Gratuidad: Un paso para un derecho social

Por Camila Vallejo/ Diputada PC

Cuando hablamos de gratuidad nos referimos a un elemento indisociable de la institucionalidad del sistema, del camino a realizar la educación como un derecho universal y hacia donde queremos llegar con la educación.

La Discusión sobre  la gratuidad ha caído en un reduccionismo brutal, donde abundan falsos lugares comunes que mediocremente confunden el camino a la realización de un derecho social como un simple subsidio de beneficencia a los más vulnerables.

Cuando el movimiento estudiantil del 2011 logró instalar en el debate público nacional la necesidad de reformar la educación, lo hizo pensando en la necesidad de construir un sistema basado en la concepción de la educación como derecho social universal, pero también como una inversión social, ya que era la sociedad entera la que se vería beneficiada al contar con una masa crítica, profesional y técnica, con las herramientas necesarias para transformar positivamente nuestra realidad, superando las injusticias y profundizando la democracia desde sus distintos ámbitos de competencia.

Esto implica comprender de otra manera la calidad de la educación, es decir, no como una cuestión meramente académica o estandarizada en términos cuantitativos; significa promover la capacidad de las instituciones para formar ciudadanos con valores democráticos, al servicio del país y sus necesidades, porque de poco sirven los médicos sin compromiso social, aunque tengan buenos resultados en el Eunacom, o técnicos sin capacidad de cuestionar el uso de la técnica.

Lo anterior nos llevó a comprender que el derecho a la educación no debe responder sólo a financiar a los estudiantes según su ingreso per cápita (o gratuidad según pobreza), si es que no nos preocupábamos del espacio dónde los profesionales chilenos se forman. Este es el origen de la necesidad de crear un nuevo marco regulatorio que norme el funcionamiento de nuestro sistema de educación superior. 

Pero, es especialmente coherente e ineludible debatir democráticamente la acción del Estado en este ámbito, porque la realización del derecho social a la educación se vincula con la reconstrucción del sistema estatal, mandatado a garantizar este derecho para todos y todas sin distinción, y con una misión de desarrollo país, capaz de contribuir con profesionales y técnicos de alto nivel, que aporten sustancialmente en la construcción de un Chile cada vez más soberano desde el plano de sus deberes y derechos sociales, económicos, políticos y culturales.

Evidentemente, el sistema debe nutrirse de instituciones privadas que alimenten y enriquecieran esa vocación y compromiso social, para lo cual la sociedad, a través del Estado, debe tratarlas como aliadas, en el marco no sólo de su financiamiento, sino también en su articulación con el resto del sistema.

En definitiva, cuando hablamos de gratuidad, no hablamos exclusivamente de un mecanismo de necesaria inclusión, sino como un elemento indisociable de la institucionalidad del sistema, del camino a realizar la educación como un derecho social universal y, en definitiva, del horizonte hacia dónde queremos llegar con la educación chilena. No podemos ser ingenuos y creernos que el financiamiento de la gratuidad es al estudiante, ya que los aranceles los fijan las instituciones para financiar su administración, sus académicos y funcionarios entre otras cosas, es decir, son recursos para el funcionamiento de instituciones, no de los estudiantes exclusivamente. 

Espero que la contingencia de la sentencia política antidemocrática del TC sea prontamente superada por un debate con altura de miras, alejado de populismos asistencialistas, que usan como escudo humano a los más vulnerables para avalar la entrega de recursos a proyectos ideológicos sin pluralismo, a negocios de casas de estudios “de cartón”, muchos de los cuales hoy exigen el derecho a la gratuidad para sus jóvenes más vulnerables, pero al mismo tiempo niegan sus derechos civiles a la participación y la libre organización.

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