Las causas profundas del descrédito de las instituciones

Por José Aylwin / Codirector Observatorio Ciudadano

La grave crisis generada en el país en los últimos meses por los casos Penta, Caval –y las sospechas fundadas de nuevos casos de relación incestuosa entre el poder económico y el poder político– han llevado a un reconocimiento trasversal en el país en torno a la falta de credibilidad en las instituciones, y en última instancia, en la democracia que tenemos, y sobre la urgente necesidad de recuperar dicha credibilidad.

Al anunciar la conformación de la Comisión asesora contra los conflictos de interés, el tráfico de influencias y la corrupción, la Presidenta Bachelet, junto con reconocer que “…algunos usan la influencia que otorgan los cargos democráticos y públicos… para obtener ventajas personales”, afirmaba “…no se trata de restituir las confianzas en beneficio de algún actor particular, de mí, del Gobierno o de los empresarios. Esto es una necesidad del país, de la salud de la democracia que todos necesitamos para vivir”.

Por su parte, al asumir como presidente del Senado, Patricio Walker sostuvo el 11 de marzo pasado, al referirse a la coyuntura actual: “Estoy asumiendo la responsabilidad de ser presidente del Senado en un momento en que la política y las instituciones públicas están expuestas a una creciente desconfianza de la ciudadanía, por lo que debemos reaccionar de manera decidida y proactiva, comenzando por exigir mucho más de nuestra propia forma de construir y hacer política”.

Me refiero por cierto a la Constitución de 1980, la que con su entramado jurídico aún vigente, permitió –y sigue permitiendo– la acumulación exacerbada de la riqueza y de los bienes públicos –aguas, recursos del suelo y del subsuelo, entre otros– en unos cuantos conglomerados familiares. Asimismo ha posibilitado la desmedida influencia que estos conglomerados tienen –por la vía del financiamiento de la política binominal, del lobby parlamentario y de la propiedad de los medios de comunicación, entre otros mecanismos– en las instituciones públicas, como el Congreso Nacional, y en los partidos políticos.

Se trata, sin duda, de reconocimientos importantes, aunque claramente insuficientes, ya que no dan cuenta de que el descredito de la institucionalidad y la democracia no son fenómenos nuevos, sino de larga data. Menos aún dan cuenta de las causas profundas de dicho descredito y, en última instancia, de la crisis de la institucionalidad vigente. En efecto, de acuerdo a estas y otras afirmaciones de quienes ocupan las funciones públicas más relevantes del país, la Presidencia de la República y la presidencia del Senado, sobre la crisis política actual y cómo salir de ella –ni hablar aquí de las afirmaciones de personeros opositores–, pareciera que estamos frente a un fenómeno nuevo, solo relacionado con los casos de corrupción antes referidos.

Pero, como sabemos, la pérdida de credibilidad en las instituciones democráticas en el país es un fenómeno prolongado, constatado por años a través de diversos estudios. Así, por ejemplo, el informe del PNUD de Auditoria a la Democracia chilena constataba el año pasado que la confianza ciudadana en el Congreso Nacional y en los partidos políticos para el 2002 escasamente superaba el 20% en el primer caso, y el 10% en el segundo. El mismo informe indica que, no obstante un leve repunte en la credibilidad de estas instituciones en los últimos años, ésta se mantiene en niveles muy inferiores a la de la mayoría de los estados de América Latina.

Más aún, en los planteamientos de estas autoridades no se hace vinculación alguna entre el desprestigio de la política y los evidentes límites de la institucionalidad vigente para impedir este tipo de situaciones abusivas, y para asegurar una democracia efectiva, en que la ciudadanía pueda ser un contrapeso efectivo al poder político y al poder económico, y en que la igualdad en el acceso a las funciones públicas, y a los bienes del Estado, sea real y no una ficción como lo es hoy.

Me refiero por cierto a la Constitución de 1980, la que con su entramado jurídico aún vigente, permitió –y sigue permitiendo– la acumulación exacerbada de la riqueza y de los bienes públicos –aguas, recursos del suelo y del subsuelo, entre otros– en unos cuantos conglomerados familiares. Asimismo ha posibilitado la desmedida influencia que estos conglomerados tienen –por la vía del financiamiento de la política binominal, del lobby parlamentario y de la propiedad de los medios de comunicación, entre otros mecanismos– en las instituciones públicas, como el Congreso Nacional, y en los partidos políticos.

