Nacido en Uruguay, pero radicado en Chile desde hace 18 años, Juan Pablo Luna, cientista político, profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad Católica, acaba de ganar una Beca Guggenheim para investigar sobre crisis de Estado en América Latina y su relación con los ciclos de alternancia política. Además, tiene un nuevo libro a punto de irse a imprenta –escrito junto a Andreas Feldmann de la Universidad de Illinois, Chicago– sobre crimen organizado en América Latina, donde analizan los casos de Perú, Paraguay, Uruguay y Chile.
En una entrevista entre mates y a última hora del día, perfila –con voz pausada y un suave acento rioplatense– la situación política y cómo la crisis de seguridad está permeando la agenda y la vida de todos los chilenos. “Estamos en un sistema muy metido en su lógica interna, cada vez más orientado al corto plazo, enfocado en el escándalo y la cuña del día. Y en ese proceso se ha perdido capacidad de solucionar los problemas estructurales que tiene Chile, como las grandes reformas –pensiones, salud, seguridad–, que terminan siendo bastardeadas y no procesadas, por actores que juegan todos contra todos a muy corto plazo y sin capacidad de generar soluciones a nivel de política pública”, sostiene.
-No se resuelven los temas de fondo.
-Es un show, bien livianito, un payaseo permanente. Por ejemplo, lo que pasó la semana pasada con la Ley Naín-Retamal… Las únicas reformas que se tramitan y pasan, son las que tienen apoyo masivo en la opinión pública y donde todo el sistema político queda más o menos arrinconado del mismo lado. Es la misma lógica que vimos con los retiros de las AFP. Una mala política pública, legislada a la rápida, a la que es imposible oponerse, termina siendo lo único que el sistema logra tramitar. Y, por otro lado, se los ve entrampados en una pelea que a la gente le hace muy poco sentido, que genera descontento y distancia.
-¿Estima que la Ley Naín-Retamal es una mala política pública?
-Concuerdo con las críticas que se han planteado públicamente por un grupo de especialistas y, en particular, creo que temas tan complejos como estos requieren de una templanza, de una profundidad, de cierta parquedad necesaria, que no he visto en la discusión pública hace rato. También pienso que parte importante del problema de seguridad hoy tiene que ver con cuestiones operativas, la formación de los carabineros, aumentar el control civil sobre la institución, dotar de dientes a las divisiones de asuntos internos, construir un sistema de datos e inteligencia que permita ejercer ese control civil de forma razonable. Todo eso tiene bastante que ver con la implementación de la política pública, no necesariamente con legislación. Pero en este país hay una propensión casi automática a pensar en que la solución es legislativa o constitucional. El Estado y la política chilena tienden a pensar la sociedad desde arriba, y cuando aterrizan a nivel local, hacen agua por todos lados al momento de encauzar, tramitar y solucionar problemas que a la gente se le han vuelto cada vez más agudos.
-¿La ciudadanía no está interesada en el quehacer político?
-Hoy las grandes mayorías están alejadas y poco interesadas en la política. Con el estallido se dio un periodo de politización de la sociedad y, luego, con los años de pandemia, la crisis económica, la experiencia muy mala de la constituyente, la irrupción del tema seguridad, la gente se volcó nuevamente hacia lo privado, hacia sus problemas, y hoy está nuevamente retraída, en mi opinión. Y mientras tanto tenemos un sistema político que se quedó pegado en esa lógica de confrontación que le hace muy difícil gobernar a cualquiera.
-¿Realmente la crisis de inseguridad es de tal dimensión o está amplificada?
-Chile sigue siendo una de las sociedades más seguras de América Latina en términos comparativos.
-¿Más que Uruguay?
