Por Ascanio Cavallo/ Periodista
Lo que está ocurriendo en Chile con las elecciones brasileñas es uno de los fenómenos más extraños de la historia política de las últimas décadas. Ningún torneo electoral externo había sido seguido con la vertiginosa pasión que ha adquirido este. Ninguna competencia democrática del continente había sido interpretada como un anticipo de sucesos locales.
En los años 80, la caída de la narcodictadura de García Meza en Bolivia fue una victoria para todos los demócratas de América, sobre todo el día en que “El Conejo” Siles Zuazo regresó al Palacio Quemado. Al año siguiente, la victoria de Raúl Alfonsín en Argentina fue seguida paso a paso, porque representaba el fin de la dictadura más cercana (desde el punto de vista de la oposición a Pinochet) y la posibilidad cierta de cerrar un acuerdo de paz perdurable (desde el punto de vista de Pinochet). Luego, el Uruguay que había copiado los “cacerolazos” chilenos puso fin a una tercera dictadura, entregando el poder a un visitante frecuente de Santiago, Julio María Sanguinetti.
¿Y más atrás? Muy poco. En 1973, la victoria del “Tío” Héctor Cámpora, hombre de paja de Perón, representó el fin de otro ciclo dictatorial argentino, tan significativo que el Presidente Allende llegó hasta la Casa Rosada, en cuyas afueras los jóvenes montoneros gritaban: “¡Chile y Cuba, dos pueblos amigos!”.
Está bien: los procesos polarizados, como los de Cuba en los 50, República Dominicana en los 60, Nicaragua en los 70 o Venezuela en los 2000, siempre han impactado a la política local, muchas veces exigiendo definiciones o incluso reconociendo filas en ellos. Pero aparte de Cuba y Venezuela, raramente ha ocurrido que se tome partido por todos los bandos en liza.
La secuencia de Brasil la inició principal pero no únicamente Carlos Ominami, que logró la hazaña de reunir los vestigios de la Nueva Mayoría con el PRO y el Frente Amplio -lo que se podría entender como una idea de la izquierda chilena- en defensa de la excarcelación del expresidente Lula y de su derecho a participar en las elecciones recientes. La movilización de firmas chilenas no consiguió ninguno de sus propósitos y la afirmación de que sería el “más probable” ganador de las elecciones ha quedado sin demostración contrafactual, porque Lula sigue preso. El único hecho cierto es que Bolsonaro obtuvo un 46%, o sea, que no solo superó al lulismo, sino que estuvo a punto de ganar en primera vuelta.
¿Sería ese empeño fallido de la izquierda, tan enredada en lo interno y tan extraviada en lo externo, el que hizo que la derecha chilena se entusiasmara tanto con el resultado de Bolsonaro, como si este fuera un tapabocas para esa izquierda? A veces la política adopta estas extrañas formas de espiral simbólica: la tuya y dos más.
El Presidente Piñera contrarió sus esfuerzos diarios por ceñirse a la corrección cuando declaró, sin ninguna necesidad, que le parece apropiado el programa económico de Bolsonaro, aunque no simpatiza con sus dichos en otros ámbitos. No es apropiado que un Presidente opine sobre un candidato en competencia de otro país, y menos de uno que puede ganar en las elecciones. Eso está cerca de la injerencia.
Pero, al fin, el Presidente se ha retirado discretamente de ese escenario, que pasó a ser ocupado por la presidenta de la UDI, la senadora Jacqueline van Rysselberghe, y el excandidato José Antonio Kast. Ambos son mucho más adecuados que el Presidente en el ambiente del candidato brasileño.
Y ambos viajaron, con un día de diferencia, a reunirse con Bolsonaro, como si fuese una representación muy profunda, y muy deseada, de algo que también ocurre o podría ocurrir en Chile.
