Por Óscar Contardo, periodista
Un liceo no debiera ser considerado una bomba. No debiera hablarse de él como quien se refiere a una cueva de terroristas, ni tampoco como un mausoleo en donde descansa la luz de una república que parpadea porque nadie pagó la cuenta de electricidad. Un liceo no debería ser parte de la crónica roja habitual, ni tampoco el lastimero aullido de un animal moribundo que alguna vez fue paseado por las plazas y calles para exhibir el lustre de su estampa y agitar con ello una vanidad solemne y ostentosa. Un liceo debiera ser otra cosa, algo como la costura fina de un traje que puede vestir a cualquiera -hombre, mujer, pobre, rico- con la misma dignidad. Un liceo, antes que una consigna, que un edificio o que un conjunto de alumnos y profesores, es una idea y un ideal: el del lugar que tendrá la educación pública en un país, el punto en donde el presente se encuentra para hacer un futuro conjunto.
¿Cuál es el lugar que actualmente ocupa en el nuestro? En 2011 hubo un intento de respuesta a esa pregunta, cuando el movimiento estudiantil logró identificar “lo público” con “lo gratuito en la educación superior” y con el espacio en donde las selecciones arbitrarias no son permitidas. Aquel encuadre fue exitoso, sin embargo, ocho años después, esas respuestas parecen insuficientes si atendemos a la persistencia de un debate que se ha reconcentrado en lo policial. Con una facilidad pasmosa la conversación quedó atrapada entre las imágenes de las molotov y las arremetidas de las Fuerzas Especiales de Carabineros.
Con el proyecto Aula Segura el gobierno estableció una suerte de doctrina sobre la educación pública que agota su discurso en hechos ocurridos en un puñado de liceos de Santiago, pero sobre todo en el Instituto Nacional, gracias a la atención desmesurada que ocupa en los medios en su calidad de reliquia rescatada de un tesoro extraviado. El Instituto Nacional acabó transformándose en el emblema de una agonía que de tan larga está resultando agotadora. Una travesía lastimera, cuyo último hito es la discusión sobre la necesidad de revisar las mochilas de los estudiantes como política educacional para evitar el transporte de artefactos o armas. Un asunto que pudo y debió haber sido solucionado por una comunidad, acabó siendo aludido por un Presidente de la República durante un punto de prensa. Esto solo puede ser interpretado como el síntoma de un socavamiento mayor.
Un liceo debería ser una comunidad volcada hacia el futuro, pero el Instituto Nacional no lo es, a juzgar por la entrevista concedida esta semana por Rodrigo Pérez, el presidente de su Centro de Alumnos, a The Clinic. En la nota, Pérez habla de alumnos con depresión, de estudiantes que se suicidan, de asambleas en las que quien grita más fuerte gana la discusión y de un pasado de puntajes nacionales forjados por maestros que dedicaban gran parte de su clase a aconsejarlos en el arte del acoso al más débil y las destrezas para conseguir una novia rubia de facultad prestigiosa. Sostiene, además, que entiende la rabia de los estudiantes “radicalizados”, dibujando un borde muy ambiguo en torno a “la necesidad de encapucharse” para no ser perseguido ni denunciado a sus familias o a las autoridades. Rodrigo Pérez describe las paupérrimas condiciones materiales del liceo -sin agua caliente y pupitres en mal estado- y concluye que en el ambiente cotidiano todo se ha vuelto desesperanza y represión. Asegura, asimismo, que no sabe de dónde vienen las molotov con las que suelen ilustrarse las notas de los noticieros de televisión ni quiénes las arrojan. La entrevista al presidente del Centro de Alumnos del Instituto Nacional parece más el testimonio de un habitante de un enclave de refugiados políticos asediados por una potencia amenazante, que las impresiones de un estudiante secundario en democracia. No hay en sus palabras un despunte de futuro, sino un diagnóstico asfixiante en donde incluso ese pasado glorioso que suele invocarse queda en entredicho. Después de leer la entrevista a Rodrigo Pérez solo cabe pensar qué queda para el resto, para aquel 99,9% de escuelas y liceos del país de las que nadie habla en la televisión, de los que nadie escribe en los diarios porque allí no se gestaron ni los fulgores de la patria ni los mitos de promoción social que mantienen la ilusión de una meritocracia a cuentagotas.
El liceo no debiera ser un campo de batalla, tampoco una pista de competencia, sino un pacto de futuro compartido, un encuentro que se sostiene porque existe al menos una idea y un proyecto común en un país atravesado por fracturas y fallas que de tanto en tanto se activan. Sin embargo, todo indica que al menos durante un par de generaciones hablar sobre escuelas y liceos será lo mismo que debatir sobre la mejor forma de disponer los escombros de una construcción abandonada.
Denos su opinión