-Uruguay hoy tiene casi tres veces más homicidios cada 100 mil habitantes que Chile. Lo que ha pasado en Chile es que obviamente la sensación de violencia e inseguridad ha aumentado, lo que tiene que ver con el piso del que se parte, que es de los más bajos en términos comparativos de América Latina, pero también con dinámicas recientes que se reflejan en una mayor visibilidad de la violencia. Eso genera mucho miedo y comprensiblemente mucha alerta a nivel ciudadano. A nadie lo deja tranquilo que le digan que en América Latina estamos bien o que, si uno mira la estadística de victimización, lo que encuentra es que la tasa es más baja que en años anteriores, pero lo que ha cambiado es que hoy tenemos crímenes más violentos. Es una criminalidad más violenta, más notoria de lo que era en el pasado, y eso genera temor y preocupación en la ciudadanía.
-¿Influye la llegada de extranjeros?
-Tras los cambios en los patrones delictivos está la influencia de repertorios criminales que se han vuelto más prominentes a raíz del descontrol migratorio de los últimos años. Pero obviamente eso no supone criminalizar al migrante o desconocer que en Chile, por ejemplo, el microtráfico a nivel territorial está asentado hace décadas y es dominado por bandas chilenas. Para poder analizar estos patrones emergentes, son necesarios datos confiables y sistemáticos.
-¿Existen esos registros? ¿Dónde?
-Esos datos hoy no los tenemos. Un Estado sin datos, o con datos que solo tienen y construyen actores cuyo conflicto de interés puede atentar contra su integridad, es un Estado que opera a ciegas y sin capacidad real de ejercer control civil sobre las policías. Además de datos, requerimos precisiones conceptuales.
-¿A qué se refiere?
-Hoy se asocia automáticamente la violencia al narco, y el narco al crimen organizado. El crimen organizado más efectivo funciona con bajos niveles de violencia. El narco que genera más dinero en Chile, es pacífico. Me refiero, por ejemplo, a los macroembarques o a las redes de tráfico no territorial en sectores ABC1.
Si tenemos efectivamente tanto crimen organizado en Chile, el presupuesto que se destina a seguridad puede terminar capturado por esas redes de corrupción sobre las que se articula. Por otro lado, hay otras manifestaciones de crimen organizado, como el secuestro extorsivo, la venta de remedios en ferias o el cobro de impuesto de seguridad, que funcionan con distintos tipos y niveles de violencia. Algunos de estos mercados ilegales generan violencia, otros no. Lo que hay son distintas expresiones delictivas, que se han expandido en toda la región en el período pospandemia. No todo es crimen organizado, no todo es narcotráfico, pero sí es claro que hay nuevos patrones de criminalidad sobre los que se requiere un nivel de inteligencia y capacidad operativa que el Estado chileno hoy debe desarrollar.
-Sin embargo, la discusión –por lo menos la más pública– se ha centrado en el apoyo a Carabineros.
-Lo importante de entender es que el problema de inseguridad que sufrimos hoy tiene mucho más que ver con patrones complejos asociados a la economía y sociología política de la criminalidad, en Chile y la región, que con la falta de condena retórica a la violencia durante el estallido. O con la falta de apoyo a Carabineros. Eso es contarse un cuento que solo sirve para seguir con el payaseo que nos tiene donde nos tiene. Quienes recurren a ese sonsonete, si no son cínicos, son miopes. Tras los patrones que tenemos hoy de criminalidad y violencia en la sociedad chilena, hay una serie compleja de causas, no todas exclusivamente chilenas. Y respecto a las policías, hay que recordar que el derrumbe de la confianza institucional en Carabineros no se produce en el estallido. Dicha caída se empieza a dar con el «Pacogate» (2017), se profundiza con la «Operación Huracán» (2017) y luego termina de caer con la politización de su actuar en la represión de la protesta durante el estallido (2019). Lo que hay hoy es una recuperación de la valoración social de la policía por la crisis de seguridad, pero eso no puede llevarnos a una situación en la cual simplemente se le traspasan recursos a Carabineros, nuevas capacidades y prerrogativas sin contrapartida, que tenga que ver con mejoras sustantivas en cómo funciona la institución. Apoyar a Carabineros, si eso se quiere plantear de forma seria, también supone aceptar que la institución requiere reformas y mejoras significativas. De lo contrario, lo que hoy vemos como apoyo terminará probablemente siendo un búmeran. Carabineros es sin duda una parte clave de la solución a los problemas de seguridad, pero es y ha sido también una parte del problema.
