Por Juan Pablo Cárdenas/ Director Radio U de Chile
Según los expertos, el Síndrome de Estocolmo es una reacción psicológica en que las víctimas de distintos abusos o vejaciones desarrollan una relación de complicidad y un fuerte vínculo afectivo con sus victimarios. Se calcula que hasta un veintisiete por ciento de los agredidos manifiestan esta actitud, como consta que muchos chilenos que fueron afectados en su integridad mediante secuestros, torturas y otros horrores al final mostraron señales de este síndrome, así como también lo manifestaron algunos agresores respecto de sus antiguas víctimas.
A la luz de lo que sucede en Chile no puedo dejar de pensar en que en nuestra clase política dirigente son muchos los casos de personas que por haber padecido el exilio, la cárcel y otras agresiones terminaron empatizando con sus antiguos verdugos. Ello podría explicar la forma en que ciertas autoridades se empeñan en perpetuar y exigir el cumplimiento estricto de la Constitución de 1980 que antes catalogaron como ilícita e intrínsecamente antidemocrática. La resistencia en ellos de una Asamblea Constituyente podría tener origen en este mal que alude a la capital se Suecia, sin duda uno de los países considerados como referente de lo que hay que hacer en Chile para consolidar la soberanía ciudadana y una reforma tan importante como la educacional.
Estarían afectados, también, por el Síndrome de Estocolmo un buen número de políticos que, conscientes del daño infringido por dirigentes de derecha y empresarios, no se han hecho cargo en veinticinco años de posdictadura de reemplazar o siquiera hacerle reformas sustantivas al modelo económico social legado por la Dictadura. Partidos y dirigentes que han llegado a la impudicia de solicitar recursos a las empresas confiscadas por Pinochet a todos los chilenos para favorecer y fundar la riqueza actual de sus más dilectos amigos e impunes encubridores. En este sentido, quizás la expresión extrema de este mal radicaría en la solicitud de dineros que les hicieron no pocos candidatos del oficialismo y de la izquierda a connotados golpistas y criminales en el propósito de financiar sus campañas electorales. Recurriendo, incluso, a un Julio Ponce Lerou, de quien se sabe se enriqueció gracias a la estratégica empresa estatal que le confiriera el propio Dictador y suegro. Un aventajado yerno que, además de esto, oficiara también como director del Instituto de Desarrollo Agropecuario (Indap), cuando en la Araucanía arreció el despojo, el homicidio y la desaparición hasta hoy de centenares de mapuche, luego de que el Régimen Militar desconociera la Reforma Agraria que empezaba a devolverle sus tierras usurpadas por el propio Estado, como por los colonos extranjeros o cuatreros que éste instaló en el sur del país. Es decir, en el flagrante desconocimiento que hicieron algunos gobiernos de los dos tratados firmados Por Chile con esta etnia y en los que se reconocía sus territorios y derechos.
Todo el encantamiento con el sistema neoliberal y la placentera connivencia de socialistas, demócrata cristianos y otros con las clases patronales sería una manifestación elocuente de este mal, tal como el desdén que nuestros parlamentarios y autoridades del gobierno expresan contra los derechos sindicales, la negociación colectiva y otras demandas laborales.
Propio es también descubrir el Síndrome de Estocolmo en aquellas autoridades, como el actual Subsecretario del Interior Aleuy, cuando asegura que las manifestaciones sociales están integradas en un 30 por ciento de delincuentes comunes y violentistas. Un despropósito tan ofensivo, como lesivo a la credibilidad del Gobierno, que no tiene otro propósito que atacar la indignación social y la protesta con violencia policial, la infiltración de provocadores y soplones en las organizaciones políticas y sociales de la misma forma en que lo hacían sus antecesores que ocupaban los mismos cargos durante esos diecisiete años de horror e interdicción ciudadana.
Equivocadamente, se les atribuye muchas veces algún mérito a ciertos personajes que sufrieron el exilio, la cárcel y la pérdida de familiares y que, curiosamente, hoy se muestran tan proclives a dialogar y afianzar acuerdos con sus antiguos delatores, persecutores y agresores. Una actitud que ciertamente no se debe atribuir a una genuina reconciliación, sino del padecimiento de un mal bastante más frecuente de lo que se creía. Un síndrome que, agregado al arribismo social, resulta demasiado perjudicial para un país demasiado atado ideológicamente a un Pinochet que se resiste a ser superado. Pese a los años, trampas y fracasos reiterados.
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