleccionando permanentemente (sin que esté claro qué es un “emblemático”).
En el primer caso, se consagra el privilegio de quienes pueden pagar por educación particular. No deja de ser irónico que, mientras se hacen apologías a la mezcla social y se invierte dinero público en campañas de ese tipo, se promueva la existencia de un sector de la sociedad inmune a la reforma y abiertamente privilegiado para segregar y segregarse a su antojo. De hecho, el grupo social de los mismos reformadores.
En el caso de los emblemáticos, lo que debió haber sido un debate de gradualidad de aplicación se transformó en una excepción permanente. Aprovechando el carácter mecánico y apresurado del proyecto inicial, que despertó las legítimas dudas de los liceos públicos tradicionales y emblemáticos del país, los críticos de todo cambio democrático en la educación presionaron al gobierno hasta obtener lo que querían: que la política pública reconozca colegios tipo A y B. Esta no ha sido la postura de las comunidades de los establecimientos públicos emblemáticos, menos de sus estudiantes. El gobierno, en lugar de apoyarse en ellos y modificar el mecanismo de fin a la selección, los atacó y, más tarde, terminó cediendo a las fuerzas conservadoras.
Peor aún, en los últimos días los senadores de la NM se han abierto a ampliar las excepciones sobre la base del intrincado concepto de “selección no discriminatoria”. Es imposible prever en qué terminará esto, pero los augurios no son positivos.
El impostergable acuerdo social por la educación pública
La pérdida de sentido paulatina del proyecto, no obedece ni a un diseño concertado de fortalecer el mercado educativo ni tampoco a errores comunicacionales. Expresa la relación de fuerzas entre los intereses privados beneficiados del Estado subsidiario y una descompuesta clase política incapaz o sin voluntad de abrirse a la sociedad, y de encontrar en ella la fuerza para las transformaciones.
En tal arreglo, naturalmente, una nueva educación pública es imposible. Peor, se la confunde con las condiciones más o menos amigables de la educación privada. Antes hemos discutido este argumento. Son las instituciones públicas las encargadas de terminar con el lucro y el mercado, pero no las cárceles, las agencias o los subsidios. Son las olvidadas escuelas públicas.
En la búsqueda de salidas “viables” para convencer a los privados de sus nuevas regulaciones, y tras la eficacia de su defensa al interior del propio gobierno, pasamos del fin al lucro al CAE inmobiliario; del fin a la selección a la “selección no discriminatoria”; y a que el fin del copago implique un traspaso de recursos públicos a los privados –en un diseño neoliberal sobre la base de vouchers– inédito a nivel internacional. Todo esto, mientras no se sabe nada de educación pública, se excluye al movimiento social, y los colegios que de verdad segregan son omitidos del cambio. Es entendible que la ciudadanía muestre sus dudas y ya no sienta esta reforma como propia.
El imperativo del gobierno de mostrar resultados –para aminorar la caída de legitimidad que implica el camino escogido– presiona a los parlamentarios a trabajar durante el verano. La cocina de enero puede dar a la clase política y a sus técnicos una falsa sensación de tranquilidad. Pero esta tranquilidad es la del avestruz que esconde su cabeza. Tal como en 2006, y probablemente más rápido, las soluciones ineficaces e ilegítimas al problema de la educación sólo ampliarán el larvado malestar con la política. Habremos desperdiciado una oportunidad histórica de reforma educativa, y también dañado profundamente nuestra democracia.
La posibilidad de cambio todavía está abierta. Pero la cocina de enero se presenta como una nueva amenaza a las transformaciones por tanto tiempo exigidas por la sociedad. Recuperar el rumbo es tarea de todos. No podemos desperdiciar esta oportunidad.
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