¿Qué es ese algo? Bolsonaro es un político de derecha extrema, radical, dura, o alt-right, según la denominación que se prefiera. Puede ser también fascista, o filofascista, en sus expresiones racistas, de desprecio a las libertades individuales y de elogio al militarismo. También es, con más nitidez, una reacción extrema en contra de la corrupción, al clientelismo de izquierda y la laxitud con que se ha tratado la criminalidad. Todo eso tiene que ver con Brasil, no con Chile, ni con ningún otro país de América Latina.
Entonces, ¿qué busca la ansiosa visita de Jacqueline van Rysselberghe? Se ha dicho algo obvio: quiere llevar a su molino el 8% de José Antonio Kast de cara a las elecciones internas del 2 de diciembre. Lo hace dentro de un partido que lleva 30 años tratando de zafar del cepo del militarismo en que quedó metida después de 1988. En las primeras elecciones democráticas apenas salvó los muebles y más tarde logró convertirse en el primer partido de Chile; pero nadando siempre en contra del militarismo.
También es verdad que la idea de la “UDI popular”, desarrollada con éxito por Pablo Longueira, está un poco más cerca del mundo de Bolsonaro que del de Piñera. Van Rysselberghe sabe que no es querida en La Moneda y que, en lo que puede, el aparato de gobierno opera para favorecer a su rival, el diputado Javier Macaya.
La senadora de la UDI se mueve en un espacio donde encuentra mucha adversidad, más de la que cree merecer desde que ha conseguido que el partido sea respetado por el gobierno. Lo que ha recibido de La Moneda son provocaciones para empujarla al centro, renunciando a lo que seguramente ve como su identidad histórica.
Por eso no le interesó la celebración del triunfo del No. ¿Por qué celebrar el voto de otros? Ella ha sido consistente en no conceder la restauración de la democracia a la izquierda. Su visita a Bolsonaro es un mensaje para diciembre, pero también para el rumbo del gobierno: la UDI participa de una idea de derecha que está más cerca de la autoafirmación que de la concesión a otros. Es otra lucha por la identidad.
El otro visitante de Bolsonaro, José Antonio Kast, es más naturalmente próximo a su ideario. Le llevó el último ejemplar de Economía y Sociedad, la revista del exministro José Piñera, que celebra el triunfo del modelo económico chileno. Este es el punto en que José Piñera coincide con el PC y parte del Frente Amplio, esto es, que el régimen económico de Chile es el mismo impuesto hace 40 años. Esto es académicamente insostenible y políticamente imposible, pero cada uno ve lo que quiere ver. Kast disfruta con provocar a la izquierda: le gusta sacarla de quicio, sacudir sus certezas, moverle el piso. Le gusta que la izquierda lo deteste. Sigue a Gide: “Es mejor ser odiado por lo que eres que amado por lo que no eres”.
Kast se siente dueño de la derecha dura, un espacio que le disputaba Manuel José Ossandón desde RN, y ahora Jacqueline van Rysselberghe desde la UDI. ¿Es tan significativa esa derecha como para que se la disputen tres figuras con aspiraciones presidenciales? ¿Fue el gobierno de Bachelet 2 tan parecido a los de Lula y Dilma como para propiciar un bolsonarismo a la chilena? ¿Va a ser ahora Bolsonaro el que trace la línea entre la derecha autoafirmativa y los liberales y moderados que quieren migrar al centro?
Es raro pensar de esta manera. Brasil es el principal gigante de América Latina, pero es un gigante autárquico, que se mira a sí mismo y no vive preocupado de contagiar a nadie. Henry Kissinger, que no conocía América Latina, sumó otro error a sus varias profecías fallidas cuando dijo que “donde vaya Brasil, irá América Latina”. Las apuestas de Lula sobre el resto del continente fueron todas descaminadas (basta mirar el caso de Chile) y más encima se mancharon con el gusto de Odebrecht por el soborno. La importancia de Bolsonaro para la política chilena puede terminar en las selfies de sus visitantes, pero ha tenido ya el raro efecto de alimentar un debate que solo existía en la sombra.
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