Por Héctor Soto/ Editor asociado de Cultura de La Tercera y también columnista político del diario. Dirige el Diplomado de Escritura Crítica de la UDP y es panelista del programa Terapia Chilensis de radio Duna. Es autor del libro «Una vida crítica» (Ediciones UDP, 2013).
Ocurre pocas veces, pero de tarde en tarde, cuando tocan demandas muy sentidas por la ciudadanía, la política se cruza con la verdad. En ese momento, cuando esta deja de ser un mero juego de poder, se transforma en otra cosa, porque debe comparecer ante el bien común.
Es lo que acaba de ocurrir con la convocatoria de La Moneda a distintas figuras políticas y de la sociedad a dos comisiones presidenciales encargadas de elaborar propuestas relativas en un caso a la infancia y, en el otro, a materias de seguridad pública.
¿De qué se trata? ¿De una trampa para la instalar dos cocinas, como se ha dicho, al gusto y conveniencia de Piñera, de espaldas al Congreso, donde su coalición no tiene mayoría, con miras a saltarse la discusión parlamentaria? ¿O es más bien una vía para forjar algunos acuerdos en materias respecto de las cuales la sensación ambiente es que el aparato público está completamente en deuda?
Obviamente, la oposición está en su pleno derecho de creer que esto no es sino una estratagema para descolocarla. Al considerarlo así, sin embargo, corre el serio riesgo de terminar debilitada si es que la opinión pública tiene una percepción distinta. Y dado que los déficits estatales en materia de infancia y de seguridad pública son enormes, ese riesgo no es en absoluto improbable. Cuando los gobiernos convocan a una causa que interpreta al país, efectivamente cuesta más restarse y el castigo de hacerlo es mayor.
Aún es muy temprano para saber si el gobierno sacará algo en limpio en su intento por alcanzar grandes acuerdos en los cinco temas que puso en agenda. De lo que sí caben pocas dudas es que si no lo consigue en el plano de la infancia, difícilmente lo conseguirá en las otras cuatro prioridades que le interesa empujar.
Hasta ahora, el gran éxito que ha tenido La Moneda es que tres figuras del Frente Amplio hayan aceptado sentarse a conversar. Lo hacen a título personal y no como representantes de su coalición, la cual no solo a este respecto, sino también en varios otros temas, está dividida. La participación de los diputados Gabriel Boric y Natalia Castillo en la comisión de infancia y la del alcalde Jorge Sharp en la de seguridad no garantiza que el camino esté despejado, pero si algún consenso, por frágil que fuere, se logra en torno a propuestas concretas -facilitando con ello la discusión parlamentaria posterior, que es ineludible y no está en discusión-, el país en su momento las va a agradecer. Eso es lo que la gente quiere, importándole poco si será el gobierno o la oposición quien se lleve los laureles.
La decisión del PS de restarse a estas comisiones es jugada y tiene su racionalidad política. ¿Por qué habría de concederle al gobierno la ventaja de discutir temas país en una pista, en un contexto, que no controla, como sí la controla en el Parlamento? ¿Por qué el Presidente eligió los interlocutores que quería tener de los partidos y no dejó que fueran sus orgánicas las que designaran los representantes? Si lo hubiera hecho así, ¿no sería acaso todavía más palmaria la duplicación de los escenarios de conversación?
El gran equívoco envuelto en todo esto es suponer que el Parlamento es el único crisol donde se expresa y recoge la diversidad del país. Y es asumir que entre el gobierno y los partidos, entre La Moneda y el Legislativo, entre el aparato del Estado y la base social, no hay más que un descampado de gente desorientada cuyas percepciones y opiniones cuentan poco y pesan todavía menos.
Es otra expresión más del consabido ninguneo de la política a la sociedad civil. En Chile no hay partido que tenga un prontuario enteramente limpio a este respecto y ninguno está en condiciones de lanzar la primera piedra. En mayor o menor medida, todos han subestimado a la sociedad civil en algún momento. Lo hizo la derecha en el gobierno pasado, cuando no le tomó oportunamente el peso a lo significaba la gratuidad de la educación superior para los sectores más vulnerables y cuando simplemente tuvo que terminar abrazando la causa porque de lo contrario iba a cargar con una impopularidad que terminaría por hundir la candidatura de Piñera. A disgusto, mordiéndose la lengua y refunfuñando, se subió entonces al carro de la gratuidad, pero ya era tarde. El trofeo era para Bachelet, no para la oposición de entonces.
Con los asuntos de infancia y seguridad podría ocurrirle algo parecido a la oposición actual. Hay temas donde el juego político no es gratis. El diagnóstico del gobierno es que en estos temas existe la masa crítica suficiente para apurar las respuestas que el Estado chileno tiene que dar. Lo mismo ocurriría con su agenda de salud, de desarrollo económico y de solución a las actuales tensiones en La Araucanía. Puede que muchos políticos sientan que por aquí no pasa el bien común y estas son meras trampas instrumentales. Pero si lo creen así, en algún momento tendrán que explicárselo a la ciudadanía.
Es bastante más sano y exigente para el sistema democrático y para la propia ciudadanía que los poderes estén repartidos. Ni el Ejecutivo puede hacer lo que quiera ni la oposición puede actuar con total impunidad. Gran parte de los problemas que tuvo el gobierno de Bachelet estuvieron asociados a la retroexcavadora y a la docilidad con que el Congreso se dejó arrastrar por la aventura de reformas mal hechas. Ahora, mal que mal, el cuadro está más equilibrado. Entre un gobierno que necesita afirmarse y una oposición que preferiría que el Ejecutivo fracasara, hay una sociedad civil expectante y atenta que, independientemente de lo que quiera el Presidente o busque la oposición, sabe que hay temas que no pueden seguir esperando.
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