Democracia Cristiana: ¿el caballo de Troya de Michelle Bachelet?

Y es que más allá de sus congresos y declaraciones pro reformas o de algunas de sus figuras comprometidas con el cambio – Provoste, Chahin– o con la probidad –Saffirio, quien acaba de renunciar–, en la punta del iceberg del partido prima aún el anticomunismo del ex ministro del Interior, la deslealtad con un Gobierno con el cual el falangismo en su conjunto –él, Walker, Martínez, Zaldívar y otros– suscribieron un programa reformista que luego, punto por punto, se dedicaron a destruir y minimizar, propinando una estocada por la espalda a una Presidenta que ya no se sostiene por sí misma.

Burgos, fiel a su estilo, se ha despachado unas declaraciones que han atizado aún más el fuego de la ya incendiada pradera oficialista y cuya consecuencia ha sido dejar al Partido Demócrata Cristiano virtualmente dividido en dos. Pero no solo eso: ha provocado la segunda renuncia de un ex presidente del Partido Socialista a la tienda desde el retorno a la democracia, la autoexclusión de Alejandro Navarro de la coalición, quien señala que hay una fisura insalvable en la Nueva Mayoría, y una carta obligada de Sergio Aguiló aclarando que “no renunciará a la Nueva Mayoría mientras Bachelet sea Presidenta”.

La operación “Restitución de la Concertación Chica”, por ahora resulta exitosa aunque se vacíe su contenido reformista y se enriele definitivamente en la mera administración del poder fiscal, sin amagar ni meterse con el gran empresariado. A pesar de las críticas –la última fue de la diputada Karol Cariola– y fiel a su personalidad, Burgos reafirmó sus dichos y el documento aprobado por su junta nacional recientemente recogió parte de su visión.

El eje concertacionista

Los más entendidos en los vericuetos del poder, han leído en las declaraciones del ex jefe de gabinete solo aquello que había de operación política en ese hecho comunicacional: restablecer la hegemonía del bloque conservador de la coalición en torno a la figura de Ricardo Lagos.

Pero esta movida política ha develado otras cosas: el intento de un segmento de la DC de volver a sus tiempos de gloria a inicios de los 90, cuando los falangistas, primero con Patricio Aylwin y luego con Eduardo Frei, campeaban sin contrapeso en la coalición oficialista, controlando no solo La Moneda, los ministerios y las empresas fiscales, sino también las “parcelas de agrado” en el Estado, fuesen estas Indap, Fosis, Sename o Vivienda.

Se ha evidenciado, además, un cierto masoquismo psicológico de la Presidenta con la DC, en especial con aquellos falangistas que han sido sus ministros del interior. ¿Síndrome de Estocolmo?

Aunque sin saberlo ni proponérselo, ha vuelto a poner a un segmento significativo del Partido Demócrata Cristiano –ayer fue el trío Frei-Zaldívar-Aylwin; en tanto hoy es el eje Burgos-Zaldívar-Walker-Martínez–, con mucha resonancia mediática, como agentes conservadores y antirreformas.

De Schneider al saqueo estatal

“Los demócrata cristianos han atraído el entusiasmo de la juventud de Chile como ningún otro partido lo hizo antes. El éxito en el reclutamiento de nuevos miembros ha convertido al PDC en un partido predominantemente compuesto por juventud. Los militantes menores de treinta años componen aproximadamente el sesenta por ciento del total de miembros. Más aún, la juventud del partido ha dominado la altamente politizada Federación de Estudiantes Chilenos (FECH), durante los últimos once años”.

No estoy bromeando. Lo anterior era cierto, pero para 1965, tal cual como lo describe George Grayson en su libro sobre el PDC chileno, cuando John Kennedy se obsesionó con ellos al punto que, después de Cuba, los falangistas fueron un modelo para detener el avance de los movimientos comunistas en América Latina.

Entonces, conscientemente, la DC chilena se alineó tempranamente con uno de los bloques de la Guerra Fría por origen –el Partido Conservador– y por ideología: su ferviente catolicismo que incluso lo llevó a flirtear con el falangismo español, como lo recogió su himno “brilla el sol…”.

