Hoy se conmemora una fecha trágica para la democracia chilena en general, y para la izquierda criolla en particular, cuya memoria en torno al acontecimiento solo provoca crispación, decepción y sinsabores.
Pero la trágica efeméride, cuyo análisis se ha concentrado en los actores políticos que fueron derrotados, también tuvo otros efectos poco estudiados: la memoria de quienes éramos niños para aquella fecha y que solo supimos de aviones bombardeando La Moneda, de detenidos, muertos y de militares ocupando las avenidas, calles y poblaciones de Chile. Hace poco en la Universidad Alberto Hurtado, Loreto Hermosilla en su tesis de magíster reconstituyó la dramática historia del cierre de la emblemática Escuela Normalista de Valdivia, y en regiones hay mucha historia local que rescatar sobre ese episodio, como lo hicimos en «Crónicas de la UP en Las Provincias».
Están por reconstituirse, además, las secuelas del Golpe sobre el bando vencedor o algunos de sus protagonistas, como lo fueron los gremialistas. He aquí un intento por avanzar por ese derrotero.
La UDI, los coroneles y la pesada herencia del Golpe
Tengo en mi memoria el recuerdo de tres postales que grafican muy bien el compromiso gremialista con la dictadura militar: el juramento de Chacarillas realizado el 9 de julio de 1977, en que 77 jóvenes le rindieron homenaje al dictador y se comprometieron con su obra, entre los que se destacan el ex senador Carlos Bombal; Andrés Chadwick, primo y brazo derecho de Sebastián Piñera; Luis y Patricio Cordero; Juan Antonio Coloma, senador UDI; Cristián Larroulet; Joaquín Lavín; Patricio Melero; todos hombres muy vinculados por trayectoria e historia al gremialismo, al golpe de 1973 y más tarde a la Unión Demócrata Independiente (UDI).
La segunda imagen es de allá por el año 80, cuando un aún joven Andrés Chadwick, en el contexto del desaire a Pinochet por parte del dictador Marcos de Filipinas –lo invitó y luego no lo dejó aterrizar–, salió en TVN a defenderlo como “mi presidente Pinochet”, y por último esa fotografía que da vueltas por la web y que tiene a Joaquín Lavín, Pablo Longueira (muy engominados), Andrés Chadwick y Julio Dittborn rindiéndole pleitesía y admiración al otrora capitán general, que por esos tiempos señalaba a los cuatro vientos que en Chile “no se mueve una sola hoja sin que yo lo sepa”.
Y es que la UDI estuvo involucrada hasta la médula en la gestión política y administrativa de la dictadura, en disputa parcial con nacionalistas y corporativistas, en una extraña coalición que reunió a militares, jóvenes gremialistas y más maduros economistas formados en Chicago, estos últimos, civiles provenientes de la Universidad Católica. Su común propósito fue producir una revolución capitalista en Chile, pero acompañada de instituciones que garantizaran que no hubiera una vuelta atrás hacia el “estatismo” mesocrático, como –habían diagnosticado– había sido la evolución política y sociológica de Chile desde 1920.
De paso, negaron radicalmente las evidentes capacidades de progreso que había significado para Chile la etapa del “Estado de compromiso”, que en origen contó por lo demás con el apoyo militar desde el “ruido de sables” de 1924, pero que había cometido el pecado capital de haber desembocado en las reformas freístas y allendistas y la incorporación de amplios segmentos del “bajo pueblo” a la vida política y social.
Para ello se propusieron establecer, una vez terminado el ciclo personalista de Pinochet, lo que llamaban una “democracia protegida”, que es una contradicción en los términos, pues se trataba de un proyecto de “democracia” en el que no prevaleciera el principio de mayoría sino el veto permanente de las oligarquías políticas y económicas contra el pueblo soberano.
Aún circula por la web la entrevista dada por el fundador gremialista, Jaime Guzmán, a un medio galo en que, con un francés rudimentario, defiende el modelo portaliano y la necesidad de que los regímenes políticos se pongan a salvaguarda de “las mayorías irresponsables”, principio que luego se traspasó a la Constitución de 1980.
Y es que nadie pone en duda el rol de Guzmán en la justificación de aquel deplorable régimen, así como en el trazado de su ideario, como tampoco el papel de otros gremialistas en los distintos niveles de la administración, entre los cuales destacaron Jovino Novoa, subsecretario de Gobierno al momento del asesinato de Tucapel Jiménez, o el mismísimo Sergio Fernández, ministro del Interior tanto para el plebiscito de la Constitución de 1980 como para el 5 de octubre de 1988.
