Por Daniel Matamala, periodista
Propongo que ningún parlamentario que vote ‘rechazo’ en abril pueda participar de la convención constitucional», escribió el expresidente del Colegio de Arquitectos Sebastián Gray. «Si gana el apruebo a la constitución no queremos a ningún huele peos de dictador cerca, ni siquiera queriendo participar. Del momento que rechazas el cambio quedaste fuera», se sumó la comediante Natalia Valdebenito.
Ese es el peor camino que puede tomar la campaña por una nueva Constitución: el de la superioridad moral y la exclusión del otro.
Así ocurrió en los plebiscitos del acuerdo de paz de Colombia y del Brexit, en que los partidarios de una opción fueron estigmatizados como ignorantes o demagogos: una fórmula perfecta para empujarlos a votar contra ese discurso que los excluye.
Mucho más inteligente fue la estrategia del No en 1988. En vez de denunciar a los partidarios de Pinochet, invitó a todos a construir un futuro mejor. Esa campaña no necesitaba crear una mayoría en torno a la oposición a la dictadura: ella ya existía hace años. Lo que debía hacer era despejar temores y generar sentimientos positivos para que esa mayoría se expresara en las urnas el 5 de octubre.
Hoy pasa algo similar. Hace largos años que existe una amplia mayoría a favor de una nueva Constitución. El rol, modesto pero crucial, de la campaña del Apruebo es movilizarla desde la esperanza el 26 de abril.
Y el argumento para ello debería ser político, no moral.
Por el Rechazo surgen dos razones. Una es que la Constitución es tan relevante, que tocarla nos expone al caos de un modelo chavista. La otra es que la Constitución es tan irrelevante, que todas las reformas importantes pueden hacerse sin cambiarla.
Como es evidente, ambas ideas son contradictorias entre sí.
El primer argumento es expuesto por la Fundación Jaime Guzmán. «El ánimo de refundación de una nación», dicen, «no suele traer buenas consecuencias institucionales ni materiales a las personas».
Deliciosa ironía, viniendo del organismo que defiende el legado del autor de la mayor refundación de la historia de Chile.
Pero, afortunadamente, hoy no se propone repetir el experimento de Guzmán y usar la fuerza bruta de una dictadura para refundar un país. Si gana el Apruebo, la nueva Constitución será fruto de consensos en que ni la izquierda ni la derecha podrán imponer sus propios modelos.
El segundo argumento se presenta bajo el eslogan «hagámosla corta: cambiemos las leyes, no la Constitución» de la UDI, y del spot que recomienda tomar «el bus de la reforma», que, a diferencia del largo proceso constitucional, «pasa cada cinco minutos».
Tal como Fra-Fra prometía eliminar la UF en cinco minutos, ahora con esa misma celeridad se solucionarían los problemas pendientes. Llegar y llevar: las reformas que se han frenado por 30 años, se harán mágicamente en cinco minutos. La promesa es levantada por los mismos que han usado todo el surtido de candados que dejó Guzmán para obstaculizar los cambios: senadores designados, sistema binominal, altos quórums en el Congreso y, cuando todos los anteriores fallan, el Tribunal Constitucional (TC).
El Rechazo sería un cheque en blanco a esos políticos confiando en que ahora sí harán esas reformas. ¿Y si no las hacen? Pasó la micro, nomás. Quedaría en pie esta Constitución que, como confesó el mismo Jaime Guzmán, hace que «si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría».
¿Quién es ese «uno mismo»? Fundamentalmente, el poder económico. Sigamos con las confesiones, ahora de la Comisión Ortúzar, cuando comenzó a diseñar la Constitución de 1980: «Será menester fortalecer el derecho de propiedad, base esencial de las libertades, ya que el control económico es el medio de ejercer el control político».
Esa doctrina de control político por medio del poder económico tiene un ejemplo aún fresco en la ley que daba «dientes» al Sernac para defender a los consumidores, en respuesta al clamor ciudadano tras casos de abusos empresariales. Fue parte de un programa de gobierno votado por amplia mayoría, aprobada en la Cámara de Diputados y el Senado y, sin reclamaciones de ningún sector político, quedó lista para promulgarse.
Pero eso nunca ocurrió. Bastó que el grupo de interés afectado (la Cámara Nacional de Comercio) apelara al TC para que este bloqueara los puntos fundamentales de la ley. Todo el proceso democrático -elecciones populares, debate público y aprobación parlamentaria- se fue al tacho de la basura.
Entonces, aun si creyéramos que, por arte de magia, desde el 27 de abril el Congreso despachará todas las reformas bloqueadas por 30 años, eso no sería suficiente. Bastaría que cualquier grupo de presión (AFP, Isapres, dueños de derechos de agua, y usted siga contando) se opusiera, para que el Tribunal Constitucional pudiera impedir cualquier cambio.
Eso es «hacerla corta». Si, en cambio, la «hacemos larga», constituyentes elegidos por la gente (sí, también por los que hayan votado «Rechazo») se pondrán de acuerdo en las reglas básicas del pacto social. Y mientras lo hagan, en paralelo podemos ir cumpliendo las promesas y aprobando (en cinco minutos era, ¿no?) todas las reformas que no estén bloqueadas por el cerrojo constitucional.
Ni vetos, ni venganzas, ni altares morales. Lo que debe ofrecer el Apruebo para ganar en abril es el mismo sentido común, constructivo y esperanzador, que movilizó a los chilenos a decirle «No» a Pinochet ese 5 de octubre de 1988.