Caso Quemados. Aún tenemos un ejército desobediente y deliberante

Por Francisco Mendez/ Periodista

El conocimiento público de un pacto de silencio en el Ejército de Chile respecto al llamado Caso Quemados, que tuvo como víctimas a Rodrigo Rojas De Negri y a Carmen Quintana Arancibia, nos revela que hay verdades que no son tales y relatos que no fueron más que hechos para dejarnos tranquilos y para que no siguiéramos preguntando. Estaba mal visto preguntar, cuestionarnos y emitir un juicio.

Detrás de ese relato, podemos observar que había una verdad que se escondía y respiraba fuerte frente a nuestros ojos, sin que quisiéramos analizar su veracidad: es la vieja historia de que una vez que Pinochet se sacó el uniforme, las Fuerzas Armadas volvieron a ser no deliberantes y obedientes, como en toda democracia civilizada sucede. Nos creímos el cuento de que los uniformados estaban tranquilos; de que ya no había que preocuparse por ellos, porque el pinochetismo ya no circulaba por los cuarteles, y la democracia había cambiado la visión que se tatuó en la mente de cada uno de los militares que crecieron y se desarrollaron bajo un régimen que les había dicho que ellos eran los garantes de la democracia. Su democracia.

Y es que en Chile, el poder que tuvieron las FFAA -otorgado por una elite que los necesitó para que les limpiaran el fundo del roterío y el griterío revolucionario- las transformó en un partido político más: la base de un pensamiento que botó cimientos democráticos para así construir una realidad dictada por ese experto de Chicago que vino con un ladrillo bajo el brazo y nos contó una buena nueva, que solamente reafirmaba las viejas estructuras de poder que en nuestro país se han perpetuado. Fue la mezcla entre los bototos y el pragmatismo sobre ideologizado de los economistas lo que hizo que los uniformados se sintieran parte de la historia como actores determinantes. Como actores políticos definidos que tenían en su poder armas que podrían -de un día para otro- deshacer nuestra sensación democrática. Nuestra curiosa idea de que el pasado estaba dormido y había que dejarlo ahí, tranquilo. Distante y sin escucharlo.

El Ejército sigue siendo un protagonista y no quiere ser desplazado de la historia reciente, y de lo que creyeron que construyeron. Están ahí, callados pero presentes, manteniendo -a nuestras espaldas- su orgullo construido a base de pactos de silencio y negación de lo que hicieron, de la crueldad y el miedo con el que edificaron parte importante de nuestra realidad actual. Pareciera que los reconocimientos de lo sucedido por parte de Juan Emilio Cheyre y los demás sucesores del dictador, no fueron más que maneras de aparecer bien en las portadas de prensa para que respiráramos tranquilos nuestro aire pluralista y respetuoso de los derechos humanos. Era una manera para que siguiéramos legitimando esta nueva democracia sin hacer ningún acto realmente democrático, sino sólo efectos. Juegos artificiales políticos que nos dejaron encandilados, ciegos y sordos.

Por lo mismo, es urgente que revisemos a los armados en este país. Que exista una real regulación de sus pactos, sus omisiones y, por ende, de lo que estos traen consigo. Parece, más claro que nunca, que aún hay mucho por mirar y buscar tras los símbolos y los dichos de buena crianza en los que hemos estado flotando en estos últimos veinticinco años. Es la única manera para que un régimen democrático pueda llevar tal nombre sin sonrojarse, como -en algunas ocasiones- pasa hoy en día. Lo que pido no se basa en un alarmismo estéril, sino que en ansias de que sigamos construyendo el futuro sin dejar de mirar el pasado. Sin dejar de resolver las heridas que aún persisten, pero que no se quieren mirar.

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