Por Jaime Ensignia/ Sociólogo, Dr. en Ciencias Económicas y Sociales en la U Libre de Berlin. Coordinador del Programa Internacional de la Fundación Progresa
El Proyecto de Ley que Moderniza las Relaciones laborales, genéricamente la “reforma laboral”, entró en su fase final previa a la votación parlamentaria. Hasta hoy, 14 de septiembre, el Ejecutivo podrá enviar sus indicaciones, luego tendrá que pronunciarse el Legislativo, con la eventualidad que haya incluso comisión mixta.
En el periodo transcurrido desde que se inició hasta ahora, ha sorprendido gratamente la cantidad y calidad de los debates en torno al proyecto. Tanto en la discusión en las respectivas comisiones del Parlamento como en los análisis y propuestas de los actores sociales y políticos, con una participación amplia y contundente, sea para criticar el proyecto, enriquecerlo, corregirlo. Sin descontar que la lucha por los intereses propios incluye para algunos demonizarlo y advertir que es el anticipo del apocalipsis productivo.
Este proyecto, en plena segunda década del siglo XXI, entraña un debate eminentemente político, social y ético, y no tan sólo laboral-sindical. Se trata de qué tipo de sociedad tenemos y queremos. En tal sentido, es un debate civilizador. La matriz neoliberal del Plan Laboral de la dictadura cívico-militar estuvo estrechamente ligada a la del modelo económico imperante en nuestro país desde hace más de 36 años. La brutal (por obligatoria por la fuerza) transformación de las relaciones laborales en ese entonces, junto a otros cambios operados sobre el Estado chileno, careció de un debate público entre actores sociales y políticos. La conculcación de las libertades políticas y civiles tuvieron al movimiento sindical y a los partidos políticos en ese entonces fuera de la ley y sujetos a persecución. Y un detalle no menor: no había Parlamento.
Quienes critican el supuesto espíritu refundacional de las reformas actuales, parecen ignorar que en la raíz de las transformaciones estructurales de los años 70-80 está la radicalidad y la ilegitimidad de un cambio obligatorio e inapelable; sin aclarar que aún marcan y definen políticas tan esenciales como la laboral a partir de la inercia y la omisión. Lo sorprendente es que una mínima puesta al día de derechos que se tenían entonces se presente hoy como “radical”.
En rigor, Chile necesita democratizar y modernizar sus relaciones laborales. El proyecto presentado por el Gobierno de la Presidenta Bachelet y liderado por la ministra Ximena Rincón, todavía puede ser considerado insuficiente, ya que no enfrenta decididamente el inaudito poder del sector empresarial chileno frente al sindical, y deja fuera de su alcance reivindicaciones históricas del mundo del trabajo, como la negociación colectiva ramal y/o la derogación de artículos que consagran los despidos arbitrarios, (Arts. 159 y 161 del C. del T.).
No obstante, sin duda es un avance importante en relación con los 25 años transcurridos desde el retorno a la democracia.
Una mención aparte merecen las actitudes de descrédito que hemos observado por parte de algunos medios de comunicación, gremios empresariales chilenos y, paradójicamente, de instituciones con vínculo extranjero, como la Cámara de Comercio Chileno-Británica de Comercio o la Cámara de Comercio Chileno Norteamericana (AMCHAM Chile), por citar algunas. Más allá de lo impropio que ello pudiera resultar, ellas debieran superar el siglo XX y ponerse al día con respecto a los estándares que organismos multilaterales como la OCDE consideran aceptables y necesarios en materia de derechos laborales.
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