El incierto futuro laboral de los postgrados de Chile

Por Delegados de Postgrado FECHDirectiva de Coordinadora de Estudiantes de Postgrado PUC

En los últimos años, Chile ha incrementado la matrícula de estudios de postgrado tanto a nivel nacional como internacional, con el fin de promover la formación de capital humano avanzado, fortalecer la base científica y tecnológica del país y establecer vínculos internacionales académicos. No obstante, la institucionalidad para la producción de conocimiento en nuestro país enfrenta una crisis inminente. La falta de planificación y previsión política de CONICYT ha generado una situación que se presenta, cada vez más, como una segura crisis humana y productiva. Como miembros de organizaciones de estudiantes de postgrado de las dos universidades chilenas con mayor cantidad de alumnos inscritos en ese nivel, creemos necesario enfatizar en este primero de mayo uno de los aspectos más graves de esta crisis: el oscuro e incierto futuro laboral de los estudiantes de postgrado en Chile.

Esta preocupación también adquiere pleno sentido y razón de ser encontrándonos en fechas cercanas a una nueva conmemoración del Día de los Trabajadores. Una jornada que también nos involucra: más allá de la acumulación de credenciales, sabemos que un primer paso para constituirnos como investigadores que aportan al país es saber comprendernos a nosotros mismos como trabajadores, o como futuros trabajadores, insertos en un entorno social y productivo.

De acuerdo a datos de la Base “Índices” del Consejo Nacional de Educación (CNED), la matrícula de postgrado en Chile se ha más que duplicado en la última década, pasando de cerca de 23 mil estudiantes en 2005 a más de 55 mil al año 2013. Existen diversas razones para este explosivo crecimiento de la matrícula. Una de ellas es la permanente crisis de financiamiento de las universidades públicas, fruto del esquema de autofinanciamiento y abandono impuesto a partir de las reformas en los años 80´. Así, estas instituciones han visto en la apertura indiscriminada de programas de postgrado una seductora oportunidad de obtener recursos. Por supuesto, la pregunta por la pertinencia de los programas de postgrado que se generan pasa a un décimo plano cuando la prioridad número uno es la generación de flujos de recursos que alimenten la “caja chica” de las facultades y unidades académicas.

La política pública, por su parte, ha alimentado este explosivo crecimiento al plantearse explícitamente como objetivo el aumento de la matrícula, y con ello del número de postgraduados. Así, la herramienta primordial ha sido el incentivo mediante becas orientadas al “incremento del número de investigadores y profesionales de excelencia con alta preparación en todas las áreas del conocimiento para el desarrollo de Chile y su participación activa en el mundo globalizado”, como señala CONICYT en su Declaración de Principios. Una política que además desde el año 2008 ha incorporado fuertes incentivos para la formación de investigadores en el extranjero mediante el programa de Becas Chile.

Si es que se observa la situación exclusivamente bajo el prisma del incremento cuantitativo de los postgraduados, esta concepción de política pública pareciera ser exitosa. Según estimaciones hechas sobre la base de las cifras entregadas por CONICYT, desde el 2008 a la fecha el Estado ha enviado a más de 3000 becarios de doctorado al extranjero y ha financiado el estudio de otros más de 3500 doctorandos en nuestro país. Y a futuro, estimaciones como las que realizan Horacio González y Alejandro Jiménez, por ejemplo, proyectan para el año 2018 un aumento del 88% en el número de doctores, pasando de los 4559 existentes al año 2012 a cerca de 8560 en el año señalado.

Sin embargo, esta primera lectura optimista se ve frenada abruptamente cuando se contrasta con una gran interrogante: para qué estamos promoviendo con esta intensidad la formación de postgraduados. Esta pregunta, que pareciera tan sencilla, fue ignorada durante años por la institucionalidad científica chilena. La política de ampliación cuantitativa de la matrícula de postgrado nunca tuvo correlato en una mayor inversión en Investigación y Desarrollo que le diera sentido a la formación de más y mejores profesionales: cabe señalar que Chile destina a estos efectos un 0,35% de su PIB, lejos del 1% promedio de América Latina y más lejos aún del 2,4% promedio de la OCDE. Y dentro de lo mismo, esta expansión de la matrícula de postgrado no estuvo acompañada de una iniciativa clara que orientase dónde y cómo insertar laboralmente a los nuevos postgrados.

Hasta ahora, la principal fuente laboral para los postgraduados chilenos ha sido el ámbito universitario. Una fuente que pareciera estarse agotando: cada vez se hace más evidente la saturación en los puestos para investigadores en las universidades chilenas, especialmente en las áreas de ciencias sociales y humanidades. De acuerdo al mismo artículo de González y Jiménez antes mencionado, al año 2012 en Chile había cerca de 8300 investigadores trabajando en las universidades. Y si uno piensa en la inminente llegada de un contingente de nuevos doctores, que representa más de la mitad de la capacidad actual de la academia, las perspectivas futuras están lejos de presentarse promisorias.

