Por Óscar Contardo / periodista
La última imagen de Camilo Catrillanca difundida a través de las redes sociales muestra su cuerpo sobre una camilla, rodeado de mujeres con atuendo mapuche que permanecen de pie con gesto dolorido. En la foto se ve la cabeza del joven, cubierta de vendas y gasas teñidas de sangre. Ya nadie podía ver su cara, pero parafraseando los versos de Raúl Zurita, su rostro cubriría el horizonte y su muerte colmaría de luto rabioso a un pueblo entristecido por el maltrato y la violencia
A veces les disparan por la espalda. Brandon Hernández Huentecol, por ejemplo, recibió 140 perdigones mientras estaba en el suelo boca abajo. Él sobrevivió. Otros no. A Alex Lemún lo mataron cuando tenía 17, a Matías Catrileo cuando tenía 23, a Jaime Mendoza Collío cuando tenía 24. Todos fueron asesinados en procedimientos policiales semejantes a excursiones de guerra en tierras enemigas. Los primeros informes entregados por carabineros en cada una de esas muertes carecían de detalles que concatenaran un episodio con el siguiente de manera lógica. Arrancaban con un conflicto determinado, que era sucedido por acciones y conductas policiales que escapan de toda racionalidad y proporción; los saltos de guion se matizaban en ocasiones con supuesto fuego cruzado sin pruebas concretas. El único punto nítido era la tragedia que cerraba el reporte: otro mapuche muerto. Lo que había en los extremos de esos informes policiales, entre el principio y el fin, era un pozo de dudas que nadie parecía dispuesto a aclarar, ni siquiera la justicia. Si los mataron, algo habrán hecho, es lo que se le sugería persistentemente a la opinión pública.
La misma pauta se repitió este miércoles, cuando la prensa informó que Camilo Catrillanca había muerto. El relato era una nube difusa, carente de definiciones nítidas, incluso desde la forma verbal que encabezaba la noticia replicada por los medios: un joven mapuche “falleció”, decían. Aquel giro diluye la acción, encogiéndola, cepillando las puntas, moldeando los bordes de un acontecimiento dramático y espinoso hasta convertirlo en la versión amigable, que sitúa toda sospecha en la víctima y retira al victimario de la escena. La bala -se sugirió que solo fue una- sencillamente llegó hasta la cabeza de un hombre que conducía un tractor, porque el destino así lo quiso o porque tal vez se lo merecía. Quién sabe. Si era mapuche y vivía en La Araucanía, algo habrá hecho. No había información pura y dura, sino versiones que fueron surgiendo a cuentagotas: aparentemente un robo, aparentemente una denuncia, aparentemente una persecución, aparentemente fuego cruzado, aparentemente Catrillanca huía. La única certeza eran los personajes involucrados: de un lado, el llamado Comando Jungla de Carabineros, el mismo que fue presentado a la prensa durante una ceremonia encabezada por el propio Presidente Piñera; del otro extremo de la historia, un joven de 24 años sobre un tractor acompañado de un muchacho de 15, quien luego de presenciar los hechos -las balas, la sangre, la muerte de Catrillanca- fue detenido por los policías. Horas más tarde, un juez declaró ilegal su detención. El tribunal estableció que no se acreditó delito alguno de parte del muchacho, quien, además, sufrió maltratos de carabineros mientras estuvo bajo su custodia.
Luego de que la noticia de la muerte de Catrillanca se difundiera habló el intendente, habló el ministro del Interior y habló el general director de Carabineros. Catrillanca pasó de ser sospechoso en la mañana a simple víctima de un incidente confuso, sin responsables claros, en la tarde. Pasó de tener antecedentes penales, a no tenerlos. Pasó de huir conduciendo un tractor, a estar simplemente enseñándole a un adolescente pobre las labores agrícolas que lo ayudarían a mantener a su familia. Ninguna de las declaraciones emanadas del gobierno rendía cuentas claras de lo acontecido. Las únicas frases firmes que las autoridades pronunciaron no tenían que ver con el compromiso con la justicia, tampoco con condolencias a la familia del joven asesinado, sino con el férreo apoyo a Carabineros. Había que creerles. Tal como lo han ordenado una y otra vez los gobiernos anteriores. La orden es confiar ciegamente en una institución que aún no aclara el destino de los miles de millones de pesos que han extraviado; acatar su palabra a pesar de la colección de montajes en contra de comuneros mapuches que acaban descubriéndose tras años de investigación; cuadrarse con sus reportes a pesar de las operaciones de inteligencia falsas que ridiculizaron a un gobierno; apoyar su criterio a pesar de los maltratos constantes a familias y niños mapuches de La Araucanía. Lo que se deduce luego de lo acontecido esta semana es un gran fracaso político que no acaba de tocar fondo. Gobiernos que durante décadas han rehuido de asumir sus deberes; políticos que han esquivado enfrentarse a la complejidad de una crisis social; una clase dirigente que carece de aplomo y valor y ha entregado a la policía militarizada un rol que no le corresponde. Que ellos se encarguen, al costo que sea, de manejar un territorio en donde la injusticia y la pobreza han roto la posibilidad de convivencia. Un acotado simulacro de dictadura bien disimulada por una democracia cobarde.
La última imagen de Camilo Catrillanca difundida a través de las redes sociales muestra su cuerpo sobre una camilla, rodeado de mujeres con atuendo mapuche que permanecen de pie con gesto dolorido. En la foto se ve la cabeza del joven, cubierta de vendas y gasas teñidas de sangre. Ya nadie podía ver su cara, pero parafraseando los versos de Raúl Zurita, su rostro cubriría el horizonte y su muerte colmaría de luto rabioso a un pueblo entristecido por el maltrato y la violencia.
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