Desde el propio Guzmán hacia abajo, y cada cual en su nivel, los diversos actores gremialistas gestionaron el poder que en aquella época no solo consistió en el control absoluto del Estado –sin prensa, Parlamento ni Poder Judicial independiente–, sino incluso se extendió al poder sobre la vida y la muerte, como miles de compatriotas y sus familiares pudieron dramáticamente constatarlo, junto a un modelo económico que consagró la absoluta indefensión de los asalariados y trabajadores precarios.
La UDI y la gestión del poder sobre la vida y la muerte
No son pocos los relatos que se conocen, algunos incluso muy populares, como los del “Chaleco Andrade”, que narran que la posibilidad para algunos de sobrevivir o de incluso morir –durante aquella larga noche de ciudades en sombras (Eduardo Gutiérrez)– estuvo en manos de Jaime Guzmán y su núcleo estrecho, situación dada por su relación directa con la dictadura y en especial con Pinochet.
Se conocen casos de personas que se salvaron por la intervención directa de Guzmán o de sus acólitos, y otros tantos en los que las gestiones no tuvieron éxito o en los que no quisieron intervenir, con el destino de la tortura, la muerte y la brutal desaparición de sus cuerpos. Y es que por aquel tiempo Guzmán y los suyos ejercían un derecho casi literal sobre la vida y sobre la muerte de sus “enemigos”. Sus intervenciones benevolentes, contrariamente a la leyenda que la UDI ha intentado construir después, siempre ocurrieron porque tenían algún conocimiento personal de los involucrados (en especial si eran parientes o habían sido compañeros suyos en la Universidad Católica), nunca por oposición política a la represión, la tortura, la violación, las ejecuciones, las desapariciones. Ellos se sentían en una “guerra a muerte” contra el comunismo y la izquierda, y en parte contra la Democracia Cristiana y la Iglesia católica, y eran partícipes y cómplices de esa guerra autodeclarada.
Hicieron carrera política con la dictadura y sobrevivieron a comienzos de la incipiente democracia como minoría opositora que usaba a destajo el poder de veto que les daba la institucionalidad que crearon. Con solo 9 diputados y 2 senadores, entre ellos Guzmán, que fue favorecido por el régimen binominal en detrimento de Ricardo Lagos, se las arreglaron para traicionar a Renovación Nacional y pactar directamente con la poderosa Concertación el reparto de presidencias, vicepresidencias y comisiones en ambas cámaras.
Sobrevivieron con alguna zozobra por aquellos años, pero fueron afirmando su capacidad de veto y negociación en la medida en que avanzó el régimen democrático y este no consolidó las aspiraciones de las grandes mayorías de transitar a una democracia propiamente tal (incluyendo el principio de mayoría y el establecimiento de derechos sociales), en el contexto del fortalecimiento del modelo neoliberal en muchos de sus aspectos, generando desafección y frustración en una parte importante del electorado concertacionista.
Ese poder se consolidó con el ingreso masivo de recursos empresariales a la política –como lo comenzamos a conocer a través del caso del grupo Penta– y un giro al “cosismo” populista, no sin antes ajustar cuentas con Allamand y sus tímidos intentos de abrir en parte los cerrojos más brutales de la Constitución de Guzmán, cuando Bombal le propinó una severa derrota senatorial. A fines de los 90, la UDI tuvo a Joaquín Lavín a punto de impedir el ciclo de presidencias de la izquierda concertacionista, una vez iniciada la decadencia DC, constituyéndose a comienzos de los 2000 como el principal partido político del país. Si no es por la aparición carismática de Michelle Bachelet en la escena pública, habrían ganado mirando para atrás la presidencial de 2005.
Es durante estos años cuando la UDI alcanza gran notoriedad pública. En el momento en que Lagos cree que lo van a destituir por el caso MOP-Gate, Longueira, el peculiar líder partidario de la “UDI popular”, le extiende la mano y lo salva milagrosamente. Pablo confesará más tarde que “no pensaba cargar con el lastre de hacer caer a dos presidentes socialistas en 30 años”, con alguna lucidez política que llevó a varios a sospechar de esa actitud.
No obstante, la supuesta UDI popular arrojaba sus mayores éxitos en el barrio alto, como se pudo comprobar en la derrota de Allamand a manos de Longueira en las primarias del 30 de junio de 2013, proceso que terminó en debacle por el retiro de Longueira por depresión y permitió el retorno triunfal de Bachelet, luego de un primer Gobierno de no muchas luces manejado por Andrés Velasco.
