Por Gilberto Aranda, Académico de los Instituto de Estudios Internacionales de las Universidades de Chile y Arturo Prat.
En medio de la profunda crisis política institucional que sacude a la República de Perú y, mientras Chile se encamina un superciclo electoral en siete momentos, varios analistas nacionales han sugerido que lo que ocurre en el vecino septentrional puede ser un anticipo de lo que podría pasar en Chile, si el proceso constituyente no cumple con las expectativas depositadas por una ciudadanía marcada por el hartazgo con las élites dirigentes.
Le denominamos a esta la tesis profética. Otros, en cambio, destacan los elementos comunes a ambos estallidos sociales, sus causas y representaciones, con un dejo de réplica peruana del proceso nacional. Básicamente, se trataría de una mímesis que podríamos enunciar como «teoría del espejo retrovisor». En Perú se estaría imitando la efervescencia chilena, que más allá de deponer al jefe de gobierno interino, acomete un giro copernicano al sistema. Una observación atenta concluiría que hay mucho de ambas posibilidades. Por lo tanto, se trata de una casa de espejos en la que, dependiendo de dónde nos paremos, es el tipo de reflejo que recepcionamos.
Efectivamente, el Perú experimentó una crisis de los partidos previa a la de Chile durante la denominada década perdida de los ochenta. La Constitución de 1979 –redactada por la Asamblea Nacional Constituyente dirigida por el líder histórico de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), Víctor Raúl Haya de La Torre– permitió dejar atrás 12 años de gobierno militar y su reemplazo por regímenes civiles, encabezados por militantes de Acción Popular: Fernando Belaúnde Terry y el propio APRA, Alan García, en su primera administración.
Lo intentó el multipremiado novelista Mario Vargas Llosa y con el Movimiento Libertad y el Frente Democrático (Fredemo), que sin embargo fue amagado por el rector de Universidad Nacional Agraria, Alberto Fujimori Pando, que con su fórmula de plataformas electorales hechas a su medida, protagonizó 11 años del ciclo político peruano. Nótese que ambas figuras son paradigmáticas respecto del outsider, que viene desde fuera de la vida política tradicional para salvar a la nación. Quien conquistó el poder fue el “chino”, como le llamaban partidarios y detractores, olvidando su origen nipón. No contento con esto, en abril de 1992, Fujimori lideró un autogolpe que por medio del concurso de las Fuerzas Armadas clausuró el Congreso y trituró todo vestigio del sistema político precedente.Sin embargo, la impotencia de la autoridades para controlar una hiperinflación galopante y la emergencia de Sendero Luminoso y el Movimiento Rebelde Tupac Amarú (MRTA), además del omnipresente aderezo cleptocrático, significó un alto descrédito partidario. El decenio siguiente, de fines de los noventa, prometía ser el tiempo de los liderazgos personalistas aupados sobre movimientos amplios, bajo el registro de la búsqueda de un Inca que restaurara el paraíso perdido (Alberto Flores Galindo, 1980) antes “que se jodiera el Perú”.
En 1993 se redactó una nueva Constitución, que permitió desplegar el modelo neoliberal sin los contrapesos políticos del viejo orden. Por medio de un duro ajuste económico y un discurso de “guerra al terrorismo”, que tuvo como momentos más mediáticos la exposición del líder senderista, Abimael Guzmán, en una jaula de animales, y sobre todo la espectacular operación “Chavín de Huántar” para liberar los rehenes del MRTA en la embajada de Japón, el mandatario peruano se erigió en el líder insustituible de su país, que combinó liberalización económica y represión política y civil, con flagrantes violaciones a los derechos humanos, como los crímenes de la Cantuta, por lo que comenzó a ser comparado con un dictador chileno al colgársele el mote de Fujichet. Nuevamente el talón de Aquiles fue la corrupción y los “vladivideos” de su asesor principal, Vladimiro Montesinos.
A pesar que la Justicia ha sido persecutora de corruptelas políticas, no se ha traducido en mayores márgenes de estabilidad política. El vicepresidente de PKK, Martín Vizcarra, que lo reemplazó luego de una nueva vacancia decidida por el Legislativo, alcanzó una alta aceptación popular antes de la pandemia, lo que le permitió superar la disputa de poderes frente al unicameral que disolvió en octubre de 2019. Como aquí, el coronavirus colocó puntos suspensivos al curso del proceso político peruano y, aunque se implementaron estrictas medidas sanitarias que no dieron el resultado esperado, ante la contracción económica el Legislativo aprobó un retiro de los fondos previsionales, aunque por tramo de ingresos. La emergencia sanitaria económica dio un nuevo aliento a los congresistas, a la espera de una revancha.
En julio el escándalo por los pagos a Richard Swing y, en octubre, la difusión de supuestas licitaciones fraudulentas durante la jefatura de Vizcarra en Moquegua (2011-2014), dieron un nuevo aliento a los opositores del Ejecutivo, que invocaron y aprobaron la vacancia por “incapacidad moral” en un simulacro de juicio político exprés. El timonel del unicameral, Manuel Merino, asumió el martes 10 de noviembre como gobernante, frente a la indignación ciudadana que salió a la calle –más que a defender a Vizcarra– en contra de los grupos de interés que accedieron a la titularidad del poder. La muerte de los manifestantes el último fin de semana, provocó una estampida de renuncias al gabinete de ministros, capítulo que se cerró con la renuncia de Manuel Merino “el Breve”, después de 6 días de mandato.
La dinámica de protestas ha seguido un camino similar a la chilena. Redes sociales para organizar la protesta, calles desbordadas por manifestantes que colisionan con los aparatos policiales, los que han optado en ocasiones por una represión no calculada. La denominada mundialización de los imaginarios de las formas comunes (Zaki Laïdi, 2001) explica que algunos personajes de culto manga, que aparecieron en las movilizaciones nacionales, se tomaran las céntricas avenidas limeñas. Incluso el “Baile de los que sobran”, un himno intergeneracional que revivió en la rebelión chilena, ha sido coreado por los rebeldes de un país que hace décadas disfrutara con la banda que compuso la canción.
Como aquí, incrédulos espectadores acuden a la explicación de una conspiración externa articulada por extranjeros infiltrados. Es el ruido cognitivo respecto de una sociedad que fue retratada como la más resiliente de la región, en medio de la cadena de estallidos internacionales y que hoy está muy cerca de una explosión mayor. Y aunque las demandas son variopintas, desde las que vociferan el fin de los abusos hasta las que exigen transformación estructural del sistema, el mensaje es el mismo: la elite política se ha deslegitimado frente a la ciudadanía y ya los anuncios de respeto al calendario electoral no bastan para bajar los ánimos.
Las lecciones son entonces binacionales. Como en Chile, en el Perú el predomino del mercado en las relaciones sociales dejó de ser la piedra de Rosetta del sistema y será necesario repensar el papel de un Estado con énfasis social. Como en el Perú, para Chile la fragmentación política y el desprecio a los partidos políticos, no necesariamente conducirá a mayores rangos de calidad democrática o al cese de la corrupción, ya que los personalismos pueden ser igual o más riesgosos.