Pocas cosas son más profundas en el país que su proceso de desinstitucionalización, en gran medida por las políticas del actual Gobierno. Algunos servicios públicos y ministerios prácticamente están al límite de su integridad jurídica, por lo que requerirán, a corto andar, de una reingeniería estructural y política mayor, para por lo menos recuperarse y, de ahí, intentar alcanzar los niveles de funcionamiento y eficiencia de una democracia constitucional del siglo XXI.
Tal vez lo más urgente se concentra en la policía de Carabineros de Chile y en el enorme desorden funcionario y legislativo del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Cabe mencionar a ambos conjuntamente, pues, si bien Carabineros depende orgánicamente del Ministerio del Interior, todo lo que se diga a su respecto no puede sustraerse a las competencias del Ministerio de Justicia, principalmente por ser este el encargado de velar por la integridad de los Derechos Humanos en nuestro país y atender al cumplimiento de los Convenios y Tratados internacionales suscritos por el Estado de Chile y que se encuentran en el centro de los problemas de Carabineros.
En un país tan absolutamente centralizado como el nuestro, con solo dos cuerpos de policía para todo el territorio nacional, debiera resultar casi imposible el grado de desorden y corrupción que domina al mayor de esos cuerpos policiales, Carabineros de Chile, y cuyo centro no es solo de crisis institucional sino también de responsabilidad política de las autoridades civiles.
Los estándares institucionales de Carabineros exhiben tal grado de ineficiencia, escándalos de corrupción administrativa y financiera, desórdenes de control y comisión de actos ilegales y delitos funcionarios, que se hacen difícilmente explicables.
No puede entenderse que un grupo de oficiales, actuando como una organización criminal, haya desfalcado por muchos años los fondos destinados a gastos de personal y operaciones. El dinero malversado se “diluía” en la maraña contable de camuflaje elaborada por los infractores. Solo es explicable en la desidia de los responsables políticos de controlar y en la corrupción interna.
Carabineros de Chile, durante más de treinta años de restablecida la democracia (en 1990), ha pugnado con un fuerte tono por su autonomía corporativa, hasta el punto de enfrentar a su general director con el propio Presidente de la República, desafiar al Congreso Nacional en diferentes oportunidades, no entregando o distorsionando la información solicitada, y presionando con distinto tipo de querellas a otros órganos del Estado, como la actual contra la Contraloría General de la República, a la que le niega competencia y potestad de fiscalización.
Lo más lamentable de esta situación es que a través del tiempo –pero de manera acentuada durante el actual Gobierno– las autoridades civiles han tolerado, amparado o justificado este actuar, reproduciendo y agravando un problema de autonomía de facto, que tiene hoy a Carabineros de Chile como uno de los principales problemas de la seguridad interior del país.
La crisis está en el mando institucional –de formación, de profesionalidad y de competencia policial–, lo que inevitablemente repercute en el servicio, en sus modos de entregarlo a la ciudadanía y al Estado, y que es lo que genera una brecha de seguridad, aleja a Carabineros de su papel y transforma todo en un debate partisano e ideológico, propio del subdesarrollo autoritario y discrecional de gobiernos personalizados.
El uso desproporcionado de la fuerza, la utilización incompetente y letal en contra de población civil de los implementos profesionales por parte del dispositivo operativo, tienen inevitablemente un error de diseño y decisión, que corresponde a los planificadores y al mando, además del mando operativo en terreno. Cuando el desempeño se torna recurrente, brutal y empecinado, generando daños irreparables en población civil, proviene de la (mala) formación y no solo de la acción operativa.
La crisis de Carabineros llevará años superarla, pero mientras más tarde se empiece, mayor y más difícil será la tarea. La generación de un mando nuevo, con otra formación, requerirá de varias generaciones de oficiales, y será menester que sea bajo el control y supervisión efectiva del mando civil, y seguramente con intervención externa, más allá de simples asesorías.
Deberá pensarse, entre otras cosas, en especializaciones formativas de mando integral y otras para áreas especializadas de acción policial. Dado el grado de escolaridad que se exige para ingresar a la institución, no existe ninguna razón para tener dos escuelas, una de oficiales y otra de suboficiales, más aún si se consideran los cambios en el perfil delictual y los lineamientos de seguridad en nuestras sociedades.
Una sola Escuela es esencial para cohesionar la institución y mejorar la perspectiva profesional y los mandos y el sentido de cuerpo. Siempre se habla del aprecio por el carabinero de a pie, y parece lógico, pues su imagen es la que más se acerca a la del ciudadano uniformado, formado en valores de servicio a la comunidad, con la Constitución en una mano y la cachiporra en la otra.