«Así muere la libertad, con un aplauso atronador”, es la célebre frase de Padmé Amidala en Star Wars, cuando los senadores deciden confiar el poder a un hombre fuerte, el Canciller Palpatine.
La escena es una fábula de la caída de la república romana, y un camino que han seguido muchas democracias, destruidas desde dentro por un caudillo, ante la complacencia de sus élites: la Venezuela de Maduro, la Alemania de Hitler, la Nicaragua de Ortega, el Perú de Fujimori y tantas más.
¿Puede ocurrir en Estados Unidos?
La república debe ser “el gobierno de las leyes, no de los hombres”. La frase de John Adams, uno de los padres fundadores, sentó las bases de la república más exitosa de la historia contemporánea, que ha podido mantenerse libre de dictadores por más de dos siglos.
Por eso la elección de Donald Trump es extraordinaria. Significa la vuelta al poder de un sujeto que no solo ha anticipado que planea gobernar como un dictador: lo ha intentado.
A Trump no se le puede acusar de hipocresía. Ha dicho exactamente lo que pretende: que será un dictador “en el día uno” de su nuevo mandato, que usará al Ejército contra sus opositores políticos, a los que califica de “enemigo interno”, y que purgará ideológicamente el Estado para reemplazar a miles de funcionarios públicos con sus incondicionales.
Y tenemos que creerle. Porque ya lo intentó. En 2021, Donald Trump lideró un golpe para destruir la democracia y perpetuarse en el poder.
Preparó su golpe por años, dejando en claro que no aceptaría una derrota en las elecciones de 2020. Cuando los ciudadanos votaron por sacarlo de la Casa Blanca, se negó a cumplir la voluntad popular.
Presionó a las autoridades electorales para robarse la elección. Exigió al secretario de Estado de Georgia que “encontrara” los 11.780 votos que necesitaba para revertir su derrota en ese estado. Extorsionó a gobernadores y congresistas para que hicieran desaparecer votos a favor de su rival.
El plan de Trump era que el Senado, liderado por su vicepresidente, Mike Pence, se negara a certificar la elección de Biden. Siguiendo las órdenes de los abogados de Trump, autoridades republicanas redactaron documentos fraudulentos para certificar su “victoria”, y se prepararon para designar electores “alternativos” a los elegidos por los ciudadanos.
El día decisivo, Trump azuzó en persona a una turba en Washington para presionar a Pence a concretar el golpe: “Si no lo haces, voy a estar muy decepcionado contigo”, le dijo. Esa muchedumbre asaltó el Capitolio para evitar la certificación del nuevo Presidente. Instalaron una horca, al grito de “¡Hang Mike Pence!”.
Hasta hoy, Trump califica a los asaltantes del Capitolio de “increíbles patriotas” y “rehenes”, que “están encarcelados injustamente” y a los cuales indultará.
El golpe fracasó, gracias en parte a un puñado de republicanos con principios, que, escuchando a Adams, decidieron que su deber era cumplir la ley, no inclinarse ante un hombre: el secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger, el vicepresidente Mike Pence, y la congresista Liz Cheney.
Contra ellos, Trump ha prometido venganza. Mientras su intento golpista ocurría, Trump comentaba a sus asesores que su vicepresidente “se merecía” ser colgado. Sobre Cheney, que participó en la comisión investigadora del golpe, dijo, hace sólo unos días: “Veamos cómo se siente cuando las armas apunten a su cara”.
Cuando Chris Kreb, también republicano y director de la Agencia de Seguridad e Infraestructura, ratificó que la elección había sido limpia, Trump lo despidió, y su abogado Joseph diGenova pidió que fuera “arrastrado, descuartizado y ejecutado”.
En “La República”, Platón advierte que, al destruir la democracia, si el tirano “sospecha de algunos que tienen temple de libertad y no han de dejarle mandar, buscará acabar con ellos (…) también con algunos de los que han ayudado a encumbrarle y cuentan con influencia y se atreven a enfrentarse ya con él (…) hasta que no deje persona alguna de provecho, ni entre los amigos, ni entre los enemigos”.
En una democracia sana, quien lidera un intento de golpe, ilegal y violento, debe enfrentar el ostracismo político y la justicia criminal.
Pero muchos se acobardaron, y doblaron la rodilla frente al aspirante a dictador.
El Partido Republicano lo salvó de un impeachment en el Congreso.
Su mayoría en la Corte Suprema lo autorizó a ser candidato pese a haber liderado una insurrección (algo explícitamente prohibido en la Constitución), y falló que el Presidente es impune por sus actos oficiales.
Siguiendo a la Suprema, los casos judiciales por interferencia electoral y el asalto al Capitolio fueron suspendidos, y la sentencia en el caso en que Trump ya fue declarado criminal convicto se postergó.
Trump había amenazado que “si no soy elegido, habrá un baño de sangre”. Por cobardía o por conveniencia, gran parte de la élite estadounidense traicionó los principios de Adams, y notificó al pueblo que si un hombre tiene poder suficiente, está por encima de las leyes.
Ahora Donald Trump volverá a la Casa Blanca. Su secta personalista, MAGA, domina el Senado, y probablemente controle también la Cámara de Representantes. La Corte Suprema ya le extendió patente de corso.
Estados Unidos sigue teniendo cortapisas, como un Ejército profesional, una sociedad civil vigorosa, prensa libre, fiscales independientes y un sistema federal que limita el poder central. De ellas depende ahora frenar el apetito de este autócrata que idolatra al dictador de Rusia, exige a sus militares que sean “como los generales de Hitler”, y pone como ejemplo a Viktor Orban, quien convirtió la democracia de Hungría en un régimen autoritario.
¿Logrará su objetivo? No lo sabemos. Pero sí sabemos que, con su cobardía, las élites estadounidenses normalizaron a un aspirante a dictador. En un sistema bipartidista, lo elevaron a ser la única alternativa a un gobierno impopular. Y en esa disyuntiva, 74 millones de estadounidenses votaron por devolverlo a la Casa Blanca.
Tal como en Roma, en Venezuela, en Alemania, en Italia, en Nicaragua y en Perú, lo hicieron con un aplauso atronador.
Fuente: La Tercera