Por Héctor Soto/ Abogado, periodista. Dirige el Diplomado de Escritura Crítica UDP
El dilema de fondo en la actualidad es si el gobierno de Michelle Bachelet cambió los ejes del país para siempre o si su programa de reformas fue sólo un intento por corregir desequilibrios del modelo que el país consideraba inaceptables. Si se trató de lo primero, nada ni nadie de la política de la transición tendría futuro; la sociedad chilena habría vuelto la página y jubilado a las dirigencias que tuvo. Si fue lo segundo, Chile entonces podría abrirse a una síntesis entre lo que fue la transición -una transición exitosa, pero con bolsones problemáticos- y el reformismo compulsivo de este gobierno.
Esa disyuntiva no está zanjada. Nadie tiene muy claro adónde quiere ir Chile. Es revelador que, aun cuando la actual Presidenta tenga el mayor nivel de rechazo ciudadano registrado por las encuestas desde 1990, nada garantiza que la oposición de derecha volverá al poder en 2018. Chile parece acostumbrado a vivir en la paradoja. Piñera en La Moneda lo hizo bien y a nadie le cupo duda en 2013 que el gobierno cambiaría de mano. Bachelet lo ha hecho mal, pero, a pesar de eso, la actual coalición podría volver a triunfar en dos años más. El gobierno de Bachelet habrá fracasado a la hora de satisfacer las expectativas que generó, pero el fracaso de la derecha ha sido todavía más rotundo al ser incapaz de capitalizar el descontento generado por esta administración. Este factor podría abonar la hipótesis de que el país cambió irreversiblemente y que a estas alturas ya no quiere saber nada ni de las matrices políticas ni de los liderazgos que nos permitieron pasar, sin mayor trauma, de la dictadura militar a la convivencia democrática.
Sin embargo, el asunto no es tan claro. El solo hecho de que en estos momentos los horizontes de la carrera presidencial estén capturados en el imaginario de la cátedra por dos ex mandatarios -Lagos y Piñera- indicaría que el Chile de los 90 y los 2000 se niega a morir. No es poca cosa que en medio del desorden del oficialismo el nombre de Ricardo Lagos haya vuelto a emerger como garantía del liderazgo resuelto, responsable y firme que se requiere para superar los actuales vacíos de poder. Tampoco es anecdótico que en momentos muy corrosivos para el prestigio de la política, Piñera haya sido prácticamente la única figura de trayectoria cuyo rating el año pasado mejoró.
¿Significa eso que estamos yendo a una elección que terminará jugándose entre esos dos nombres? En realidad, no; para nada. Hoy ni siquiera está claro que ambos quieran competir. Y aun si lo quisieran, tampoco la tienen fácil, entre otras cosas porque ambos están obligados a someterse a un proceso de primarias cuyo desenlace está lejos de estar garantizado. Falta, además, mucho para entonces, y en el camino nadie podría descartar que aparezcan nuevos actores y nuevas condiciones que cambien de raíz el tablero.
Para el ex Presidente Lagos el margen de acción es especialmente estrecho. Como ha quedado en evidencia en los últimos días, Lagos es un problema para el vértice más izquierdizante de la Nueva Mayoría. También lo es para los movimientos que están a la izquierda del oficialismo y que son los que en este momento le quitan el sueño al eje PS-PC. Para estos partidos la peor pesadilla es que surja una candidatura a la izquierda de ellos y lo que están haciendo es tratar de prevenirla. A eso responde, por ejemplo, la presión que hay en el PS por sacar una reforma laboral dura y que les endose definitivamente el poder de la negociación colectiva a las dirigencias sindicales.
Obviamente, estas circunstancias complicarán a Lagos, más todavía si la DC decide llevar candidato propio. Para este partido eso tiene, por supuesto, un doble riesgo: volver a hacer el ridículo que hizo en la primaria anterior de la Nueva Mayoría y volver a tener que comprometerse con una candidata, probablemente la senadora Allende, que no tiene muchas afinidades con la colectividad. Así las cosas, aun sabiendo que es difícil para cualquier partido renunciar de antemano a tener un precandidato suyo, la DC tendrá que analizar muy seriamente sus opciones para darse cuenta de que Lagos, al menos por ahora, sería su mejor carta. Sin el apoyo DC, por otra parte, es casi imposible que el ex presidente acepte ir a primarias.
Las cosas a lo mejor son algo menos complicadas en la derecha. Pero tampoco Piñera tiene la suerte comprada. Se diría que en el sector nunca la mesa estuvo mejor puesta que ahora para eventuales aventureros. Si Parisi en la última elección ya le infligió un daño sustancial a la candidatura de la Alianza, mejor ni pensar en lo que alguien como él podría hacerle ahora, cuando el prestigio de los partidos del sector está más herido que entonces.
A menos de dos años de la próxima campaña presidencial, el país por primera vez avanza a ciegas. Hasta aquí, los chilenos elegíamos presidentes con mucha, mucha anticipación. Lo más probable es que la próxima vez no sea así. Va a ser una elección más incierta. Vamos a tener -muy importante- campañas más pobres. Y buena parte de lo que ocurra dependerá de los dos años que le restan a Bachelet. Su gobierno -con todo lo decepcionante que ha sido- ya corrió las fronteras y en dos años el país será convocado a decidir si esta fue una fuga transitoria del rumbo en que veníamos o la primera estación de una ruta sin vuelta atrás. En el primer entendido, Lagos y Piñera tienen futuro. En el segundo, ninguno.
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