Pablo Longueira, quien inició su carrera como “dirigente” de la designada Fecech en los años oscuros de la intervención militar de la Universidad de Chile, de la que fue agente y cómplice, destacó como acérrimo defensor de ‘Daniel López’, luego encabezó por mandato de Guzmán el giro hacia los barrios populares de la UDI y llegó a ser el líder indiscutido de sus bases, hasta que su carrera ascendente se interrumpiera abruptamente por una depresión personal que es probablemente sintomática de fenómenos más amplios. Su tema no es nuevo. Si se revisan sus declaraciones, en especial aquellas que emitió durante la primera década de los 2000, hay un argumento que se repite en su personalidad vehemente: la idea de que quiere abandonar la política, de que lo cansa y que no es lo que más lo motiva.
Rebobinando: el deterioro psicológico y moral de la generación de los coroneles
Desde cierta perspectiva, los temas de depresión psicológica en el mundo UDI habían comenzado mucho antes. El mismo Andrés Chadwick confesó, hace no mucho, que en 1991 el controvertido Jaime Guzmán le habría señalado que iba a abandonar el Senado para irse a vivir una vida religiosa en un convento. “Me quiero ir a vivir a un convento, quiero hacer una vida de convento y separarme de la vida mundana», le habría dicho textualmente el fundador de la UDI.
Situación similar viviría unos años más tarde el propio Chadwick –que, como se sabe, fue simpatizante Mapu, discípulo de José Antonio Viera-Gallo, y luego acérrimo defensor del “presidente Pinochet” y miembro de las comisiones legislativas de la Junta Militar–, quien en 2009 cayó víctima de una depresión que lo tuvo por meses alejado de toda actividad pública. Según propia confesión, “sí, yo tuve depresión, lo pasé mal, cuesta salir y logré salir. No pude más. Entré a mi casa, me encerré en mi pieza y caí. No tenía fuerzas para hacer nada. Es una sensación terrible, que solo las personas que han tenido depresión pueden entender. Es como estar en una pieza oscura sin poder enfrentar el mundo».
El senador y ex presidente UDI, Hernán Larraín, tuvo un giro radical desde acérrimo defensor de Pinochet y de la Colonia Dignidad a inicios de la transición. a reconocer que “el gobierno militar fue una dictadura”. Larraín ha comentado en más de una ocasión el rol de algunos de sus hijos en relativizar su defensa de aquel régimen.Para otros UDI, el paso del tiempo y las explicaciones a dar a sus propios hijos, ante su conducta tan eminentemente reprochable de adalides de una dictadura responsable de miles de crímenes atroces que evidentemente conocían y defendían, fueron generando mutaciones de discurso.
Y ni hablar de Joaquín Lavín, quien pareciera estar en permanente crisis identitaria respecto de su formación ideológica dura –el Opus Dei–, pero que en la escena pública tiene aproximaciones con las minorías sexuales, se entiende con Carlos Caszely, las emprende contra la empresa de energía eléctrica que dirige el hermano de Andrés Chadwick o problematiza la violencia del rodeo. Lavín también tiene hijos que expresan públicamente ideas más amplias que las de la derecha dura y, en varias ocasiones, sin que se sepa muy bien si por convicción o por cálculo, ha expresado su distancia y crítica al régimen militar y a las violaciones de derechos humanos, régimen del que fue funcionario.
Luego vinieron las evidencias no solo de la conocida colusión UDI con el poder económico, sino directamente de actos de corrupción o cohecho, lo que tuvo un momento culminante cuando diversos personeros UDI comenzaron a desfilar por tribunales con graves acusaciones, como el mismísimo Jovino Novoa –condenado–, el conocido “Choclo» Délano o los senadores en ejercicio Jaime Orpis e Iván Moreira –desaforados–, junto a Ena Von Baer –imputada en el caso Penta– y Alejandro García Huidobro –vinculado a investigaciones de aportes irregulares de campaña– y Jacqueline Van Rysselgerghe –imputada por la Fiscalía por sospecha de financiamiento irregular de campañas y querellada por fraude al fisco y por cohecho en la Ley de Pesca–.
