Por Bárbara Oñate/ Antropóloga
Los hechos son los siguientes: en diciembre de 2015 diversas organizaciones sociales convocaron a cerca de mil personas a una marcha nacional en contra de las AFP e intentaron llegar al Palacio de La Moneda para entregar una carta a la Presidenta Michelle Bachelet expresando su preocupación. En abril pasado, cerca de 40 dirigentes sociales penquistas se tomaron una sucursal de la AFP Provida como un reclamo al funcionamiento de las Administradoras de Fondos de Pensiones. Mientras que en mayo, Imilsa Contreras, de 82 años, se encadenó a una sucursal de AFP Habitat en Concepción en protesta por la rebaja en un 2% de las pensiones, y a la semana siguiente cerca de dos mil adultos mayores marcharon por la Alameda con el mismo reclamo: la precariedad no es natural.
En esta marcha, los ancianos desafiaron el frío, la rigidez de sus músculos y sus enfermedades, para recostarse, simulando su muerte, sobre nuestra bandera frente a La Moneda. Este simulacro también incluyó el uso de improvisadas capuchas, lo que a nivel simbólico busca acercar la crisis del sistema de pensiones a la crisis del modelo educacional.
Estos actos no solo son una queja sobre el actual funcionamiento de las AFP, sino además son un llamado de atención a nuestra sociedad: ser viejo y pobre no es algo natural, ser anciano y depender del apoyo familiar no forma parte del contrato social entre el Estado y sus ciudadanos y, por sobre todo, no es normal que un Estado permita que un tercero determine la calidad de vida que los ciudadanos tendrán al terminar su vida laboral.
Estamos hablando de personas con una estimación de vida de no más de 20 años, quienes están reclamando por su calidad de vida y por el futuro de la nuestra, los actuales cotizantes en el sistema de las AFP. No obstante, ni la cobertura mediática ni la resonancia de este acto alcanzaron la masividad que se esperaría de protestas que visibilizan la precariedad que producen y reproducen las AFP.
Vale preguntar entonces por las razones detrás del silencio de los millones de chilenos que cotizamos en este sistema. ¿Será que tratamos de no pensar en la dolorosa posibilidad de un futuro precario?, ¿o será que simplemente nos hemos abandonado a la idea de que este sistema no puede ser cambiado?
El gobierno de Michelle Bachelet se planteó como el de las grandes reformas: educación, salud, trabajo y tributación. Para el sistema de pensiones, sin embargo, se propuso la creación de un sistema público de pensiones o AFP Estatal. Esta AFP sería una nueva entidad operando básicamente bajo el mismo sistema. Es válido preguntarse entonces por la congruencia entre esta propuesta y la alerta que estas movilizaciones están levantando. La llamada “marcha de los bastones” busca decirnos que el problema es estructural y nos involucra a todos.
Durante los meses de junio y julio han aparecido con mayor frecuencia reportajes y columnas de opinión que abordan desde una perspectiva experta la crisis del actual sistema de pensiones, recordándonos que este fue creado durante la dictadura militar y en sus inicios Fernando Ávila, entonces presidente de la asociación de AFP, prometía que al año 2020 los jubilados se pensionarían con el 100% de sus sueldos en edad activa. Así, mediante el decreto 3.500, se transformó el sistema previsional de reparto en un sistema de capitalización individual. Sin embargo hoy, a cuatro años de la meta señalada por Ávila, nuestros abuelos están marchando, pues las bajas pensiones les duelen más que cualquier patología geriátrica.
Recientemente, el mismo Ávila nos explica que “las matemáticas son crueles, y no se puede culpar al sistema del bajo aporte de los trabajadores”. Es válido preguntar entonces: ¿qué realidad social se esconde bajo esta declaración? Pues para aseverar que el aporte de los trabajadores a su fondo de pensión es bajo, habría que examinar la evolución histórica de otros factores, como el IPC, el costo de vida, la esperanza de vida, el número de cotizantes y, por supuesto, la variación de nuestros ingresos.
Junto a esto, valdría el esfuerzo examinar las circunstancias en que como sociedad simplemente aceptamos este sistema y, con ello, dejamos de ser agentes de nuestro futuro. ¿Bajo qué preceptos aceptamos que ser viejo y pobre son prácticamente sinónimos? Llama la atención, por decir lo menos, que en los últimos seis gobiernos democráticos no le hemos exigido al Estado responsabilidad alguna sobre nuestro futuro luego de tercerizar al sector privado el bienestar de nuestra vejez. Que miles de ancianos marchen en la Alameda en pleno invierno es el primer síntoma claro de una enfermedad que ha estado latente desde la concepción de las AFP, que nos afecta, y afectará, a todos por igual.
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