Por Germán Silva Cuadra, Director del Centro de Estudios y Análisis de la Comunicación Estratégica (CEACE), Universidad Mayor
Qué duda cabe que Carabineros de Chile está viviendo una crisis gravísima. Los hechos ocurridos desde el 18 de octubre son solo la representación final de una institución que venía arrastrando el peso de la pérdida de confianza ciudadana –solo recordemos el «pacogate», la Operación Huracán y el asesinato de Camilo Catrillanca– y que hoy ha quedado al desnudo. Completamente sobrepasada, confundida entre el deber ser y el actuar, trayendo de regreso a la sociedad chilena el doloroso trauma de las violaciones de los Derechos Humanos y reinstalando un debate que los últimos gobiernos han eludido, pese a todas las señales sobre la urgencia de adaptar a la policía uniformada a los tiempos que vivimos.
Todo lo ocurrido en estos meses ha dejado en evidencia que Carabineros es una institución obsoleta, con escasa capacidad de autocrítica y, lo más grave, con un alejamiento de la ciudadanía alarmante.
De hecho, pasó de ser la más confiable de todas las instituciones del país a una de las más rechazadas y criticadas, acercándose peligrosamente al nivel que tienen los partidos políticos o el Congreso, lo que es mucho decir. Jóvenes que perdieron la visión, abusos, golpizas masivas con personal fuera de control, casi enajenado y, lo peor, con poca resiliencia, porque pese a las denuncias, llamados de atención o informes de DDHH, los hechos se siguen repitiendo.
Por el otro lado, está la comisión –una más, pese a lo que se criticó a Michelle Bachelet por hacer lo mismo– que convocó el Gobierno tras el estallido. El senador Felipe Harboe (PPD), quien la lideró, destacó los dos puntos centrales de la propuesta –de un total de 23–, que consisten en crear un Ministerio de Seguridad Pública del cual dependa Carabineros y el respeto irrestricto a los Derechos Humanos.A pesar del consenso sobre la necesidad del cambio, las posturas respecto a cómo debe ser son bastante dispares. En primer lugar, está la visión del Gobierno, que ha desechado la necesidad de refundar la institución y planteó que debe ser un proceso gradual hasta el 2027. Discrepo totalmente de esa postura. La profundidad de la crisis y el nivel de desconfianza generado requieren de un cambio radical. Cuando se toca fondo, solo queda la opción de la refundación, partir de cero, incluso si es necesario cambiando la imagen y el nombre, de lo contrario, es imposible recuperar la credibilidad. Y por supuesto, proyectarlo a casi dos Gobiernos más significa que en La Moneda están chuteando la pelota al córner o, simplemente, siguen entendiendo poco de la gravedad de esta crisis.
El Gobierno insinuó que las dos propuestas –la de La Moneda y de su propia comisión– pueden fusionarse, algo que pareciera ser más o menos obvio. El punto es que la oposición, en particular el Frente Amplio, también presentó una iniciativa, aunque sí llamó la atención que fuera la otrora Nueva Mayoría la que planteara que se debe avanzar, pero sin apuro.
Definitivamente esto requiere suma urgencia, más aún considerando que marzo se proyecta altamente complejo y que estas últimas semanas Carabineros se ha visto envuelto en situaciones que solo han agudizado el problema, como la muerte del hincha colocolino o las golpizas reiteradas de personal uniformado sobre personas reducidas en Puente Alto. Claro que hay que reconocer que en ese caso se actuó de manera rápida, primero dando de baja a los involucrados y, luego, interviniendo esa comisaría.
Y en cuanto a los problemas vinculados al control del orden público, el fin de semana trascendió el informe de la Contraloría, el que detectó hechos graves asociados al mal manejo de recursos –596 observaciones–, entre los que se describen cuentas corrientes ocultas –en que se usaban fondos ajenos a la naturaleza de ellas–, pagos de asignación de zonas que no correspondían, pagos irregulares de viáticos –como el realizado a personal ausente de su jornada–-, pagos duplicados a funcionarios en el extranjero –que rendían dos veces los montos entregados–, compras y adquisiciones fuera del portal de compras públicas, entre otras anomalías.
Carabineros tiene que experimentar una reestructuración total. Partir asumiendo los errores, tanto el alto mando como el Gobierno, que ha respaldado a la institución pese a los cuatro informes de organismos internacionales de Derechos Humanos. Segundo, redefinir el rol que debe tener en la sociedad y priorizar sus funciones, lo que supone diferenciarse plenamente de la PDI e, incluso, evaluar opciones como una policía municipal. Tercero, establecer una nueva estructura orgánica que le permita más flexibilidad, transparencia y modernidad. Cuarto, revisar la malla y tiempos de formación, así como asegurar el cumplimiento del respecto a los DDHH, regulado por un organismo contralor. Y quinto, refrescar la imagen, incluyendo el cambio de los colores “militares” e, incluso, pensar en Policía de Chile. Pero necesariamente debe ser sin el general director Mario Rozas. Él, es parte del problema.
Por supuesto que este proceso no va a ser inmediato y requiere de cierta gradualidad, pero no puede ser de siete años, eso no lo entendería la opinión pública. El grado de cuestionamiento requiere de señales tempranas y también de cambios claros y ejemplificadores, porque, de lo contrario, será imposible recuperar la confianza ciudadana. Pero esta transición también implica que la propia ciudadanía, los alcaldes –la institución con mayor confianza entre la gente hoy– y las organizaciones sociales se involucren y participen de esta refundación de Carabineros, porque la legitimidad, credibilidad y el afecto, no se recuperan vía decreto, cambio de su alto mando o incluso de imagen.