Llama la atención, además, la advertencia hecha por el senador Walker en el sentido de que, crisis como la actual, deben ser abordadas por los partidos políticos, pero sin dejarse seducir por “alternativas populistas”. Así afirma: “Cuando los dirigentes políticos no somos capaces de actuar a tiempo frente este tipo de desconfianza, las comunidades terminan optando en ciertas coyunturas por alternativas populistas que, indefectiblemente, asumen el poder con el ánimo y el criterio de ejercerlo sobre la base del desprestigio y el debilitamiento de las instituciones democráticas. Y la historia nos enseña que el remedio termina resultando siempre peor que la enfermedad”.

Se trata de una afirmación sorprendente, por cuanto parece entregar a la dirigencia política cuestionada el monopolio de la solución a la crisis institucional que ella misma ha generado. Aunque no lo señala expresamente, resulta evidente que el senador Walker está descalificando la propuesta que crecientes sectores de la ciudadanía hemos venido proponiendo como opción para superar la prolongada crisis del sistema político chileno, cual es la construcción de un nuevo acuerdo social expresado en una nueva Constitución, que reemplace la de 1980, y establezca nuevas reglas de la convivencia política y económica que pongan término a las inequidades y exclusiones a las que ella ha dado lugar. Ello, por cierto, a través de vías inclusivas, como lo son las asambleas constituyentes, en las que todos los sectores  sociales y políticos, a diferencia de lo que hasta hoy ocurre en el Congreso Nacional, puedan estar representados.

Es en este contexto que la comisión asesora propuesta por Bachelet, si bien valorable, en particular por una integración que trasciende el binominalismo de antiguas comisiones, no debe generar falsas expectativas. Ello en primer término por cuanto sus conclusiones, como ha ocurrido con comisiones presidenciales anteriores, deberán traducirse en proyectos de ley que deben ser aprobados por el Congreso Nacional, a cuya falta de credibilidad ya nos referimos. Pero más importante, porque ésta apunta solo a una de las manifestaciones de la crisis del sistema político chileno –la corrupción–, y no a sus raíces profundas, la Constitución de 1980 y su entramado legislativo, que ha posibilitado las asimetrías de poder económico y político que hoy se hacen escandalosamente visibles.

Es por ello que la discusión sobre el procedimiento para la elaboración de una nueva Constitución política, que el Gobierno había postergado para este año y respecto a lo cual se espera un pronunciamiento de la Presidenta Bachelet en su mensaje del 21 de mayo próximo, adquiere hoy más relevancia que nunca. Sería impresentable, en el contexto actual, que esta tarea fuese entregada por ella –como algunos sectores afines a su Gobierno proponen– al Congreso Nacional. También sería impresentable que ella fuese entregada a una comisión de expertos de alto nivel desvinculada de la ciudadanía, para que luego sus propuestas sean refrendadas por el mismo Congreso Nacional.

Es el momento de que el Gobierno de la Presidenta Bachelet considere y haga suya la fórmula a través de la cual las sociedades modernas y verdaderamente democráticas han logrado construir pactos sociales y políticos que han permitido superar crisis de legitimidad política como la que hoy vive el país, esto es, la asamblea constituyente. Si entendemos las constituciones políticas no solo como instrumentos jurídicos, sino como el resultado de procesos que permiten la construcción de acuerdos sociales y políticos que aseguren la convivencia democrática de una sociedad, la asamblea constituyente, lejos de ser un mecanismo populista como algunos podrían pensar, es el mecanismo más adecuado para estos efectos. La experiencia de numerosos estados tanto en Europa como en América Latina, que han construido sus constituciones por esta vía y hoy cuentan con democracias sólidas e inclusivas, da cuenta de ello.

Esperamos que esta oportunidad única para recuperar la credibilidad en la democracia y en las instituciones públicas en el país no sea desestimada por la Presidenta Bachelet.

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