Paren la guerra

Por Patricia Pulitzer/ Periodista

Quiero creer que el mundo ha cambiado desde la Segunda Guerra Mundial. Y me aferro a la generosidad anónima de esos miles de ciudadanos que a través de las redes sociales ofrecen ayuda para los refugiados. Son cientos de miles en distintos países que dejan en evidencia –una vez más- la distancia entre gobernantes y gobernados.

Aylan Kurdi no murió en vano. Su pequeño cuerpo inerte en una playa de Turquía logró conmover al mundo entero. Hoy nadie es ajeno a la crisis migratoria que se vive en Europa. La más aguda desde la Segunda Guerra Mundial, han dicho algunos de sus líderes.

Y después de conmovernos, ¿qué?

Aylan, de apenas tres años, es solo uno de los miles de niños, mujeres, hombres y ancianos sirios que huyen del horror de la guerra. Hasta ahora, muy pocos se molestaron en ayudarlos. A la inmensa mayoría poco le importa la guerra en esos lugares lejanos. ¿Estará arrepentido el ministro de Inmigración de Canadá, Chris Alexander, quien rechazó la solicitud de asilo de la familia Kurdi, negándoles esa visa que les permitía salvarse?

Esas miles de personas que arrancan con lo puesto solo quieren dejar atrás la violencia y sobrevivir.

Así lo expresó con toda su espontaneidad otro niño sirio de 13 años: “Paren la guerra y no querremos venir a Europa”. La elocuencia de este mensaje es hiriente, es sabiduría pura y dura. ¡Es tan obvio: basta detener la guerra y nadie arrancará de su tierra, de sus raíces, de sus recuerdos!

Tanto es así que, en medio del dolor tras la muerte de su mujer y sus dos hijos, el padre de Aylan solo quiere volver a Kobane –su ciudad natal– para enterrar allí a los suyos, en su tierra, en el norte de Siria.

Así lo expresó con toda su espontaneidad otro niño sirio de 13 años: “Paren la guerra y no querremos venir a Europa”. La elocuencia de este mensaje es hiriente, es sabiduría pura y dura. ¡Es tan obvio: basta detener la guerra y nadie arrancará de su tierra, de sus raíces, de sus recuerdos!

Mientras al padre de Aylan ya no le interesa sobrevivir, son miles los que siguen intentando llegar a un lugar seguro. Pero las puertas no se abren con facilidad. Los barcos repletos de sirios, afganos, libios, por nombrar solo a algunos; las personas que intentan llegar a puerto nadando y los cuerpos flotando de quienes no lo logran; los campos de refugiados cada vez más repletos de personas impotentes, la estación de trenes de Budapest repleta de refugiados pidiendo que los dejen subir a un vagón, son imágenes estremecedoras. Más aún cuando van acompañadas de relatos como el de aquella periodista que, en las afueras de la estación de Budapest, explicaba que solo podían traspasar el cerco policial y subirse a un tren rumbo a otros países aquellos que tuvieran la piel blanca.

Imposible no recordar a esos miles de judíos que hace menos de 80 años recorrían el mundo en busca de una puerta amiga para salvar sus vidas. Hombres, mujeres y niños que, igual que ahora, arrancaban de la barbarie humana. Hombres, mujeres y niños que, igual que ahora, rebotaban en las fronteras, vagaban por los océanos sin poder desembarcar y morían a la deriva cuando se les terminaban las fuerzas. Muchos fueron deportados a sus países de origen para terminar en el infierno, tal como pretenden hacer ahora con los migrantes que no calcen en algún cupo o no puedan “demostrar” su condición de refugiados, como si morirse de hambre o de miedo ante la violencia hiciera alguna diferencia.

“Paren la guerra”. Esa fue la petición del niño sirio, pero los líderes mundiales no saben cómo hacerlo. O no quieren. El negocio de las armas sigue boyante sin mayores restricciones. La defensa de intereses económicos en las zonas de conflicto sigue siendo más relevante que los muertos y el sufrimiento de millones de seres humanos.

La muerte de Aylan logró remecer un poco a los líderes europeos que hasta hace dos días parecían más preocupados de esquivar la cuota de inmigrantes que les corresponde que de asumir la responsabilidad que les cabe en esta crisis y en la necesidad urgente de tenderles la mano a los millones que huyen de la guerra.

Quiero creer que el mundo ha cambiado desde la Segunda Guerra Mundial. Y me aferro a la generosidad anónima de esos miles de ciudadanos que a través de las redes sociales ofrecen ayuda para los refugiados. Son cientos de miles en distintos países que dejan en evidencia –una vez más– la distancia entre gobernantes y gobernados.

Islandia es el caso más evidente. Mientras su gobierno anunciaba que recibiría a 50 inmigrantes, más de 12 mil familias acogieron el llamado de una profesora –a través de Facebook– para aumentar esa cifra insignificante. Más aún, miles ofrecieron abrir sus hogares para acoger a los extranjeros. La reacción ciudadana obligó al Primer Ministro, Sigmundur Davíð Gunnlaugsson, a crear una comisión para revaluar el número de asilados que el país debería aceptar. La población de Islandia es de apenas 300 mil personas…

Cuando los ciudadanos se movilizan, el cambio es posible. El mundo puede y debe ser cada día mejor para todos sus habitantes. La solidaridad de los habitantes de Islandia es un ejemplo.

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