El legado de M. Bachelet: una herencia de marketing político

Por Germán Díaz UrrutiaSociólogo y Master en Psicología Social. Académico en el Centro de Seguridad Urbana de la Universidad Alberto Hurtado.

Mientras en el campo de nuestra política no se explore seriamente la relación entre la transformación interior (el arte de vivir) y la política (el arte de convivir), será difícil establecer un legado que traspase las fronteras del Gobierno de turno. Mientras continúe operando la política de la división, centrada en la descalificación mutua y en la tremenda brecha de privilegios entre quienes gobiernan y quienes votan, el “legado de las grandes reformas” seguirá más en el campo del marketing político que en la memoria colectiva que emancipa, inspira y emociona.

En la recta final de su mandato, una idea parece afianzarse como una certeza casi inexorable en el imaginario de Bachelet y sus cercanos: este, pasará a ser el “Gobierno de las grandes reformas”, de la equidad educativa, de la reforma tributaria, de la negociación sindical, de las mejoras en las pensiones.

Bajo estas consignas, el Gobierno parece querer sacudirse los traspiés evidentes en el campo de la gestión: los desajustes comunicacionales, la disputa con los partidos de su propia coalición, el evidente y nocivo centralismo en la toma de decisiones y las sabrosas telenovelas del poder con ministros renunciados en el cargo, pagos de favores políticos, interpelaciones, querellas no interpuestas, entre otras.

Pero ni lo uno ni lo otro permiten esgrimir, a mi juicio, una aproximación real al legado de este Gobierno, puesto que aún la política en nuestro país no ha salido de su mirada autorreferente y miope, donde el “tener” y el “hacer” coaptan todas las dimensiones del desarrollo humano.

¿Podemos exigirle a la política nuevas preguntas entonces? ¿Qué pasaría si en la ecuación no solo incluyéramos cuántas reformas se han propuesto, cuántos hospitales, cuántos delitos menos, cuánto desempleo, etc., sino también interrogantes sobre el “ser” y el “estar” de los chilenos? Así, deberíamos interrogar a nuestras autoridades con preguntas como: ¿cuán felices y confiados nos sentimos?, ¿cuán seguros y dueños de nuestro propio bienestar?, ¿cuán cercanos?, ¿cuán inspirados?, etc. ¿No son estas preguntas acaso el corolario esencial de cualquier proyecto de cambio, el impulso vital que alimenta un proyecto en común, objetivo último del quehacer político?

Bachelet, como buena hija de un socialismo reformado que ha debido o sabido renunciar al ideal revolucionario en pos de una agenda de reformas progresistas, donde el único enemigo aparente es la desigualdad, ha llevado a cabo su programa reformista en las comodidades y privilegios del poder, una situación un tanto incoherente para quienes observan desde afuera y que la mantiene alejada tanto de los movimientos sociales de base como de los grupos fácticos de poder.

Esto demandaría, en primer término, un trabajo de autocrítica profundo y silente, que revierta de una vez por todas las luchas, prejuicios y maquinarias del poder, en pos de un verdadero ejercicio de lo público, que como intuían los griegos nace en primer término del conocimiento de uno mismo, del cultivo del ser, de una actitud irreprochable.Enfrascada en su círculo de confianza cada vez más estrecho y sin una narrativa de Estado y la coherencia personal, pedagógica y vital para llevarlo a cabo, el Gobierno termina siendo más un negociador de disensos y conflictos que un promotor de acuerdos y nuevos horizontes. La política relegada al “arte de lo posible” empobrece su dimensión realmente transformadora y su capacidad de proponer los grandes acuerdos nacionales que superen las estrecheces de las agendas partidistas.

Intuyo que, mientras en el campo de nuestra política no se explore seriamente la relación entre la transformación interior (el arte de vivir) y la política (el arte de convivir), será difícil establecer un legado que traspase las fronteras del Gobierno de turno. Mientras continúe operando la política de la división, centrada en la descalificación mutua y en la tremenda brecha de privilegios entre quienes gobiernan y quienes votan, el “legado de las grandes reformas” seguirá más en el campo del marketing político que en la memoria colectiva que emancipa, inspira y emociona.

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