De acuerdo a las cifras de la Encuesta Nacional de Empleo (ENE) a diciembre del 2017, las cuatro ramas de actividad económica nacional donde hay más mujeres trabajando son el servicio doméstico, los servicios sociales y de salud, la enseñanza y los hoteles y restaurantes.
En 1990 solo un 39,3% de las mujeres entre 21 y 60 años -la edad en que en Chile se considera a alguien “económicamente activo”- trabajaban. Hoy, 28 años después, lo hace el 63,5%. ¿Cómo y dónde ocurrió ese cambio? De acuerdo al último informe Género, Educación y Trabajo (GET) de Comunidad Mujer, existen tres factores clave para este explosivo aumento.
El primero es el del aumento de los años dentro del sistema educativo de las mujeres. Esto, ya que si al iniciar la transición a la democracia solo el 10,9% de las mujeres accedía a la Educación Superior -ya sea universidades como centros de formación técnica o institutos profesionales- para el año 2015 la cifra había llegado al 39,1%. Tras un análisis de varias décadas de encuestas CASEN, el informe GET 2018 de Comunidad Mujer concluye que “a mayor nivel educacional, mayor es la participación de las mujeres y menor la distancia respecto a la proporción de hombres ocupados o en búsqueda de un trabajo”.
Esto no solo es relevante a la hora de la inserción laboral sino también de la autonomía de las mujeres. A nivel mundial, se entiende autonomía de las mujeres como sinónimo de toma de conciencia y protagonismo en la propia vida, en un contexto en que el machismo generalizado obliga a muchas a tomar rumbos que no necesariamente eligieron. Y de acuerdo a estudios del Servicio Nacional de la Mujer, mientras menor escolaridad tiene una mujer mayor es su probabilidad de vivir formas de abuso o violencia.
El segundo factor que identificó la Comunidad Mujer para el aumento de la participación laboral femenina fue la tercerización de la economía. Esto quiere decir que, a partir de las reformas neoliberales impuestas en los años ‘70 y ‘80, la economía de Chile empezó a estar mayoritariamente en el sector servicios, más conocido como el “sector terciario”. Este sector involucra comercio, comunicaciones, finanzas, turismo, hostelería, ocio, cultura, espectáculos, la administración pública y los denominados servicios públicos, sean del Estado o el sector privado (sanidad, educación, atención a la dependencia), entre otros..
Dada la persistencia de las ideas tradicionales sobre los roles de género -es decir, lo que se espera que hagan hombres y mujeres- las chilenas no ingresaron a lo largo del siglo XX a las industrias que más producían riqueza en el país, tales como la forestal, portuaria o minera. Esto, ya que eso involucra faenas y trabajo físico, lo que transgredería la idea de la debilidad femenina. La tercerización de la economía, en cambio, abrió toda una gama de puestos de trabajo a los que las mujeres podían optar sin tener que sufrir altos grados de crítica o censura en su entorno social.
El tercer factor fundamental para que el porcentaje de mujeres participando de la fuerza de trabajo en Chile haya aumentado en esa forma en 28 años es, de acuerdo a la Comunidad Mujer, la transición demográfica marcada por una disminución en la tasa de fecundidad. Por la vía de la incorporación de la planificación familiar en las políticas de salud pública, el uso de la pastilla anticonceptiva se hizo masivo y, entre 1960 y 1970, la tasa global de fecundidad pasó de 5,4 hijos a 3,6 hijos por mujer (INE, 2005). El control de la capacidad reproductiva a través de la anticoncepción ha sido un elemento clave para la autonomía económica de las mujeres y el control sobre sus propias vidas.
Menos horas y por menos sueldo
“Pese a estos tres factores que gatillaron el aumento masivo de la fuerza laboral femenina, las mujeres siguen en una posición desventajosa en el trabajo y eso se expresa sobre todo en el tipo de trabajos a los que acceden, las formas de contrato y su exclusión de los espacios de prestigio y poder”, señala la historiadora y especialista en género Luna Follegati.
Así, de acuerdo a las cifras de la Encuesta Nacional de Empleo (ENE) a diciembre del 2017, las cuatro ramas de actividad económica nacional donde hay más mujeres trabajando son el servicio doméstico, los servicios sociales y de salud, la enseñanza y los hoteles y restaurantes. Como contraparte, las ramas con menos mujeres son la construcción, la explotación de minas y canteras, la pesca y el suministro de electricidad, gas y agua. “Esto demuestra, pese a que las mujeres traspasaron las fronteras impuestas del hogar, la distribución tradicional de tareas y roles de género se traspasó al mundo laboral”, apunta la historiadora.
También ha disminuido significativamente la proporción de mujeres que se desempeña en el trabajo de servicio doméstico. Si en 1990 casi un 20% de las mujeres ocupadas se dedicaba a este tipo de actividades, en 2015 esa proporción disminuye a menos de la mitad (8,8%). Esto constituye un hecho positivo porque se trata de un trabajo que sigue siendo poco valorado, mal remunerado, desprotegido y mal reglamentado según la OIT, incluso después de la Ley de Trabajadoras de Casa Particular. Pero más allá de eso, lo es porque su disminución ha sido, posiblemente, gracias a la expansión de políticas como la Jornada Escolar Completa y el aumento de la cobertura de sala cuna y jardines infantiles.
