En estos días basta con que nos sentemos ante el televisor para que alguien nos pida perdón. El ricachón más rico de Chile, el que nos representa en el ranking mundial de los milmillonarios, nos pidió perdón con cara compungida y labios temblorosos. En tribunales pidieron perdón los funcionarios acusados de no haber dado la alerta del tsunami que se llevó la vida de más de 500 personas. Desde la Historia, nos lo pidió Patricio Aylwin, en la escena de hace un cuarto de siglo que los canales de TV repitieron mientras lo velaban. Ante su féretro, la senadora Carolina Goic nos pidió perdón por la corrupción de los políticos, y a las cero horas y 23 minutos, una trasnochada senadora Isabel Allende también pidió perdón. Desde la gran sala del Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania, en Berlín, pidió perdón a las víctimas de Colonia Dignidad el ministro Frank-Walter Steinmeier.
Golpearse el pecho pidiendo perdón a Dios por nuestros pecados es un ritocompartido por cristianos, judíos y musulmanes que forma parte de nuestra cultura y nuestros genes. Entre los que nunca piden ni pedirán perdón está, sin embargo, Jesucristo, que anunció a quienes pecaban que los ángeles “los arrojarán al horno encendido, donde habrá llanto y rechinar de dientes”. Por proferir tan siniestra amenaza sin arrepentirse ni pedir perdón, hoy Jesús sería condenado por incitación al odio y la tortura, delitos de lesa humanidad castigados por la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. Pero hay que reconocer que en la cruz sí pidió perdón, no para él sino para sus flageladores: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Los profetas y mesías amenazantes, dueños de verdades reveladas como Cristo, son capaces de perdonar pero no de pedir perdón. Tampoco piden perdón los guerreros y tiranos. Ni Alejandro Magno ni Julio César, que exterminaron a poblaciones enteras, tuvieron la idea de pedir que los perdonaran. Ni Napoleón –cuyas guerras dejaron cinco millones de muertos–, ni Stalin, ni Hitler, ni el presidente Truman –que lanzó dos bombas atómicas sobre sendas ciudades–, ni nuestro Pinochet, ni el Mamo Contreras…
A la petición del perdón divino, se contrapone el perdón que los humanos pedimos al vecino, a nuestro enemigo, a nuestros padres e hijos, a las víctimas de nuestros actos, o el que los amantes se imploran de rodillas mirándose a los ojos. Cuando tropezamos con alguien en el metro, la palabra “perdón” o el chileno “disculpe” brotan de nuestros labios. Y en tiempos de crisis, las peticiones de perdón invaden, como en estos días, la política.
¿Tienen valor las solicitudes de perdón que hemos escuchado en estos días? “Hay que distinguir”, diría un abogado, entre pedir perdón y perdonar. Los filósofos han dicho que el verdadero perdón es “el perdón de lo imperdonable”, vale decir, el perdón de un hecho atroz que la víctima, en un gesto de sublime generosidad, otorga libremente a su victimario. El papa polaco Juan Pablo II recorrió el mundo pidiendo perdón por los crímenes de su Iglesia, por el exterminio de los “herejes”, las guerras religiosas, las cruzadas, las torturas de la Inquisición, los “pecados” cometidos contra otras culturas y contra las mujeres, las etnias, etc., etc. Lanzado por el mismo camino, el papa Francisco ya ha pedido perdón por el exterminio de los pueblos originarios de América, por los escándalos financieros y las intrigas del Vaticano, por los abusos de los curas pederastas… y recién está empezando.
Las peticiones mediáticas de perdón de los políticos, entre ellos el mismísimo papa de Roma, constituyen expresiones simbólicas, sinceras o fingidas, de arrepentimiento por los actos propios y de sus antecesores y una promesa, muchas veces destinada a quedar incumplida, de cambio de rumbo. Son peticiones de perdón de ida pero no de vuelta, ya que ninguno de ellos puede soñar con ser perdonado. Saben que los quemados en la hoguera y los millones de indígenas muertos, los cientos de miles de niños abusados a lo largo de los siglos, los desaparecidos y fusilados de Chile ya no están ahí para perdonar, ni tampoco los sobrevivientes o sus familiares y descendientes estarían dispuestos a hacerlo. Tampoco los ciudadanos engañados por los políticos y las empresas vamos a darles el abrazo redentor.
¿A qué se debe la epidemia de tantos rostros que desfilan pidiéndonos perdón en montajes propios de un spot de Coca-Cola? Mucho o todo tienen que ver los medios de comunicación y las redes sociales. ¿Cómo va a mirar hacia el techo el papa Francisco tratándose de la pederastia de curas, obispos y cardenales cuando la película Spotlight (En primera plana), que revela la complicidad de la Iglesia Católica de Boston con los curas violadores de niños, obtuvo el Oscar y es vista con el corazón apretado por millones de espectadores en los cinco continentes? Llama la atención que, mientras las excelentes películas chilenas El bosque de Karadima y El clubdesnudan el tétrico mundo de los curas abusadores y el calvario de sus víctimas, nuestros cardenales, el italiano Ezzati y el chileno Errázuriz, parezcan vivir en otro planeta. En cambio, el ministro Frank-Walter Steinmeier fue directo: reconoció que había convocado a la reunión solemne en que pidió perdón por la pasividad de la diplomacia alemana ante los crímenes de Colonia Dignidad y prometió investigar los hechos después de haber visto la película Colonia, sobre el tema.
Mezclado con la muchedumbre cibernética, Luksic dijo ser “un ser humano igual que todos”, para reconocer a continuación lo contario: “Soy un poderoso”.
Cada petición de perdón tiene su oportunidad, su puesta en escena, su fondo, su forma, su finalidad, su grado de sinceridad. Las más solemnes son las que se hacen para los libros de historia leyendo un texto a nombre del Estado, de un gobierno, una institución. Las de carácter individual más efectivas son las que se formulan reconociendo un error y pidiendo perdón sobre caliente, como hizo el senador Iván Moreira cuando estalló el escándalo del financiamiento de las campañas. Una petición de perdón apresurada fue la de la senadora Allende, que –enfrentada a las cámaras en el Servel– asumió responsabilidad personal por un error que en realidad fue del conjunto de los partidos de la NM. En tribunales, las peticiones de perdón se negocian para obtener rebajas de penas a menudo a cambio de dinero.
Hay peticiones de perdón condicionadas y con elástico, como la de la alcaldesa de Providencia Josefa Errázuriz, cuando se supo que había prestado el palacio consistorial para la boda de un pariente: “Si vieron en esto un abuso de poder (…) reitero mis disculpas”. El “si vieron” significa que a su juicio no hubo abuso, pero que si alguien por error lo estimó así, ella generosamente se disculpa. Como petición de perdón, las que van precedidas por un “si” son todo lo contrario: una reafirmación de lo dicho y lo hecho. Su valor es solo superior a la del cínico que pide perdón mientras cruza los dedos y se ríe del auditorio por dentro.
La más perfecta petición de perdón de los últimos años es la que formuló derechamente y sin ambages el rey Juan Carlos II de España, cuando se publicó la foto en que aparecía junto al cuerpo del elefante de cinco toneladas que acababa de cazar: “Lo siento mucho, me he equivocado. No volverá a ocurrir”, dijo. En su gran mayoría, los españoles creyeron en la sinceridad del monarca y lo perdonaron. El único que no pudo perdonarlo fue el elefante.
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