Por Óscar Contardo/ Periodista
La transmisión televisiva del grupo de inmigrantes haitianos embarcando un avión que los llevaría de vuelta a su isla era la cobertura del fracaso del proyecto de cientos de seres humanos que en algún momento tuvieron la esperanza de mejorar su futuro, pero que acorralados por la desesperación, preferían volver. Exhibir de ese modo su frustración me pareció una crueldad innecesaria, una puesta en escena que tenía un entusiasmo perverso. El país al que habían llegado escapando de la miseria los despedía y anunciaba que el viaje de retorno era un gesto “humanitario”. Uno de ellos resumió en una frase su paso por Chile: “Yo vine buscando vida, pero aquí no hay vida”. La conclusión la hacía un inmigrante del país más pobre del hemisferio occidental.
La noticia es de 2004. En Antofagasta, una niña de 15 años llamada Lisette un día desapareció. Era la hija de una mujer ecuatoriana que había llegado a trabajar a Chile. Tal como su madre, la chica era de piel muy oscura. “Negra cabeza de virutilla”, solían decirle, entre otras muchas cosas, sus compañeros de liceo. Ellos tampoco eran blancos, pero sí lo suficientemente claros de piel como para establecer un contraste y decidir que Lisette merecía soportar sus burlas continuas. No se detenían. Al parecer, la presencia de la niña los hacía sentir con un poder especial que los regocijaba. Un día, Lisette no volvió a su casa. Huyó del liceo y de la ciudad, y como pudo logró llegar a la frontera norte, en el límite con Perú. Allí la encontraron intentando cruzar la aduana. Cuando le preguntaron por qué se estaba escapando, dijo que quería irse, volver a Ecuador. Ya no soportaba vivir aquí.
Esta semana recordé la historia de Lisette cuando vi el grupo de inmigrantes haitianos esperando el avión que los llevaría de vuelta a su isla. El momento fue transmitido en directo por la televisión, un gesto que me perturbó: era la cobertura del fracaso del proyecto de cientos de seres humanos que en algún momento tuvieron la esperanza de mejorar su futuro, pero que acorralados por la desesperación, preferían volver. Exhibir de ese modo su frustración me pareció una crueldad innecesaria, consideré que la puesta en escena tenía un entusiasmo perverso. El país al que habían llegado escapando de la miseria los despedía y anunciaba que el viaje de retorno era un gesto “humanitario”. También lo eran los nueve años de prohibición para regresar. Las autoridades subrayaban que todas las personas que se iban lo hacían voluntariamente, que el gobierno les ofrecía una oportunidad para marcharse. La puerta es ancha, el país estrecho. Todos eran haitianos de piel oscura, como la de Lisette. Uno de ellos, antes de partir contó retazos de su historia: tenía 32 años, había conseguido trabajo, pero el dinero que le pagaban apenas le alcanzaba para comer. Resumió en una frase su paso por Chile: “Yo vine buscando vida, pero aquí no hay vida”. La conclusión la hacía un inmigrante del país más pobre del hemisferio occidental.
Hace unos meses, un cura de una parroquia de Estación Central me contaba la manera en que una pareja haitiana y su hijo recién nacido habían sido estafados. Les exigieron pagar el arriendo de una pieza antes de ocuparla -me mencionó el precio, excesivo para las condiciones- y luego los dejaron en la calle. Era pleno invierno. No había a quién reclamar. Fueron a pedirle su auxilio, como muchos otros lo hacían frecuentemente.
Frente a esa iglesia de Estación Central, que suele servir de albergue a personas sin casa, hay un colegio. Al final de la jornada es posible ver a los escolares arremolinarse en la calle: la mayoría son hijos de inmigrantes, de piel oscura y pelo tupido, como Lisette. ¿Qué pensarían esos niños cuando vieron por televisión el retorno de hombres y mujeres que bien podrían haber sido sus padres? ¿Habrá vida para ellos en Chile? Seguramente, con los años esos chicos crecerán y aprenderán todos los relatos que los chilenos hemos construido sobre nosotros mismos. Las leyendas sobre nuestra propia valía, el cantar de gesta sobre nuestras virtudes. Conocerán sobre nuestra humildad y sencillez endémica, sobre la gallardía de nuestros soldados, nuestra hospitalidad legendaria y la solidaridad de un pueblo que cada tanto debe “ponerse de pie” para enfrentar la adversidad de una geografía loca y una naturaleza rabiosa. Una mitología patria que transforma la resignación en valentía y la lástima en virtud, y que nos sitúa como sobrevivientes de catástrofes consecutivas que han acabado por labrar un carácter colectivo que tiende al altruismo. Escucharán eso después de cada terremoto, aluvión o tsunami y a propósito de las campañas de televisión para ir en auxilio de los más necesitados. La culpa es el motor que nos mueve. Entre una y otra cosa, también podrán conocer noticias como las de esta semana; historia como las de un chofer de bus que conduce acompañado de su señora que sufre alzhéimer, porque no tiene quién la cuide; o el relato de una adolescente que decidió suicidarse en un baño público para escapar del acoso sistemático de sus compañeros de curso; o ver las imágenes de un anciano saltando la cuerda en la Plaza de Armas a cambio de dinero para subsistir. Cuando sepan conciliar los discursos sobre nuestros atributos como pueblo -el asilo contra la opresión, la tierra de los libres, el trato humanitario al más débil, la virtual inexistencia de racismo- con el reflejo que nos devuelve la realidad conocerán el último secreto, el elemento invisible que nos hace ser como somos, la fórmula que explica en qué consiste ser chileno.
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