-Con la Ley Naín-Retamal en ejercicio, ¿qué se puede esperar en una manifestación, por ejemplo, para el 1 de mayo?
-Muchas veces el debate público confunde la acción represiva de Carabineros, en cuanto a acciones de protesta, a su acción en temas de seguridad. Es parte de la superficialidad del debate que estamos teniendo. Yo no soy especialista en temas de control del orden público, por lo que prefiero que esa pregunta la responda quien entienda de ese tema.
Frente Amplio: llegada anticipada al poder
Luna asegura que las deficiencias del sistema político más convencional permitieron que el actual Gobierno llegara antes de tiempo al poder. Por lo que ha tenido que hacer un aprendizaje forzado. “Si el sistema de partidos tradicional hubiese estado funcionando bien, tal como parece pensar buena parte de los viejos elencos políticos del país, el Frente Amplio no hubiera crecido tan rápido. Habría tenido que crecer de a poco, perdiendo elecciones, teniendo que construir una organización potente. La victoria de Apruebo Dignidad en la elección pasada tiene que ver con el espacio que deja un sistema político en crisis. Y esa crisis persiste. Esa condición de origen, lo fácil y rápido que llega el Frente Amplio al poder, tiene como contrapartida su inmadurez. Hoy veo un Gobierno en proceso de aprendizaje, que ha sido muy rápido, aunque también lleno de ambigüedades. Hay que reconocer, no obstante, que el Gobierno, al menos en la figura presidencial, ha cambiado radicalmente su agenda, para adaptarse a condiciones que no previó antes de llegar al poder.
-¿Ha significado sacrificar el programa?
-Eso es parte de gobernar en una sociedad y contexto complejo como el que tiene Chile hoy. Lo que me sigue sorprendiendo es la incapacidad de la oposición de entender que, en una coyuntura como la actual, si el Gobierno se hunde, también se hunde su oposición más sistémica. Lo entiendo porque este Gobierno, cuando fue oposición, lo hizo de manera muy dura. Pero dado que ahora todos tienen experiencia de gobierno –me refiero a los actores principales del sistema, aquellos comprometidos, más allá de su ideología, con la institucionalidad democrática–, me parece que debieran intentar cooperar más activamente. De alguna forma lo que no deja de extrañarme, dada la gravedad de la situación, dada la imposibilidad que tenemos de solucionar los problemas estructurales del país, que al Gobierno se lo siga acosando por sus actitudes del pasado, se lo fustigue todo el tiempo por cuestiones livianas en este circo que tenemos configurado todos los días. Me parece que se está perdiendo una oportunidad de que el sistema político coopere, logre romper la espiral de deterioro en la que estamos, en ese sentido –con mucha ambigüedad, con errores– el Gobierno ha hecho gestos de apertura, de entender dónde está parado y de abrir juego, que debería ser aprovechado y asumido por la oposición. Entiendo la racionalidad de corto plazo y el cálculo electoral, pero creo que si la oposición democrática se obsesiona con competir con Republicanos y el PDG, haciéndole oposición a este Gobierno, terminará hundiéndose con él, porque el deterioro persistirá.
-Y en este contexto, ¿cómo evalúa la figura del Presidente?
