Filtraciones: el doble estándar de la clase política

Por Mauricio Daza/Abogado. Magíster en Derecho Penal y Procesal Penal.

En la discusión de la llamada «Agenda Corta Antidelincuencia» se incorporó, al final de su trámite ante la Comisión de Constitución del Senado, una indicación por medio de la cual se pretendía castigar a toda persona que revelara, en cualquier evento, antecedentes contenidos en una investigación penal en curso, con una pena de entre 61 días y 3 años de cárcel, lo cual fue aprobado sin debate y de manera unánime por la Sala de la Cámara Alta.

Frente al revuelo que generó la revelación pública sobre la aprobación de esta norma, el Senado se vio obligado a dar un paso atrás.

De esta forma, se cambió el contenido de la disposición, limitando el castigo «solo» a los funcionarios públicos y a las partes del proceso que revelen ciertos antecedentes de una investigación criminal, con una sanción de multa que puede llegar hasta las 200 UTM, o una pena de entre 61 y 541 días de presidio.

Pero, más allá de estos cambios cosméticos, nos encontramos frente a una discusión que se ha realizado a la rápida y con escasa transparencia, donde la precariedad de los argumentos que se han utilizado para justificar esta legislación represiva pone de manifiesto los verdaderos motivos que se encuentran detrás de su establecimiento.

Se ha señalado que estaríamos ante una medida necesaria para resguardar el éxito de las investigaciones penales, no obstante que dicho objetivo se cumple plenamente en la actualidad, a través de los instrumentos que ofrece la legislación vigente.

Es así como el Código Procesal Penal consagra una regla general de «reserva», en virtud de la cual las investigaciones criminales solo pueden ser conocidas por las partes o “intervinientes”, es decir, fiscales, defensores, querellantes, imputados y víctimas, estableciéndose como excepción una regla de «secreto», la cual implica que por un periodo acotado, y para resguardar el éxito de la investigación, la Fiscalía puede ordenar que determinadas actuaciones, registros o documentos sean mantenidos en secreto respecto del imputado o de los demás intervinientes, cuando lo considere necesario para el éxito de la investigación.

Ha sido precisamente este último instrumento el que ha permitido al Ministerio Público resguardar de manera eficaz la efectividad de las investigaciones penales que tiene a su cargo, en un contexto en que la ley establece que este secreto se puede extender hasta por 40 días como regla general, pero en casos de delitos especialmente graves o complejos se puede aplicar por periodos superiores. Es así como, por ejemplo, la ley de drogas permite declarar el referido secreto por un periodo de 90 días, la ley de conductas terroristas por 6 meses, y la ley de lavado de activos por el mismo plazo, entre otros casos.

De esta manera, el hecho de criminalizar en todo evento la divulgación de investigaciones penales sobre las cuales no se haya declarado secreto, especialmente cuando se trata de materias que son relevantes para el interés público, además de atentar en contra de los principios de transparencia y publicidad que fundan la reforma procesal penal, no reviste ningún avance concreto para garantizar el éxito de una investigación.

Es por eso que quienes sostienen este argumento para justificar la norma cuestionada no son capaces de señalar un sólo caso donde una «filtración» haya afectado de manera concreta el éxito de una investigación.

Por otra parte, esta normativa produce el absurdo de que la víctima de un delito que cause una grave conmoción pública y que entregó su versión ante la Fiscalía, en caso de contarle a un tercero o a la prensa lo que le sucedió o de revelar cualquier diligencia que se haya realizado en la investigación del delito que le afectó, arriesgue por la «filtración» una sanción penal que puede ser incluso mayor a la de quien lo atacó.

Además, la sanción que se pretende establecer para las «filtraciones» es mayor a la contemplada por la ley vigente para delitos graves, tales como el abuso de empleados públicos contra particulares, la fabricación y distribución de armas ilegales, el arresto ilegal, la violación de morada, el uso indebido de fondos públicos, entre muchos otros.

Por otro lado, se afirma, por parte de los personeros políticos que apoyan esta verdadera ley mordaza, que se trata de una normativa que es necesaria para resguardar la presunción de inocencia.

Lo primero que llama la atención en este punto, es que las mismas personas que durante décadas han construido un discurso político a partir de criticar la supuesta “puerta giratoria de la delincuencia», que se generaría a partir de la actuación «irresponsable y abusiva» de «jueces garantistas», quienes estarían más preocupados de «los derechos de los delincuentes que de los derechos de las víctimas», súbitamente se han transformado en las defensores acérrimos de las garantías procesales y de la presunción de inocencia, solo después de que ellos mismos o sus financistas o correligionarios se han visto involucrados en investigaciones por delitos tributarios o cohechos reiterados. Hipocresía pura.

Si la publicidad de los antecedentes que fundan una causa penal fueran realmente atentatorios en contra de la presunción de inocencia, entonces lo que deberían hacer nuestros legisladores sería declarar como secreta no solo la indagación que realiza el Ministerio Público, sino que todas las audiencias que se realizan ante los tribunales, incluso el juicio oral, ya que en ellas se expone información detallada que funda la imputación que se realiza en contra de una persona a la que se le atribuye el haber cometido algún delito.

Lo anterior, además de absurdo, implicaría poner una lápida a los principios de publicidad y transparencia del proceso, que son parte de aquellas pocas cosas positivas que la opinión pública le reconoce mayoritariamente a la reforma procesal penal.

Lo que no es aceptable en esta materia es aprobar una norma que fue presentada en términos tales de impedir un debate amplio y profundo sobre su contenido, y por medio de la cual se impone una verdadera mordaza, la cual busca que los antecedentes que dan cuenta de graves delitos en contra de la fe pública en los que aparecen relacionados parlamentarios y personeros de todos los sectores políticos, no puedan ser conocidos por la opinión pública. Esto, afectando gravemente la labor de la prensa y de la comunidad para exigir que los funcionarios, que tienen la obligación de investigar delitos bajo el principio de objetividad, lo hagan efectivamente y de manera acuciosa, con prescindencia de la posición de poder político y económico de los involucrados.

Si se quiere legislar en serio sobre esta materia, lo que corresponde es que se envíe un proyecto de ley independiente al Congreso, y que en el contexto de su tramitación puedan dar su opinión fundada todas las partes interesadas, que no han sido escuchadas hasta ahora, tales como la Asociación Nacional de Fiscales del Ministerio Público, la Defensoría Penal Pública, agrupaciones de víctimas de la delincuencia, entre otros.

En caso contrario, solo estaremos ante un nuevo y lamentable avance del populismo penal y la impunidad, afectando gravemente el debido resguardo de los derechos y garantías mínimos que les corresponden a todos los ciudadanos en una democracia de verdad, entre los que se encuentra la libertad de información y opinión, lo cual además sirve de fundamento a un Estado de derecho en forma, cuya plena vigencia se hace cada vez más dudosa en nuestro país.

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