Sería una muy buena contribución al prestigio de la política que el Gobierno y nuestros parlamentarios legislaran para rebajar el monto de las remuneraciones de quienes, se supone, son nuestros representantes en las principales instituciones del Estado. Ya se ha demostrado que lo que ganan los legisladores chilenos, ministros, subsecretarios y otros supera los sueldos de sus colegas en América Latina y, en muchos casos, los de Estados Unidos y Europa. Esto es el de los países más ricos y de más alto costo de vida.
Convertirse en diputado o senadores de nuestra República es asegurarse un ingreso unas treinta veces por encima de lo que perciben el común de los trabajadores chilenos. De esta forma es que quienes están propiciando de nuevo una regulación al respecto han planteado que estas remuneraciones en ningún caso superen por diez las que obtienen otros funcionarios públicos y el promedio de lo que ganan los empleados de nuestro país.
Una reforma en tal sentido exige que La Moneda y los parlamentarios la patrocinen, cuestión que se ha propuesto muchas veces pero sin éxito. Es tan alto el incentivo económico que tienen estos honorarios que, en muchos casos, aferrarse en los cargos es un imperativo, una verdadera necesidad, para muchas personas que no saben ganarse la vida sin la política o, desde muy jóvenes, se convirtieron en diputados o asumieron otras funciones públicas sin haber cumplido con otra actividad.
El mismo número de legisladores es abusivo para un país como el nuestro en relación al tamaño de su población. Naciones mucho más populosas tienen menos parlamentarios e, incluso, cuentan con solo una cámara de representantes y no con dos, como aquí ocurre. Para colmo, ya sabemos que de acuerdo a la Constitución que todavía nos rige, el Ejecutivo es un co legislador, así como también nuestro cuestionado Tribunal Constitucional, donde llegan a definirse algunas de las más importantes iniciativas de ley.
Tampoco debemos soslayar que el ejercicio parlamentario o en los gabinetes ministeriales les da a sus integrantes otras importantes prebendas, como la contratación de asesores y otros dependientes, transporte y automóviles fiscales y hasta beneficios previsionales. Todo lo cual les opone mayor distancia a su condición de privilegio respecto de la población nacional. Huelga decir que estos cargos, para colmo, les hace propicias muchas oportunidades de negocios e, incluso, la recepción de coimas o sobornos como los que se han descubierto recientemente.
Si se trata de una actividad de “servicio público”, como se asegura, la titularidad en estas funciones debiera estar limitada a uno o dos períodos, de forma de evitar la existencia de políticos profesionales y garantizar la renovación etárea de sus miembros. No habla bien de nuestro sistema institucional que los dos últimos jefes de estado se hayan “repetido el plato”, como se acusa vulgarmente, así como que haya senadores, por ejemplo, que ya llevan en sus cargos más años de los que completó el propio Pinochet como dictador. No está demás insistir que también nuestra institucionalidad debiera exigir mayor paridad de género en los cargos de representación popular, una correlación todavía desequilibrada en todos los poderes del Estado y la administración Pública.
Parece razonable que desde el Congreso Nacional haya quienes estén dispuestos a rebajar sus emolumentos siempre que el Gobierno, los ministerios y los tribunales de justicia hagan lo propio, y se imponga finalmente una escala de sueldos que considere equiparar los rangos y las responsabilidades de unos y otros. Todos los sueldos del Estado, asimismo, deben tener pisos y techos que tengan mayor equidad con lo que percibe la mayoría de los chilenos empleados. Es obvio que hay países muy ricos de la Tierra que manifiestan mucho más equidad entre los que obtienen sus ejecutivos y gobernantes en relación a lo que perciben los trabajadores y sus familias.
Es reconfortante que las bancadas parlamentarias más jóvenes sean las que están promoviendo con más ahínco esta reforma, aunque debemos advertir que esta propuesta ya ha cumplido más de cuatro años sin resultados, y mucho nos temamos que una forma de evadir la iniciativa sea otra vez para una próxima legislatura.
Sería mucho mejor, además, que los onerosos recursos que el Estado ahorraría en caso de implementar una rebaja en las remuneraciones abusivas, la restricción en el número de cargos y la posibilidad de limitar a solo una cámara la función legislativa sería todavía más atractiva si la Ley le diera un destino social determinado a estos recursos. Que se destinaran a financiar las principales carencias sociales de la población en materia de salud, educación y otros rubros.
Desde luego que sería muy propicio, además, que se definiera una escala de remuneraciones en las universidades y establecimientos escolares públicos, cuando sabemos de la existencia de verdaderas asimetrías entre los distintos planteles y funciones equivalentes. Además de la existencia de sobresueldos irritantes que benefician, por lo general, a las facultades más ricas, sin que los organismos controladores del estado hayan intervenido para aclarar lo que es un secreto a voces.
Una reforma, por lo demás, que podría estimular ponerle límites, también, al gasto militar y a los privilegios de los uniformados. Con lo que la recaudación de recursos malgastados podría ser realmente magnífica. Mucho mejor que la más óptima reforma tributaria.
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