Para seguir profundizando, los timoratos esfuerzos por insertar a los nuevos postgraduados en la industria y en el aparato estatal han chocado con una muralla de hierro: el carácter extractivo y rentista de la matriz productiva chilena, escasamente intensiva en conocimiento, y por lo tanto con escaso potencial de incorporar creativamente el aporte de nuevos investigadores e innovadores. Así, por ejemplo, el año 2014 menos de 20 doctores participaron en el Programa de Inserción de Capital Humano Avanzado en el Sector Productivo, mientras la cantidad de proyectos realizados bajo el Incentivo Tributario a la Inversión Privada en Investigación e Innovación bordea tan solo 200 en los últimos 7 años. A la evidente insuficiencia de estos números, se añade que el 44% de los becarios de doctorados en el extranjero se encuentran en el área de las Ciencias Sociales y un 13% en el de las Humanidades (de acuerdo a datos de CONICYT, p.49), los que difícilmente encontrarán un lugar en el limitado sector productivo chileno.

Por si todo lo anterior fuese poco, cabe también agregar que todas las cifras que se han mencionado con anterioridad están basadas principalmente en el número de becarios de doctorado financiados por CONICYT. Existe un gran universo que no es posible dimensionar porque sería demasiado extenso, incluyendo el gigantesco número de estudiantes de magíster, y los estudiantes de doctorado que no fueron becados por esta institución.

En resumen, el futuro laboral de los estudiantes de postgrado se vislumbra oscuro. Los 4500 nuevos doctores que volverán a nuestro país en los próximos años estarán constantemente amenazados por el subempleo, en trabajos como profesores a honorario sin estabilidad laboral que no sacan provecho de las habilidades que adquirieron durante su formación, o en otro tipo de empleos que podrían haber desempeñado perfectamente sin los años extra de estudios.

Así, llegamos a un escenario donde comenzamos a cosechar los “frutos” de una política dedicada exclusivamente a incrementar cuantitativamente el número de postgraduados: un alza en el promedio de escolaridad esperado y requerido en el mercado laboral. Y el gran objetivo que debiese guiar la formación de postgrado, como lo es la promoción del desarrollo en nuestro país mediante la producción de conocimiento de avanzada, ha quedado relegado como tantas otras cosas en el baúl de la retórica y las buenas intenciones. Precarizando, de paso, los proyectos de vida de miles de estudiantes a los que se les vendió la oportunidad de cursar un postgrado como la llave para un paraíso académico y laboral.

Se trata a todas luces de un problema grande y complejo, que no puede ser resuelto simplemente por decreto ni por reordenamientos burocráticos. Los múltiples problemas internos de CONICYT han demostrado que ya con su actual dimensión no da el ancho. Difícil entonces resulta imaginarlo como un organismo eficaz si se lo convierte en un Ministerio de la Ciencia y Tecnología, que es lo que se ha deslizado en la reciente creación de la Comisión Presidencial de Ciencia para el Desarrollo, como si mediante aquella transformación burocrática se esfumasen por arte de magia los problemas de nuestra institucionalidad científica. Una “solución” que incluso puede ser un remedio peor que la enfermedad, convirtiéndose en un organismo que burocratice, diluya, anestesie, y por lo tanto finalmente acabe, con cualquier posibilidad de resolver los problemas de fondo.

Para resolver el dilema del futuro laboral de nuestros postgraduados, no basta con una ampliación burocrática. Es necesario un giro radical en los principios bajo los cuales se ha basado la política de promoción de ciencia y tecnología en Chile.

Una nueva institucionalidad debe tomar como principio rector el fortalecimiento de la iniciativa pública en torno a la producción de conocimiento. Sin ello, cualquier anuncio burocrático será un aporte más cosmético que real al aprovechamiento efectivo de las habilidades que adquirieron los investigadores durante su formación. La nueva institucionalidad debe ser fruto de una reforma estructural que la ponga al servicio de todas y todos. Una institucionalidad que sea un aporte para nuestro desarrollo y no, como ha sido hasta ahora, una máquina generadora de subempleados y mano de obra sobre calificada. Los estudiantes de postgrado debemos tener muy claro que solo nuestra propia iniciativa colectiva podrá iluminar nuestro problemático y oscuro futuro. La participación en las diferentes organizaciones ya existentes en nuestros respectivos espacios, o la creación de nuevas donde no las haya, es nuestra mejor apuesta.

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