Por Héctor Soto/ Abogado y periodista
Finalmente, va a ser el apoyo al proyecto de Aula Segura en la opinión pública el factor que decidirá su destino. La sensatez debiera imponerse y alguna lección para el futuro deberían sacar las bancadas opositoras de este episodio. Cuando los problemas son reales, hay que tratar de resolverlos, y los portazos, las negativas o las filigranas burocráticas o jurídicas para no hacerlo terminan siendo impresentables.
No está fácil ser parlamentario de oposición actualmente. Aunque muchos consideran que su misión es torpedear sistemáticamente todas las iniciativas del gobierno y sumarse a cuanta acusación esté circulando por el Congreso, los tribunales o las redes sociales, no faltan en el sector las miradas más responsables y serenas que comienzan a temer que esta estrategia solo conduzca a la irrelevancia política. El país está lo bastante maduro para que la oposición por el puro gusto de hacer oposición no sea rentable ni como negocio político ni tampoco como testimonio ético.
Sobran los ejemplos. El más evidente y escabroso probablemente es el que ha rodeado la postergada discusión del proyecto Aula Segura, respecto del cual las bancadas opositoras primero descalificaron por inconstitucional y después salieron a rasgar vestiduras por el debido proceso que debieran tener los estudiantes inculpados de desórdenes graves o de atentados violentos contra profesores y contra la convivencia civilizada de la comunidad escolar. Está bien: sin duda que el debido proceso es una dimensión importante del proyecto y que de ella el Congreso debe hacerse cargo. Pero el tema de fondo no es ese. El tema de fondo es que en los establecimientos públicos la violencia -no solo la generada por los chicos de overoles blancos- está llegando a niveles desquiciados y que si el país no es capaz de reaccionar en forma resuelta frente a este problema, bueno, la educación pública chilena va a seguir perdiendo matrículas y continuar su caída libre en términos de calidad y prestigio, que es lo que ha estado ocurriendo en los últimos años, a ojos vista de todos y ante la más completa indolencia de la izquierda y de la centroizquierda chilenas. Por lo mismo, porque el marco normativo actual está enteramente sobrepasado, algo hay que hacer. Y hay que hacerlo pronto.
Varios parlamentarios aducen que el proyecto gubernativo es innecesario. Que todas las facultades y prerrogativas disciplinarias contempladas en él para los directores ya están contempladas en la actual institucionalidad. Pero si así fuera, cabría entonces preguntar por qué las cosas no están funcionando, por qué el sistema no ha sido capaz de reaccionar frente a conductas vandálicas o francamente delictuales y por qué estas manifestaciones concertadas y planificadas de incivilidad se siguen extendiendo. Llega un momento en que el observador no puede menos que comenzar a dudar del compromiso con la dignidad de la educación pública que muchos dirigentes políticos dicen tener, no obstante que en la práctica parecieran querer entregársela en bandeja a la ultraizquierda para convertirla –como ha ocurrido en muchos países de la región- en feudo del radicalismo político y la disociación. Desde luego, no es eso lo que quieren las familias de los estudiantes.
Finalmente, va a ser el apoyo al proyecto de Aula Segura en la opinión pública el factor que decidirá su destino. La sensatez debiera imponerse y alguna lección para el futuro deberían sacar las bancadas opositoras de este episodio. Cuando los problemas son reales, hay que tratar de resolverlos, y los portazos, las negativas o las filigranas burocráticas o jurídicas para no hacerlo terminan siendo impresentables.
Sin duda que toda oposición debe saber decir no. Pero también debe saber construir y ofrecer alternativas de solución a los problemas existentes. En este plano las bancadas opositoras están en deuda, básicamente porque -algunos en busca de su propia identidad, otros tratando de cambiarla y no pocos perdidos tanto en el tiempo como en el espacio- carecen de proyecto y tampoco tienen liderazgo.
No es raro que en estas circunstancias el gobierno parezca, incluso a veces sin serlo, un modelo de responsabilidad y coherencia. Su iniciativa de Compromiso País, que intenta matricular a fondo al sector privado y a la sociedad chilena toda con la derrota a la pobreza, es consecuente con los principios de la centroderecha y está bien pensada, porque, luego de los notables avances que el país se anotó en este plano en las últimas décadas, producto no solo del crecimiento económico, la remoción los reductos y bolsones de vulnerabilidad que subsisten exigirán en adelante políticas sociales más personalizadas y sintonía más fina. Llegó el momento de reconocer que la pobreza no es solo una cuestión de ingresos sino también de destrucción de las familias, de drogadicción en los jóvenes, de soledad y subsistencia entre los ancianos, de reinserción poscarcelaria, de hacinamiento en las poblaciones y de creciente marginalidad educacional, sanitaria, cultural y social de un amplio y variado sector de la población que simplemente no tiene herramientas ni está en condiciones de salir adelante por sus medios. A esos grupos primero que nada hay que ponerles cara –de partida, no todos son iguales- y enseguida acompañarlos y asistirlos. Viene un trabajo arduo de marcación al joven, a la mujer, al anciano, al poblador, trabajo cuyos frutos con toda seguridad van a ser lentos. Lo importante, sin embargo, es empezar, aunque les duela a los que se sienten dueños del tema de la pobreza y creen tener derecho a cobrar peaje cuando sienten que alguien traspasa su cerco.
Es estimulante cuando la política se conecta con el país real. En esto La Moneda no debería perderse ni un solo minuto. Su mandato es volver a poner al país en movimiento, infundirles confianza con más oportunidades a los sectores medios y rescatar a los que se quedaron atrás. Ese ha de ser su foco y todo el resto -Bolsonaro, las elecciones internas de los partidos, la pelea en Contraloría, incluso el lío en el Ejército- es añadidura. A no perderse.
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