Por Benito Baranda
Estos últimos años la corrupción se nos ha manifestado brutalmente en diversos ámbitos y a niveles muy distintos, por ejemplo, en el fútbol chileno y en los mismos futbolistas, en las empresas nacionales y en las transnacionales que operan en nuestro país, en varios de los políticos y sus partidos –aunque algunos ‘connotados’ pretendan negarla o justificarla–, por años en la justicia y en algunos de los mismos jueces, en más de alguna ONG o fundación, dentro del mismo Estado y entre los gobernantes. Pero también en el plano individual, en los negocios.
Me encuentro trabajando en Puerto Príncipe (Haití) estos días y no he dejado de pensar en nuestra patria a partir de las noticias que por las noches leo. Por deformación profesional (psicólogo y sociólogo), he comparado nuestras características como nación con las de Haití y me han surgido muchísimas reflexiones acerca de ‘nuestra manera de ser’. Si bien la identidad chilena es complejo definirla y sobre ella se ha escrito mucho desde el inicio mismo de la República, esta tiene un poco de todo y somos muchas ‘cosas’, poseemos diversas características, unas más positivas que otras, y en estos días ya podemos confirmar con certeza que a todas ellas hay que agregar nuestra tendencia natural a la ‘corrupción y al tráfico de influencias’, a la mentira y al engaño.
Desde la Colonia fue así, los Parlamentos indígenas están plagados de engaños –de uno y otro lado–, la manera de Mateo de Toro Zambrano de enriquecerse con los predios agrícolas de la Compañía de Jesús –que, como otros, nunca terminó de pagar– una vez que esta fuera expulsada, la relación de O’Higgins con los Carrera no deja de ser vergonzosa –especialmente como concluye–, la controvertida ‘pacificación de la Araucanía’ liderada por Cornelio Saavedra, las dos guerras del Pacífico, los mismos acontecimientos de los quiebres democráticos a finales del siglo XIX y durante el XX, el vínculo permanente entre el poder político y el empresariado –con episodios escandalosos de ‘tráfico de influencias’–, el comportamiento de la Jerarquía Eclesiástica Católica, en particular durante el primer tercio del siglo XX –con una negación sistemática a la práctica de la Doctrina Social de la Iglesia– y en los acontecimientos del Padre Karadima en los lustros recientes… etc. La lista es larga y no hace más que confirmar que ‘no todo lo que brilla es oro’ y que la construcción nacional, si bien ha tenido años brillantes, ha estado también acompañada de otros muy ‘oscuros’, con groseras incoherencias.
Esta corrupción no la hemos dejado de experimentar, la ocultamos un poco ‘bajo la alfombra’ y pretendemos justificarla desde una supuesta ‘ignorancia infantil’. De hecho, en la Iglesia Católica hay personas que señalan que la publicación de los escándalos e incoherencias le producen mucho daño y que es mejor no ‘ventilarlos’ y para ello se usa la supuesta ‘fidelidad’, casi como una extorsión a la conciencia y la verdad.
Estos últimos años la corrupción se nos ha manifestado brutalmente en diversos ámbitos y a niveles muy distintos, por ejemplo, en el fútbol chileno y en los mismos futbolistas, en las empresas nacionales y en las transnacionales que operan en nuestro país, en varios de los políticos y sus partidos –aunque algunos ‘connotados’ pretendan negarla o justificarla–, por años en la justicia y en algunos de los mismos jueces, en más de alguna ONG o fundación, dentro del mismo Estado y entre los gobernantes. Pero también en el plano individual, en los negocios –hay un dicho en Chile que afirma que ‘negocio que no da para robar no es negocio’–, cuando nos roban o engañan –por ejemplo, en las estaciones de servicio– o al hacerlos al ‘filo de la ley’, cuando la práctica de ‘copiar’ a nivel escolar y universitario se toma como una ‘proeza’, cuando me aprovecho de un ‘subsidio habitacional’ para armar mi patrimonio, cuando hago uso de ‘información privilegiada’ para beneficiarme, cuando prometo lo que no cumplo… etc.
Y a esta característica chilena habría que agregar hoy sin duda: la hipocresía. En efecto, luego de la acción de algunos de los equipos jurídicos involucrados en todos estos últimos casos y de las empresas de comunicación que pretenden maquillar lo ‘éticamente intolerable’ y jurídicamente ‘oscuro’, se consolida la idea en ciertos ambientes de que ‘no es tan malo lo que ha pasado’, ‘que fue por un bien mayor’, ‘que no es culpa de los responsables, ya que fueron engañados’ e, incluso, hay de aquellos ‘victimarios’ más gruesos que ya son vistos por unos pocos como ‘víctimas’.
Reconocernos también como corruptos e hipócritas nos permitirá enfrentar con honestidad lo más malo de ser chilenos y chilenas, los comportamientos que consolidan esta ‘manera de ser’ que daña a la sociedad e introduce un trato indigno, y este cambio nos puede ayudar a comenzar de una vez por todas a trabajar más rigurosamente para ser un poco más sinceros, correctos, justos y transparentes, lo que inevitablemente nos regalará a todos los chilenos una mejor calidad de vida y una relación con los otros países del continente más humilde y constructiva.
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