Por Carlos Peña, Rector Universidad Diego Portales
Este viernes se supo algo sorprendente, un hecho rocambolesco, estúpido, algo que ni siquiera la mente más tonta, más despegada de la realidad, más desaprensiva de la actitud ajena, habría imaginado.
Y lo peor es que estuvo a cargo del presidente.
Ese día, el Presidente Piñera decidió ir a la Plaza Baquedano, bajarse del automóvil presidencial y —flanqueado por sus guardias, en mangas de camisa y sonriente como si todo fuera viento en popa— posar a los pies del monumento del general que hasta apenas ayer, antes que el virus irrumpiera y la desgracia tocara a la puerta de todos (salvo al parecer a la suya), era el lugar de la protesta.
No hubo nada casual en esa escena. No es verdad, como dijo en un tuit, que se bajara a saludar a los policías. No es cierto. Todos saben que eso no es cierto y a estas alturas nada saca con pedir disculpas tratando de minimizar la tontería. Se bajó deliberadamente a saludar, ante su imaginación, a sí mismo. En el video se ve al Presidente posando frente a las cámaras, sonriente, relajado, en mangas de camisa, una pierna sobre la otra, en una burla inconsciente, sabiendo que el virus había espantado a los que, apenas ayer, lo incomodaban.
Mientras, el país está en ascuas, temeroso del coronavirus, temiendo que lo peor toque a la puerta, y apenas luego de unas semanas de la protesta violenta, el Presidente tiene la ocurrencia de posar ante la estatua del general Baquedano en un inconsciente acto de provocación y de desprecio. De provocación ante quienes apenas anteayer, con razón o sin ella, protestaban, y de desprecio ante los millones de chilenos que se apiñan y esconden en sus casas temiendo que el virus los alcance.
¿Qué puede explicar ese estúpido —no hay otra manera de calificarlo— acto presidencial?
No hay otra explicación que un narcisismo cercano a lo maligno —maligno en un sentido psicoanalítico— del Presidente.
Es una desgracia, pero ese acto deliberado del Presidente muestra a una personalidad carente de toda empatía y centrada nada más que en sí misma. Una personalidad que no ve a quien tiene al frente, sino que mira a su través. Al verlo posando relajado en la Plaza Baquedano es imposible no recordar los actos payasescos que cometió cuando se reunió con Obama o decenas de otros actos similares que la prensa ha llamado “piñericosas” y que no son actos erróneos, sino inconscientes formas de hacerse notar. Porque lo que se llaman sus errores no son tales: son en realidad una forma torcida de hacerse notar. En todos esos actos hay una ausencia de empatía y de comprensión hacia el otro, hacia el espectador de esas actitudes para la foto, hacia quienes le miran esperando, a veces inútilmente, ver a un Presidente, a un sujeto con consciencia de su deber, y acaban encontrando a alguien preocupado nada más que de sí mismo, de la pose de la foto, de hacer gracias, de dejarse retratar como quien actúa ante el padre, imaginando lo que dirán quienes en el futuro —esos otros padres— lo miren.
Mientras la ciudadanía espera a un Presidente preocupado de lo que amenaza la vida de muchos y al mismo tiempo meditabundo de lo que, con razón o sin ella, ocurrió en octubre, el Presidente Piñera, despreocupado de todo eso, inconsciente de todo eso, displicente ante todo eso y centrado nada más que en sí mismo, se dedica a ejecutar la provocación tonta y el acto inútil de tomarse una foto, como si lo que le importara fuera eso: no lo que ocurre o él hace, sino lo que quedará retratado en la foto, como si estuviera perseguido eternamente por el anhelo de destacar en una escena familiar.
El Presidente Piñera se acaba de superar a sí mismo.
Esa foto no retrata su figura sentada, en mangas de camisa y de piernas cruzadas en la plaza Baquedano, sino que retrata su personalidad, esa misma que, a pesar de su inteligencia, no logra domeñar.
Y desgraciadamente es necesario, mientras esté a cargo de la nave del Estado, que lo haga.