Por Héctor Soto/ Abogado por formación y periodista por oficio. En la actualidad es editor asociado de Cultura de La Tercera y también columnista político del diario. Dirige el Diplomado de Escritura Crítica de la UDP y es panelista del programa Terapia Chilensis de radio Duna. Es autor del libro «Una vida crítica» (Ediciones UDP, 2013).
La pregunta de si algo bueno podría salir de la experiencia de estos dos años de Bachelet II es quizás demasiado cruda para responderla con un puro sí o un puro no.
De esta administración van a quedar varias cosas: una promesa incumplida de gratuidad universal de la educación superior, que por lo demás no tiene viabilidad alguna de cumplirse; un alza de impuestos que -discutible o no- estableció nuevos puntos de equilibrio para la actividad económica, y una reforma laboral que aún no está claro en qué va a terminar. Quedará también como legado el cambio del sistema binominal, que efectivamente no daba para más; un nuevo rayado de cancha en materias de probidad, que debiera hacerles bien a las instituciones, y quién sabe si la iniciativa de un proceso constituyente que de momento parece voluntarista, errático, desordenado y anecdótico. ¿Quedará algo más en el tintero?
Poco. Lo otro que va a quedar son básicamente decepciones, asociadas por lado y lado a un manojo de utopías refundacionales. Es curiosa la trenza del descontento. Porque, al margen de la oposición de derecha, que sospechaba lo que venía, entraron al círculo de los desilusionados tanto los que se creyeron el cuento de la retroexcavadora, la furiosa máquina de destrucción del modelo que nos iba a devolver a fojas cero, como los propios votantes de Bachelet que se sintieron traicionados por ella en función de la orientación de su programa de reformas. El resultado es que la Presidenta con suerte interpreta a un 30% de la ciudadanía, y el oficialismo está preocupado porque a partir de este año se ha estado debilitando con especial rapidez el respaldo entre quienes se declaran de centro.
Tal como en el gremio de los psiquiatras ninguna experiencia es buena o mala en sí, porque todo depende de cómo la afrontemos o seamos capaces de procesarla, algo parecido debiera ocurrir en el plano político. Habrá quienes creerán -los más fundamentalistas- que las cosas no resultaron porque faltaron bravura y coraje refundacional. Y, por la inversa, lo único que querrá una parte importante de la ciudadanía será dar vuelta la hoja y no volver a escuchar nunca más un discurso mesiánico que intente sacar al país del camino de la gradualidad que, por espacio de tres décadas, trajo más riqueza y bienestar social que cualquier otro momento de la historia de Chile. Las proporciones entre uno y otro segmento pueden ser variables, pero de momento todo hace pensar que los desencantados que creen que el gobierno se sobregiró superan con creces al grupo de los que piensan que se quedó corto.
Precisamente porque el gobierno lo tiene claro es que se notificó al país que la obra gruesa reformista llegaba hasta aquí nomás, que la agenda de la productividad comenzaba a reemplazar al discurso de la igualdad y que en La Moneda, por decirlo en corto, ya no querían más guerra. Pero así y todo siguen existiendo señales equívocas. Se dice, por ejemplo, que hay que retomar los imperativos del crecimiento y no deja de ser curioso que se diga eso en el mismo momento en que el Ministerio del Trabajo estruja su imaginación para volver a afilarles los dientes a la reforma laboral, después del fallo adverso del Tribunal Constitucional. Es el eterno dilema de la izquierda: o consolidar o avanzar.
Las mayores dificultades que enfrenta el gobierno para adaptarse al escenario de creciente moderación de la sociedad chilena son, por una parte, la Nueva Mayoría, atada de pies y manos a un programa que se volvió impopular, y por la otra, la propia Presidenta, que con su entorno está dispuesta a inmolarse como sea por la dinámica reformista que la trajo de vuelta al poder. En Palacio da lo mismo lo que digan las encuestas y, por mucho que los ministerios de Interior y de Hacienda traten de moderar el tono, la Mandataria se encarga de hacerles presente que no todo su gabinete ni ella misma comparten esos afanes. Puede ser explicable que actúe así para evitar fracturas en su coalición. Pero es un poco demencial que no los apoye atendida la velocidad con que aumenta al desempleo, cae la confianza empresarial y retroceden las expectativas de los consumidores.
Hubo un momento en que el oficialismo depositó toda su confianza en que la impopularidad iba a ceder una vez que se comenzaran a ver beneficios como la gratuidad de la educación superior o apareciera el espejismo de los derechos sociales de rango constitucional. Ese escenario nunca se produjo, en parte porque las cosas se hicieron mal, y todo terminó siendo mucho menos de lo prometido, y en parte, además, porque la situación económica pasó a encabezar el listado de las preocupaciones de la gente.
El horizonte que aguarda al gobierno este año y el próximo está lejos de ser auspicioso. Su agenda está desgastada y el escaso margen de acción que le va quedando tiene que ver ya no con las reformas, sino con la gestión. Claramente, el fuerte de esta administración -que hizo una reforma tributaria que tuvo que rehacerse y otra educacional que simplemente no tiene arreglo- nunca estuvo en ese frente. Mala suerte, porque ahora varios conflictos sectoriales (Chiloé, el Sename, los taxistas, las libertades condicionales, los secundarios) están sacándolo de vuelta al pizarrón.
Quién lo diría: un gobierno que lo hizo mal con la maquinaria pesada ahora deberá intentar salvarse apostando a su capacidad para manejar herramientas harto finas.
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