Triunfaba la revolución en libertad y el freísmo prometía gobernar 30 años, aunque apenas alcanzó para seis y concluyeron no solo con un partido dividido, sino con una asonada militar frustrada a la que se opuso incluso Salvador Allende.

Como bien está relatado, Allende y Frei tuvieron una relación bastante amistosa que se rompió para siempre con la elección presidencial de 1970. Los testigos señalan que “Salvador, después que ganó la elección y antes de ser confirmado por el Congreso, decidió visitar al presidente Frei… [pero] se encontró con un energúmeno… Allende conversó largamente conmigo a la vuelta de esa visita y me dijo que, en lugar del amigo de siempre, se había encontrado con un personaje que no conocía, que lo increpó indignado por lo que ‘había hecho’, porque su gobierno iba a ser un fracaso, porque nada resultaba andando por ahí con los comunistas… la rabia anticomunista le explotó por todos los poros. Hasta Bernardo Leighton lo captó así ‘un personaje enfurecido, odioso, indignado’” (Memorias, Gabriel Salazar).

Ya sabemos lo que hizo su ministro de Hacienda, Andrés Zaldívar, antes de que asumiera Allende y está la documentación que ha ido desclasificando el gobierno norteamericano, así como el relato del general Roberto Viaux en la entrevista concedida a Florencia Varas, sobre el rol de Frei y una parte del PDC en la conspiración anti-Allende. El general recuerda que “en la primera semana de octubre… el presidente deseaba que se diera el golpe”. Viaux relata que “supo de labios del señor Nicolás Díaz Sánchez, un recado que me enviaba el presidente Frei, a través del sacerdote Ruiz-Tagle, diciéndome que tenía luz verde para actuar, pero que lo hiciera en buena forma, con completa seguridad de éxito, pues de otro modo se vería en la obligación de proceder en mi contra” (Florencia Varas, Conversaciones con Viaux).

El error en el asesinato del general René Schneider hizo fracasar la iniciativa americana y de Frei. La DC concluyó –como lo haría más tarde con el programa de Bachelet– firmando el estatuto de garantías constitucionales solo para ganar tiempo y como una manera de salir del lío en que los había metido el presidente saliente para, en adelante, esperar y luego organizar la oposición a Allende para la que se dispuso de muchos dólares frescos. Frei y Aylwin se negaron una y otra vez, incluso a instancias de Prats y el cardenal Silva Henríquez, a un diálogo profundo y cuando este se alcanzó (delimitar las áreas de propiedad social), por instrucción suya, el PDC  lo desechó.

Frei aparecerá junto a Pinochet en el Te Deum del aniversario patrio y le explicará en una larga carta al presidente de la Internacional Democratacristiana, Mariano Rumor, sus razones para apoyar el golpe.  Lo mismo hará en una extensa entrevista al diario monarquista español ABC.

Después de un breve período de colaboración con el régimen, el grueso de los democratacristianos abandona la administración de la junta.

Con posterioridad, Frei encabeza el acto multitudinario en el Caupolicán cuando, como el virtual jefe opositor, llamó a votar NO en el plebiscito para aprobar la constitución del 80.

Después de las chambonadas de los Chicago boys que profundizan la crisis, la dictadura pierde su apoyo en el mundo popular y comienzan las protestas. Resurge entonces, en los 80, un PDC más popular y con Yerko Ljubetic y Germán Quintana en la FECH, o Tomás Jocelyn-Holt en la FEUC, logran controlar las dos principales organizaciones estudiantiles. También se hacen fuertes en el sindicalismo con Manuel Bustos.

Se organiza la oposición a Pinochet y el ideologismo DC –y el militarismo del PC–, que hoy a ha vuelto a aflorar,  hace imposible la convergencia. Ignacio Walker, va más allá, y responsabiliza por entonces al PS y su “leninización” (Cieplán, 1986). Se constituyen las dos oposiciones –La Alianza Democrática (AD) con el PDC y la fracción socialista renovada y el Movimiento Democrático Popular (MDP) con comunistas y su satélite socialista: el Almeydismo– y, luego del atentado a Pinochet, Estados Unidos se asusta y, a través del embajador Barnes, con la colaboración estrecha del sector dominante del PDC, se decide el camino de retorno a la democracia: en los marcos de la constitución del 80.