-Siempre me ha parecido un liderazgo abierto al diálogo y a ser persuadido de la necesidad de apostar, de tomar caminos en los que en un principio no cree. Y eso, para mí, en una coyuntura como la actual, es una virtud. Aunque tal vez sea una comparación injusta, porque los contextos son diferentes, mi impresión es que, si uno compara con el liderazgo del ex Presidente Piñera en el estallido, ahí hay una diferencia fundamental. Boric entiende que esto no se trata de él y su legado, y me parece un liderazgo mucho más abierto al diálogo y a la escucha de quien piensa diferente. Si uno considera que para el Gobierno de Boric el resultado del 4 de septiembre y la actual crisis de seguridad es el equivalente a un estallido, me parece que ha dado más señales de apertura, a cambiar de opinión, a mover los elencos, a abrir el juego a una negociación más amplia que lo que vimos con Piñera durante el estallido, al menos hasta el 15 de noviembre, cuando deja ir la Constitución.
Nueva Constitución, estallidos y futuro
Juan Pablo Luna señala que simbólicamente es importante que Chile tenga una nueva Constitución.
“A mediano plazo es posible que, si la Constitución logra hacer cambios en la institucionalidad democrática, en las reglas electorales, contribuya a mejorar marginalmente la calidad de la política. Se habla, por ejemplo, de reducir la fragmentación partidaria y en el Congreso, por la vía de reformas institucionales que propendan a eso”.
-¿Menos partidos mejora el sistema político?
-Tener menos partidos no significa tener mejores partidos. Eso seguirá dependiendo de condiciones que escapan al diseño constitucional. Por eso, aun en esos ámbitos donde la apuesta de quienes están escribiendo la Constitución parece ser importante, a mí me genera dudas respecto a su impacto en cambiar la realidad. Simbólicamente es importante, puede dotar de racionalidad en los márgenes al juego político de acá a un tiempo, pero los problemas fundamentales hoy pasan por la posibilidad de que la política logre tramitar reformas que son ampliamente ansiadas por la ciudadanía. También se trata de mejorar el funcionamiento del Estado. Sin esa capacidad, el cambio constitucional llegará tarde, porque la nueva Constitución funcionará en el contexto de un deterioro institucional al que no podrá contrarrestar. En ese sentido, es importante que quienes están diseñando la Constitución lo hagan pensando en la posibilidad de que pueda ser instrumentalizada por un liderazgo antisistema. En otras palabras, tal vez haya que pensar con más profundidad cómo diseñar una institucionalidad que logre hacer más difícil una recesión autoritaria, que hoy se vislumbra posible.
-¿Qué pasó con el nuevo Chile que se anunciaba hace casi cuatro años?
-Lo que había en el estallido era una serie de demandas y de reclamos respecto a las promesas incumplidas del modelo, especialmente desde el punto de vista de los jóvenes de capas medias. También había frustración larvada en los sectores populares, pero más en una clave que mi colega Sergio Toro ha conceptualizado como “desesperanza aprendida”. Pero esas demandas no estaban estructuradas, no tenían liderazgos capaces de representar eso en el sistema político. Muchas de esas demandas estaban formuladas en clave negativa, antisistema, más que en función de un proyecto colectivo. Y muchas veces eran demandas individuales difíciles de representar por las fuerzas políticas. Desde el sistema político hay una incapacidad de vertebrar ese descontento y traducirlo en un programa de cambios que le haga sentido a la gente. Ahí hay un déficit interpretativo, especialmente visible también en la Convención. Uno podría extender esto a Apruebo Dignidad y su campaña electoral, con la que termina ganando la elección. Como en períodos anteriores, como también les pasó a los convencionales, Apruebo Dignidad sobreinterpretó su victoria electoral.
-¿Entonces la respuesta a esas demandas no era redactar una nueva Constitución?