Lo anterior, suma a 4 de 7 senadores UDI en ejercicio con problemas con la justicia. Para no hablar de un Pablo Longueira ahora formalizado por la justicia por cohecho en la tramitación de la Ley de Pesca y delitos tributarios. Por último, el senador UDI Alejandro García Huidobro se permitió, en la discusión sobre el aborto por tres causales, decir nada menos que “las posibles violaciones, porque justamente cuándo se va a comprobar si efectivamente fue violada o no fue violada, muchas veces pueden ser situaciones acordadas”.
Se explica así el descalabro moral del gremialismo, con sus componentes históricos y otros actuales, que afecta a la organización y a muchos de los individuos que la componen, por acción o por omisión.
Todo lo anterior, más la condena de Alberto Cardemil, otro ícono de la derecha pinochetista, han calado hondo en las nuevas generaciones UDI, cuya socialización política ha ocurrido en contextos más liberales y democráticos. Personeros como Jaime Bellolio y Javier Macaya han intentado desmarcarse no solo de aquel régimen oprobioso sino, también, de una cultura política extremadamente conservadora e hipócrita y que constituye un lastre difícil de cargar en estos tiempos.
Mientras tanto, la UDI es dirigida por una presidenta imputada y querellada, fiel representante de ese bloqueo psicológico permanente entre el discurso conservador que asume y la realidad infinitamente más compleja que le toca vivir a diario. Igual cosa les sucede a algunos de sus legisladores, como Claudia Nogueira, quien asume un discurso ultraconservador sobre el aborto, a pesar de que ella misma, por razones muy justificadas, tuvo que someterse a un aborto terapéutico.
Son las secuelas morales permanentes del Golpe de 1973 y de la dictadura y las más recientes por el protagonismo en la corrupción y la colusión con el gran empresariado, y en la hipocresía o directamente en el machismo en los temas culturales y valóricos, sobre una de las más importantes culturas políticas locales. Y que tienen a la UDI sin conexión con la sociedad, como un conglomerado atemporal y sin cable a tierra, pese al esfuerzo de algunos de sus liderazgos de relevo. Todo ello explica su entrega, en cuerpo y alma, a su enemigo de antaño: Sebastián Piñera.
La UDI y Piñera: el abrazo del oso
Todos sabemos que el romance que une al gremialismo con Piñera solo responde a la lógica de matrimonio por conveniencia y que, puertas adentro, se llevan bastante mal, pese a las declaraciones que, por reiterativas e innecesarias sobre la fortaleza y cohesión, ponen en duda la veracidad y autenticidad de ese enlace.
Los desencuentros en democracia entre el gremialismo y Piñera son de larga data, con traiciones y veleidades que se remontan a la negociación sobre las presidencias de ambas cámaras en marzo de 1990; continúan con el Piñeragate de 1992 en el canal Megavisión de Ricardo Claro; siguen luego con la quitada de piso de Lavín a Piñera en 2001, que lo saca de la presidencia de RN, sin revancha en 2005, cuando Piñera, contra viento y marea, emprende su aventura presidencial, desplazando a un tercer lugar a Joaquín Lavín, quien hasta el 2004 era casi el seguro vencedor de las presidenciales del año siguiente.
Roces que continúan después con un Piñera que, en el verano de 2010, nombra un primer gabinete al estilo Alessandri y deja herida a media UDI, brecha que se profundiza posteriormente con el permanente reclamo de Longueira sobre “la falta de relato de aquel Gobierno” que, supuestamente, se parecía más a “un quinto de la Concertación y no al primero de una nueva era”, y que se repite en 2013, cuando en plena campaña presidencial de Matthei, hija de general golpista, Piñera se refiere a “los cómplices pasivos” de la dictadura, dejando sin piso a la aspirante del sector con la derecha dura. Desencuentros que se prolongan hasta hoy, cuando una UDI, herida en su línea de flotación y desconectada de la sociedad, no tiene otra opción que “abrazar al oso” para sobrevivir, aunque muera en ese intento.
Por el lado de Piñera, la situación es más o menos parecida: debe abrazar a la UDI porque el resto de la derecha es un verdadero motín a bordo y, si hay alguna colectividad que lo conecta con el voto duro del sector y con una mínima articulación nacional, como lo demostraron parlamentarios y alcaldes UDI en las primarias del 2 de julio–, es precisamente el gremialismo, aunque este último, como en una victoria pírrica, deba morir en esa faena.
Son los avatares de una colectividad que, a propósito de un nuevo 11 de septiembre, tampoco ha podido despejarse ni estar exenta de las secuelas de tamaña tragedia, que ha perseguido a muchos de sus líderes a lo largo ya de más de un cuarto de siglo de democracia.
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