Vino la transición y si bien se dejan a un lado los documentos críticos sobre el modelo elaborados en Cieplán, la época le depara a la DC un destino glorioso: en el plano internacional se alinean con el consenso de Washington y empieza el desmalezamiento del Estado, pero no como en Concón. No se trata solo de “meter las manos”, el saqueo es más profundo: se extirpan funciones básicas del fisco y se continúa con la venta de empresas públicas, ni siquiera se cuestionan las privatizaciones ilegales de la dictadura, dándose inicio a la corrupción a gran escala: demócratas y autoritarios se topan. Tampoco se cumplió el mínimo programa reformista de Aylwin.

Con Frei Ruiz-Tagle y sus Nuevos Tiempos, se evidencia el fin del ánimo reformista y tal como lo relata Escalona, apenas transcurridos seis meses el gobierno cambia su eje desde las reformas políticas a los de la modernización (Escalona, Una Transición de dos caras). Lo que no cuenta el entonces presidente del PS es que él también ha sido parte de esa operación transformista, dando el visto bueno, por ejemplo, para que aquella administración privatice las aguas.

Enseguida vino la debacle a fines de ese gobierno, y ya no hubo mucho que hacer. Es en esa época cuando uno de sus diputados realizó un duro balance sobre el futuro del PDC: “Sostengo la íntima convicción  de que la Democracia Cristiana, tanto en Europa como en América Latina, enfrenta un dilema –renovarse o morir– de formulación drástica, que no admite soluciones intermedias, retoques cosméticos, o simples acomodos tácticos” (Ignacio Walker, El futuro de la Democracia Cristiana).

Y aquí estamos hoy, con un PDC que vive desde 2008 a costa del subsidio de Escalona, cuyo partido no solo ha enfrentado la fuga de connotados militantes –Ominami, ME-O, Navarro, Aguiló, entre otros– sino incluso de dos de sus ex presidentes. ¿No se debiera ya tomar nota?

La estocada a Bachelet

Y si bien, tanto ayer como hoy, surgen voces discrepantes al interior de la colectividad, lo cierto es que los socios controladores del falangismo no solo han respaldado las declaraciones de Burgos, sino incluso algunos han ido más allá, poniendo más bencina al fuego.

Y es que, más allá de sus congresos y declaraciones pro reformas o de algunas de sus figuras comprometidas con el cambio –Provoste, Chahin– o con la probidad –Saffirio, quien acaba de renunciar–, en la punta del iceberg del partido prima aún el anticomunismo del ex ministro del Interior, la deslealtad con un Gobierno con el cual el falangismo en su conjunto –él, Walker, Martínez, Zaldívar y otros– suscribieron un programa reformista que luego, punto por punto, se dedicaron a destruir y minimizar, propinando una estocada por la espalda a una Presidenta que ya no se sostiene por sí misma.

Esa tendencia hegemónica en la DC ayer se expresó conspirando abiertamente para hacer caer el gobierno de Allende, en alianza con Patria y Libertad y con financiamiento de las agencias norteamericanas, o negándose, como ocurrió con Aylwin y Frei, a cualquier diálogo posible aunque este fuese patrocinado por Prats o Silva Henríquez para detener el drama nacional que se veía venir.

Hoy, esa variante se expresa en su intento por derrumbar no solo las pequeñas reformas comprometidas en el programa sino, además, lo poco que queda del gobierno, introduciendo componentes que agudizan su crisis de deslegitimidad.

Y a pesar de que no pocos le advirtieron a la entonces candidata que en Chile el horno no estaba para bollos, o que “los segundos platos se servían siempre fríos”, esta no hizo caso, porque tampoco se imaginó que los principales adversarios al proceso de reformas provendrían de su núcleo más íntimo, ni menos que serían seleccionados por ella misma.

Bachelet jamás se imaginó que su caballo de Troya sería la propia DC.

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