De acuerdo a la misma ENE y las cifras de la Encuesta Casen, en todas las actividades económicas analizadas las mujeres trabajaron en promedio menos horas que los hombres, dado que ellas trabajan en mayor medida a jornada parcial. Esto se debe tanto a la carga de trabajo doméstico y de cuidados como a la persistencia de prejuicios entre los empleadores, como por ejemplo que el ingreso de las mujeres es secundario.
El hecho de que las mujeres busquen y puedan conseguir trabajos por menos horas redunda en una inserción laboral más precaria. El 61,5% de los puestos de trabajo femeninos creados en los últimos 8 años corresponde a formas que la OIT considera precarias: tercerización vía subcontrato o cuenta propia de baja calificación.
Esta segmentación en el tipo de actividad y la forma de contrato y jornada tiene efectos directos en los ingresos de las mujeres trabajadoras. De acuerdo a la Fundación SOL en su estudio “Los verdaderos sueldos de Chile” (2016) el 76,7% de las trabajadoras remuneradas del país tiene un sueldo bajo los $500.000 y el 42% gana menos o igual a $260.000.
Pese a que ha habido un aumento real en las remuneraciones general desde 1990 -que de todas formas no es suficiente si se mira el aumento de la productividad a la misma fecha- la brecha de género ha aumentado, pasando de una diferencia de -9,3% en desmedro de las mujeres en 1990 a una de -15,9% en 2016. Estos indicadores hacen que Chile se ubique dentro de los países con mayores brechas salariales de género en el mundo, ocupando el puesto 127 de 131 países en el subíndice de “igualdad salarial por trabajo similar” en el Índice Global de Brecha de Género 2017 del Foro Económico Mundial. Y este es un panorama que empeora con los años.
La brecha de género se construye y agranda con los años
En 2015, la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres publicó el libro “Educación no Sexista: Hacia una real transformación”, donde apuntaban al sistema educativo formal -y también familiar- como uno de los mecanismos a través de los que persiste el machismo pese a todas las transformaciones que ha sufrido la sociedad.
“Las mujeres optan con funciones cercanas a los cuidados por tradición cultural y precisamente como esas tareas están asociadas a lo femenino tienen menor valoración y más bajas remuneraciones”, apunta Silvana del Valle, abogada y parte de la Red, agregando que “así se extiende la división de roles a nuevas generaciones”.
El análisis a tres generaciones de la Comunidad Mujer confirma este diagnóstico. Los análisis de resultados de pruebas estandarizadas muestran una leve ventaja para las niñas a temprana edad, lo que se revierte para acrecentarse sistemáticamente con un punto de inflexión muy importante a partir de la adolescencia, sobretodo en las pruebas estandarizadas de Matemáticas. Eso se traduce en un desempeño más bajo en el área cuando son jóvenes, en las estremecedoras diferencias salariales que existen entre ellas y sus colegas hombres cuando participan del mundo del trabajo y, más tarde, en la abrumadora desigualdad que caracteriza la vejez de las mujeres con sus bajas pensiones.
“Dentro de las profesiones universitarias incluso aquellas mujeres que se desempeñan en sectores tradicionalmente masculinizados lo hacen en áreas específicas de la profesión que son asociadas al cuidado, como las médicas que son pediatras o las abogadas que ven causas sobre todo relativas a familia y minoritariamente cuestiones comerciales o de propiedad”, observa Silvana Del Valle, “por eso planteamos que hay que desmontar la educación sexista, analizando el currículum oculto, cambiando las prácticas pedagógicas y didácticas de aula y tomando en cuenta las fuentes de educación que están fuera de la escuela, como la comunidad y los medios”, señala desde la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres.
Esta forma de división sexual del trabajo también impacta en las mujeres que no tienen profesión u oficio: sus puestos u ofertas están en ramas asociadas a los roles tradicionales y que, por lo mismo, son subvaloradas y peor pagadas. Es el caso, por ejemplo, del servicio doméstico.
Sin embargo, de acuerdo al análisis de los datos de la Encuesta CASEN 2015 de la Fundación SOL, tan solo $43.000 de la brecha salarial entre hombres y mujeres son explicables por factores como la rama económica, nivel educativo, categoría ocupacional o región donde se vive. El resto de la brecha salarial, aproximadamente $94.000 en promedio, es discriminación pura.
Chile: una legislación laboral al debe
¿Cómo responde el Estado ante esta situación? De acuerdo a la historiadora Luna Follegati, “las políticas laborales de género han sido catalogadas como insuficientes o derechamente letra muerta por distintos organismos y las mismas cifras de eficiencia lo demuestran”.