-Siempre argumenté que la Constitución era relevante, pero no nos sacaría de este embrollo. Tampoco creo que la cosa hoy pase por una agenda compulsiva de proyectos de ley y reformas sectoriales. En aquel entonces, dije que había que hacer un esfuerzo por cuadrar un nuevo pacto social y no solo incorporar a quienes demandaban cambios sino también al sector empresarial, a liderazgos territoriales, a actores clave de la sociedad civil y a la clase política transversalmente. En una sociedad compleja como la actual, eso quizás sea una quimera, pero había que intentarlo. Tratar de generar acuerdos básicos respecto a un futuro posible para Chile: cómo crecer, con qué criterios redistribuir, cómo avanzar hacia una sociedad de cuidados que logre aterrizar demandas fundamentales del movimiento feminista, en torno a un modelo de desarrollo que logre ser sustentable ambientalmente y en términos de su enraizamiento social. Siento que la política hoy se ha quedado sin la capacidad de ofrecer un futuro deseable a la sociedad. Lo que tenemos es un presente tortuoso, y nos estamos hundiendo debatiendo sin pausa quién tiene más la culpa de habernos traído hasta este presente.
-¿El pacto social ha funcionado en alguna parte, hay un modelo?
-Hay múltiples experiencias en países europeos. Un caso bien interesante es el de Holanda, que tiene una crisis de desarrollo muy profunda en los 70 y 80, que termina propiciando una salida cooperativa entre los principales actores del sistema: Estado, sindicatos, empresarios. Hoy se necesita más que eso, y tal vez no sea posible. Pero modelos respecto a los objetivos que hay que intentar alcanzar, hay. Necesitamos consensuar hacia dónde tiene que ir el país, cómo vamos hacia allá, con qué costos y cómo los mitigamos. Necesitamos una serie de orientaciones generales que sean tratadas como políticas de Estado, como consensos básicos que escapan, por lo mismo, a este payaseo de la cuña diaria.
-Esa chusma de la que habla en su libro «La chusma inconsciente”, ¿donde quedó? ¿Sería posible otro estallido?
-Los estallidos son imposibles de prever. Sí sabemos dos cosas: primero, la historia chilena registra, cada cuarenta o cincuenta años, estallidos violentos. Entre ellos las elites dominan y generan orden, pero es un orden excluyente, que finalmente termina impugnado por un desborde social. Segundo, en el mundo contemporáneo, este tipo de desborde social de la institucionalidad se viene dando cada vez más seguido y en todo tipo de países. Por tanto, es probable que veamos eventualmente otros estallidos en plazos más cortos. No obstante, como planteaba anteriormente, al menos a corto plazo hoy la gente parece estar refugiada en su esfera privada, tras las rejas. Parte del problema de la clase política es que está muy pegada en evitar otro estallido, otra situación de desborde como fue en alguna medida la elección de convencionales y el proceso constituyente anterior. Y ese miedo la ha llevado a intentar controlar todo desde arriba, nuevamente. A corto plazo ese control puede generar la sensación de estabilidad, de haber recuperado el control. Para mí es una ilusión porque, con o sin estallido, hoy la clase política tiene menos poder para gobernar la sociedad del que tenía hace pocos años. Eso también tiene que ver con la crisis de la democracia a nivel global. Son sociedades que se han vuelto muy complejas, con estructuras de conflicto muy atomizadas, muy difíciles de representar y canalizar por la institucionalidad política tradicional, donde se dan estos espasmos de protesta y desborde institucional. Y no tenemos a la mano soluciones institucionales que hayan logrado lidiar todavía con esa complejidad. Por eso, muchas de estas crisis terminan generando recesiones autoritarias.
-¿Aparecen partidos “a la medida”?
-No son partidos, aunque se llamen partidos. Son vehículos electorales que no cumplen con las funciones que los partidos desarrollaban en el pasado. Esas funciones pasaban por contener, simplificar y canalizar el conflicto. Hoy eso no hay quién logre hacerlo. Entonces se moviliza por la negativa, armando movimientos electorales que movilizan de modo contingente múltiples descontentos, a los que luego no se puede responder desde el poder. Y cuando el sistema se queda sin alternativas legítimas, aparecen liderazgos que terminan barriendo a todo el sistema político y que fuerzan una deriva autoritaria.
Fuente: El Mostrador