Mientras el mundo democrático de Occidente comienza a tambalear ante la avalancha anti-globalización, que ha sido aprovechada principalmente por movimientos de la nueva ultra derecha nacionalista –piénsese en Marie Le Pen en Francia, en el Brexit británico, en la AfD de Alemania o en Donald Trump en Estados Unidos–, en Chile la política parece seguir anclada en los patrones locales de los años 90. Sumergidos en nuestros propios problemas, parece que lo que ocurre en el mundo no está afectando a nuestra larga y angosta franja chilena.
Así, la discusión política nacional gira en torno a temas que sólo en Chile se discuten. Por ejemplo, el sistema de pensiones. Desde los representantes de las AFP, a los economistas expertos, hasta la propia presidenta Bachelet existe unanimidad: no es posible volver a un sistema de reparto. Da lo mismo que los países más desarrollados del mundo, incluyendo a los propios Estados Unidos, tengan un sistema de reparto. Aquí, en nuestra provincia, los oráculos locales nos inculcan que el sistema social de jubilaciones en los países más desarrollados del mundo está quebrado, y que aquí, en esta tierra encerrada entre cordillera, océano, desierto y hielos eternos, encontramos la solución que nadie más en el planeta encontró.
Esa “excepcionalidad” chilena –que a la luz de todos los escándalos de corrupción que nos equiparan a Argentina, Perú, Brasil y cualquier otro país de nuestro vecindario, demuestra ser un espejismo– es una de las grandes falacias que ha transmitido la clase política dirigente de este país.
Basta con observar la publicidad de las campañas municipales que se emiten con vistas a la elecciones que se realizarán a fines de mes. La Democracia Cristiana transmite spots radiales en la que realzan el valor de recuperar la confianza entre los ciudadanos. En uno, una mujer joven y otra de más edad hablan sobre una feria en el barrio. La mujer más joven dice que las frutas y verduras son tanto o más buenas que en el supermercado. La de mayor edad se sorprende y el comercial termina con una frase al estilo “volvamos a confiar”. Es un mensaje simpático, anclado en el optimismo cristiano progresista, pero completamente desarraigado de la realidad. Está dirigido al segmento alto de ingresos –precisamente aquellos que no han ido a feria alguna en años y sólo compran en supermercados como el Jumbo– que puede arrancar votos para un cierto progresismo en el barrio alto, pero con cero resonancia en el resto del país.
Más alejado de la realidad resultan los avisos del Partido Socialista. Al escucharlos a uno le da la impresión de que se trata de un partido de oposición de izquierda, que reivindica las luchas políticas y sociales de las últimas décadas, pero que no asume haber sido –y ser- un conglomerado oficialista que contribuyó de manera significante a convertir a Chile en el país más neoliberal y neo-capitalista del mundo. De hecho, el PS sólo se acordó en los últimos años de que Salvador Allende pertenecía a su partido. Durante décadas negaron su paternidad sobre el ex mandatario, es más, se avergonzaron de ser del mismo linaje, por lo que el Partido Comunista asumió la defensa del legado de Allende.
El PPD es aún más patético. Es un partido de “caciques sin indios”, el que hace dos años proclamaba que había llegado la “retroexcavadora” para hoy en día proclamar como candidato presidencial a Ricardo Lagos, que es la “aplanadora”.
Los comunistas, en tanto, que han sido los más fieles partidarios de la Nueva Mayoría, son al mismo tiempo su blanco más fácil. El profundo anticomunismo chileno permite que ese partido sea el chivo expiatorio para cualquiera que esté a su derecha, desde la Democracia Cristiana, a los partidos de derecha.
La derecha, mientras tanto, trata de recordarles a los chilenos que bajo su última administración (la de Piñera de 2010 a 2014) el país creció económicamente y que a todos nos iba mejor con ellos. El hecho de que muchos ministros y subsecretarios de Piñera, así como el propio presidente, estén involucrados y fiscalizados por fraude, corrupción y tráfico de influencia, no parece salpicar aún las aspiraciones de Chile Vamos. Y tampoco que varios de sus líderes hayan sido condenados, como el líder de la UDI Jovino Novoa, o que estén bajo sospecha certera como los senadores Ena von Baer e Iván Moreira.
En otras palabras, en estas elecciones municipales el duopolio político chileno que ha dominado el quehacer nacional por un cuarto de siglo, sigue comandando el futuro político del país. Y cuando lleguen los resultados, sin importar el porcentaje de abstención, los análisis políticos se enfocarán en ese duopolio. Y después de lamentar por un par de días el nivel de abstención, ambos conglomerados sacarán sus cálculos frente a las elecciones parlamentarias y presidenciales de 2017. Y dirán, también, que la crisis política no es tan grave, porque al final la mayoría de la minoría de chilenos que votaron lo hicieron por los dos grandes bloques.
Y de esta manera nuestros líderes se seguirán mintiendo a sí mismos. Y alargarán por un puñado de años más su inevitable colapso.
Porque si hay algo que es cierto es que pese a nuestra cordillera y desierto y océano, Chile forma parte de este mundo. Y los tambores de guerra, los ánimos de desafección, el auge del neo-nacionalismo, el descontento con la globalización financiera que sólo parece beneficiar a los poderosos de este mundo, la crisis global de refugiados, tocará más temprano que tarde a las puertas de Chile. Pero nuestros políticos parecen no saberlo aún.
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