Es el caso, por ejemplo, de la Ley Nº 20.348 de Igualdad de Remuneraciones promulgada en 2009. Entre el año 2011 y el 2014 se registraron un total de 21 denuncias por vulneración de derecho de igualdad de remuneraciones por sexo; en 2015 no se presentaron denuncias; y entre los años 2016 y 2017, las Oficinas de Derechos Fundamentales y Libertad Sindical de las Direcciones Regionales de la Región Metropolitana han realizado seis investigaciones por discriminación remuneracional entre hombres y mujeres, de las cuales cinco han concluido con la interposición de denuncias judiciales.
Uno de los problemas que se han identificado en esta normativa es, en primer lugar, que la propia mujer debe hacer el reclamo ante su empleador, lo cual en la práctica sirve como elemento para desestimar o disuadirlas de hacerlo. Un segundo elemento, que fue identificado en una Mesa Tripartita sobre Mujer y Trabajo de ese ministerio, es que la redacción de la ley habla de misma remuneración ante igual trabajo, mientras que los tratados internacionales hablan de trabajo de igual valor, lo que es más fácil de probar. “La división de tareas en base a roles de género también se da entre colegas que ocupan el mismo puesto. A las mujeres, independiente de la profesión o jerarquía, se les suele dar tareas de menor prestigio y eso luego se ocupa para denegar el reclamo”, explica la abogada Silvana Del Valle.
Otra de las normativas que ha sido criticada es la relativa al acoso sexual laboral. Esto, ya que no lo tipifica como delito, y la primera instancia de investigación la tiene la propia empresa. La abogada Patsilí Toledo señaló en 2006 que la Ley Nº 20.005 sobre Acoso Sexual en Chile terminaría siendo un “procedimiento generador de expectativas y frustraciones en quienes son víctimas, terminando éstas en la misma disyuntiva previa a la ley: soportar o renunciar”. La situación es potencialmente en nuestro país, ya que durante el año 2018 y producto de la mayor visibilidad de la violencia de género, muchas más personas denunciaron el acoso sexual laboral, dándose un aumento del 52% respecto al año anterior.
Con todo, algunos estudios a largo plazo muestran que los factores son múltiples. El estudio “Dimensiones organizacionales de la violencia en el trabajo en Chile considerando desigualdades ocupacionales y de género”, realizado en conjunto por el Centro de Estudios de la Mujer y el Programa de Estudios Psicosociales del Trabajo de la Universidad Diego Portales durante el año 2017, analizó tres sectores que se han transformado profundamente desde 1980: la industria del retail, la bancaria y la de elaboración de alimentos. Entre sus principales conclusiones están que la dimensión más determinante para sufrir violencia de género en el trabajo es el predominio de un sistema de relaciones laborales extremadamente vertical: “en este contexto, las mujeres están doblemente expuestas a violencia laboral por un bajo poder formal en la estructura ocupacional y por un bajo poder social que emana de relaciones de género que las subordinan y discriminan”, señalaron los académicos.
Las principales formas de violencia de género en el trabajo se expresarían en violencia asociada a condiciones precarias de empleo, fundamentalmente en amenazas de despido o de cambio de sus condiciones de empleo; en diversas formas de violencia derivadas de la prevalencia en los espacios de trabajo de una cultura machista; específicamente en acoso sexual y en discriminaciones y acoso por maternidad. “El rechazo o la denuncia de estas situaciones implica a menudo el despido de las trabajadoras –no del acosador- o detona otras formas de hostigamiento y maltrato”, apuntan desde la Universidad Diego Portales.
Cómo atacar esos múltiples factores es aún modo de controversia. A propósito de la baja eficiencia de la Ley de Igualdad de Remuneraciones, la Confederación de la Producción y el Comercio declaró que “el tema salarial y de inequidad no se resuelve por ley y menos por la Carta Fundamental del país. Nosotros creemos que hay que ir quitando los lomos de toro en nuestra legislación, sobre todo en nuestra legislación laboral, que hoy perjudica a la mujer, porque le ponen mochila o desincentivos a su contratación”.
“Una de las propuestas del feminismo al respecto es que el costo de la reproducción debe compartirse entre las partes, ya que actualmente las mujeres son castigadas por su capacidad biológica de dar a luz. En cambio, la respuesta del mundo empresarial ha sido, en general, el discurso de la flexibilización del trabajo femenino, que en la práctica se ha traducido en relativizar derechos adquiridos por las trabajadoras a lo largo del siglo XX como la sala cuna o el fuero maternal”, analiza la historiadora Luna Follegati.
La diputada Camila Vallejo discrepa de la posición de la multigremial empresarial y señala que “existe una política débil de corresponsabilidad en la crianza. No hay derecho a sala cuna universal y solo es exigible donde hay más de 20 mujeres contratadas, pero no se extiende a los hombres que son padres. Esto se ve agravado porque además la jornada laboral es muy larga y es por eso que hemos presentado el proyecto de reducción de la jornada laboral a 40 horas para mejorar la calidad de vida de todos, especialmente las trabajadoras, pero dando más posibilidades para un buen reparto de las tareas de cuidado y la vida familiar”.
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